viernes, 28 de febrero de 2020

SIETE CLASES DE ESPAÑOLES

“La verdad es que en España hay siete clases de españoles… sí, como los siete pecados capitales.
 A saber:
1) Los que no saben;
2) los que no quieren saber;
3) los que odian el saber;
4) los que sufren por no saber;
5) los que aparentan que saben;
6) los que triunfan sin saber, y
7) los que viven gracias a que los demás no saben.
(Pio Baroja)

Esta conocida anécdota de principios del Siglo XX. ¿Nos sigue retratando? Ahora, que ya no estamos en el Siglo de las Luces, ni en el Siglo de la Industrialización, ni de la Vanguardización, según los amos del tiempo, estamos en el siglo de la Información.

Tampoco veo muy acertada la clasificación. Digo yo que alguno sepa algo. Pero analicemos en qué contexto hace la clasificación el amigo/enemigo de Ortega.

En aquella época era muy alto el analfabetismo. Todos sabemos la distorsión del boca a boca y por eso la gente prefería informarse directamente escuchando mítines y a los que consideraban fuentes de conocimiento.

Hay una aparente diferencia entre información y formación. Mientras la primera es un conjunto de datos, la segunda es Conocimiento, es saber y a eso creo que se orientaba Don Pío. A la falta de Conocimiento.

Hoy todo el mundo tiene acceso a información y puede adquirir Conocimiento. ¿Eso nos hace mejores personas? ¿Nos hace más felices? ¿Nos hace más sabios y poseer más Conocimiento?

Yo creo que nos hace más agresivos y menos pacientes.

Según mi hijo pequeño, de “Fútbol y Medicina, todo el mundo opina”. Ahora bien, Saber, lo que se dice Saber, solo los profesionales y algunas veces aciertan.

Últimamente, estoy yendo a la Escuela Madrileña de Salud, parece que tengo que seguir formándome e informándome. Para mi sorpresa, un prestigioso médico, primo hermano de Dios, reconoció públicamente la falta de Conocimientos Científicos, sobre una horrible enfermedad. No, no os voy a dar una clase sobre el coronavirus, ya me habéis aguantado mucho sobre lo pesadito que soy con el VHC, VIH, Ébola, la Gripe, el Herpes y las diferentes clases de virus. Ahora estoy asistiendo al colegio, para otro tipo de patología denominada NASH, y en castellano hígado graso.

Perdonad lo pedante que soy y retomo las clases de españoles. Yo, por mis múltiples patologías, los clasifico entre enfermos y los que no saben que están enfermos. La diferencia entre unos y otros es los que no van nunca al médico y los que les han hecho clientes fijos. En mi caso con tarjeta VIP.

También me sorprende que entre las diferentes clasificaciones, no aparezcan las buenas personas, o los que se creen buenas personas, las malas personas, o los que se creen malas personas. Por cierto, el Conocimiento, no mejora la calidad de las personas. Todos sabemos que hay malas personas con amplísimos conocimientos. Parezco el de la Guerra de las Galaxias y el Lado Oscuro.

Siguiendo con los diferentes españoles, tampoco creo que Don Pío tuviera conocimiento de los “Trolls” y sus pingües beneficios, obtenidos mediante intromisión en debates, intercambios de información, comentarios y opiniones. Hemos asistido a las diferentes contrataciones de empresas que hablan bien de uno, hablan mal del otro. No hay formación política, que no tenga multitud de trabajadores enganchados a las denominadas “Redes Sociales”, que no intervengan en todo tipo de discusiones, defendiendo a su secta. Yo en mi caso, fiel seguidor del “Espagueti Volador”, siento comunicaros, que a base de codazos, trataré de convenceros de la bondad de los que llevan mi túnica. No con Conocimientos Científicos, ni con sesudos programas, imposibles de cumplir; Trataré de llevaros al lado Oscuro con cariño y sentimiento.

Ahora viene el difícil examen, dónde os situáis. ¿Con qué tipo de españoles os sentís identificados? Ya sé que todos queréis estar en el 4, pero me gustaría saber quién se sitúa en el 1, los que caen en el 5, y el más terrorífico, donde se esconden los políticos y los clasificados como “intelectuales”, los que viven en el 7.

