“¡¿Y qué le importa a los españoles el Valle de los Caídos?!”, exclama un iracundo Mariano Rajoy libre, al fin, del plasma. Pues, que yo sepa, a nadie le es indiferente. Eso es lo mucho que le importan los españoles a Rajoy.
“Hay que dejar que los muertos descansen en paz”, reflexiona en voz alta Rafael Hernando en sede parlamentaria. Efectivamente, la estupidez no conoce límites. Los muertos no descansan ni en paz ni en guerra. Los muertos no trabajan, ni madrugan, ni corren la maratón, así que difícilmente pueden descansar. Los muertos no son seres vivos (parece evidente) sino categorías que establecemos los vivos para cuadrar la nómina de la especie.
Cuando la gente quiere exhumar a sus familiares, eximir a sus restos de la lacerante compañía de los restos de sus asesinos, no pretenden perturbar el placentero descanso de sus muertos sino facilitar la conciliación del sueño de los vivos, la paz de sus allegados, de aquellos que sufrieron la pérdida de las víctimas de una dictadura atroz.
Pero aún más difícil que facilitar a los perdedores de la Guerra Civil la reparación de las muchas crueldades que tuvieron que sufrir (y aún sufren) a manos de sus victimarios, lo es el descuajar el franquismo de los prebostes del PP. Quizá ellos no sean fascistas, pero, sin la menor sombra de duda, sí los son sus hechuras.
“No hay que mirar al pasado. Hay que mirar al futuro”, proclama el registrador excedente. Claro, por eso no deja de avalar la nación española apelando al casamiento de la reina castellana Isabel con el catalán Fernando. Eso sí, se olvida de que cuando muere la católica las cortes castellanas mandan al catalán a hacer puñetas con butifarra. La víctimas del terrorismo etarra son muy presente para Rajoy, las del franquismo (que están tan vivas como las otras) son pasado. Al reloj del fascismo le da cuerda el diablo, está visto.
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