¿Ser honrado, o creer ser honrado, nos hace mejores personas? ¿Cumplir con el deber nos hace mejores? ¿El piloto de un avión, que aprieta el disparador de una bomba, que sabe que va a matar a hombres, mujeres, niños,… ¿Es buena persona?

Algunos piensan que apretando un botón en su escaño, cumplen con su deber. Sin saber que están aprobando un Real Decreto, que va a traer miseria, hambre, dolor, pero es a personas alejadas de su entorno,  invisibles, a los que la vida les deslizó al lado marrón.  A los que antes denominábamos Casta y ahora son errores bienintencionados.

Quizás conociéndonos, o reconociéndonos, podamos empatizar más, dejar el enfrentamiento, el buscarle las vueltas al otro. Puede que no avancemos con la Sociedad, que nos quedemos en el 1G, cuando otros ya van por el 6. Pero igual somos mejores personas, vivimos más felices con nosotros mismos y dejamos de tocar los cojones al resto de la humanidad.

La Repú

viernes, 21 de febrero de 2020

----- Los Fossevall -----

       Christine y Peter Fossevall formaban una pareja perfecta. Era suecos, altos, guapos, rubios y con ojos azules. Llevaban varios años casados y, pese a que buscaban los hijos con entusiasmo, éstos no llegaban. Libres de obligaciones y dependencias, aparte de las laborales, viajaban con frecuencia y en uno de los viajes al continente africano fueron a visitar un orfelinato. Los bebés estaban en condiciones miserables, penosas. De repente uno de ellos, casi implorando, clavó sus ojos de azabache en los celestes de Christine y tras mantener varios segundos la mirada, ella lo tomó en sus brazos. El niño parecía estar a gusto, feliz, apoyando su cabecita en el hombro femenino, como si allí hubiera encontrado una tibia y cómoda almohada. A los pocos minutos, cuando prentendió dejarlo en su lugar, el niño comenzó a llorar desesperadamente. Lo cogía y se calmaba, lo dejaba y otra vez igual y, así cada vez que lo cogía y después iba a dejarlo, el niño armaba un escandaloso berrinche. Sólo quería estar con ella. Imposible deshacerse de él. Christine no tuvo la oportunidad de elegir un bebé: fue él quien la eligió. 

       Ante tan enternecedora situación decidieron prohijarlo. Hicieron las gestiones pertinentes y… ¡A Suecia! Bien nutrido, bien cuidado, bien querido, el pequeño Peter crecía fuerte, potente, física y mentalmente. Sus gritos y risas llenaron la casa de alegría. Aprendió precozmente a andar y a hablar. Poco tiempo después no sólo corría como una flecha, sino que sin ningún aprendizaje, daba vistosos brincos y volteretas en el jardín de la casa.

       Seguía creciendo y, cuando se miraba al espejo, veía que no era como los otros niños y también veía que no era como sus papás y ahí empezaron las preguntas ¡Ay, las preguntas de los niños!
       —¿Qué podemos hacer, Peter? Yo creo que todavía no debemos contarle la verdad, es demasiado pequeño para decirle que no somos sus padres. A un niño tan tierno se le puede crear un trauma. Mejor será esperar a que sea un poco mayor y, tal vez, hacer un viaje a África para que vea que hay muchos niños como él y, así, ir diciéndoselo poco a poco, para que pueda ir asimilándolo…
       —El caso es que ha venido a la fábrica un técnico afroamericano, Frederick, y le puedo pedir que nos ayude.
       —Me parece bien como primer paso.

       Al niño le dijeron que era así porque se parecía al tío Frederick y que el tío vendría a casa para conocerlo. El niño estaba impaciente, ansioso, y cuando el tío Frederick entró por la puerta de casa y el niño comprobó que aquel alto, aquel atlético hombre era igual que él y que al poco rato de levantarlo en sus brazos lo manejaba como si fuera una pluma, un brillo especial iluminó los ojos del alborozado niño y cesaron las preguntas.

       Tío Frederick era un miembro más de la familia, una persona muy querida por todos, estaba en casa con frecuencia, comía con ellos, llevaba al niño al parque, nadaba con él en la piscina,  pero… la dicha no dura siempre. Al tío Frederick se le terminó su relación laboral en la fábrica y hubo de regresar a Estados Unidos, donde otros quehaceres le esperaban. El niño se quedó desconsolado, sumido en una profunda y preocupante tristeza. Lloraba, no quería comer, adelgazaba y un aire de melancolía inundó la casa. Empezaron las visitas a médicos y sicólogos, pero nada, no remontaba. Por suerte, esta lamentable situación no fue duradera y la alegría brilló de nuevo en los ojos del pequeño Peter, pues al poco tiempo mamá le trajo un hermanito que también se parecía al tío Frederick.



Desde que pasó, ha llovido…

No he escrito algo “al uso”, ni serio, porque de reflexiones, de profundidades y de “caldo de cabeza” ya estamos bien surtidos a diario. He tirado de humor y he contado esta historieta basándome en una que leí, allá… a principios de la década de los sesenta, rellenando a mi manera la estructura que retengo en la memoria con palabrería de mi cosecha, para darle cuerpo. Lo hago en agradecimiento a los buenos ratos que me hizo pasar con la lectura de sus artículos quien la contó,  el escritor italiano Dino Segre, que escribía bajo el seudónimo de Pitigrilli en la revista “La Codorniz” –“La revista más audaz para el lector más inteligente”–. Quiero también rendir mi pequeño homenaje a esa revista, pues algo de bueno me habría dejado aquel pájaro de papel,  además de ser en su día un agradable bálsamo, un eficaz lenitivo de las penas que nos atosigaban en aquel interminable y negro túnel, donde todos estábamos atrapados.

En esa época en que leí el cuento de Pitigrilli, las “suecas” estaban de moda. Oleadas de mujeres nórdicas invadieron las costas de la peninsula Ibérica, preferentemente el este y el sur, y tendieron sus hermosos cuerpos al sol, ligeramente cubiertos con un par de diminutos trapos uno por encima de la cintura y otro por debajo. Una indecencia. Fraga Iribarne en la semana santa del año 1965, se quejó con resignación “En España hay más bikinis que nazarenos”. Aquí, independientemente de cuáles fueran sus países de origen, todas aquellas bellezas vikingas eran “suecas” y los nativos parecían mimetizarse. A las graves recomendaciones y reiterados sermones de la Santa Madre Iglesia acerca de los peligros que les acechaban, ni caso, se hacían los suecos. Entre aquellas suecas y los nuevos suecos... ¡Menudos escándalos! Díos mío de mi vida y mi corazón…


En aquellos no tan lejanos tiempos, para mitigar la precaria situación en que aquí se vivía, mujeres y hombres de media España cogieron sus maletas, muchas de ellas viejas maletas atadas con cuerdas, y emigraron a Francia, Alemania, Suiza… en busca de horizontes más halagüeños.

Cuando ahora permitimos que se ahoguen en el estrecho de Gibraltar los “familiares” africanos del niño de nuestro cuento, parece que nos olvidamos de aquella época en que las chicas del servicio doméstico de esos países europeos se solían llamar Carmen o Lola.

El turismo de las “suecas” y las suculentas pesetas que los trabajadores emigrados enviaban a sus familias, ayudaron a nuestro querido Generalísimo Don Francisco a mejorar considerablemente la economía de SU país y... ni que decirlo, a acrecentar el patrimonio del que todavía goza la numerosa prole de Carmencita.




Al hilo de este revoltijo de palabras y de historias, que cada uno aporte lo suyo, que haga las críticas, risas, mofas o me dedique las reprimendas que le vengan a la cabeza. Prometo no sólo no inmutarme, sino felicitar de antemano a quien mejore lo que he escrito, algo, por otra parte, nada difícil.

Maria Orkin

viernes, 14 de febrero de 2020

LAS HIJAS DE LA TAUROMAQUIA



¡Oh, las dulces hijas de todo el mundo en su relación con la tauromaquia!

Las había que se aficionaban tanto que ya no se podían contener y su único tema de conversación es el de los toros.

Parece que ellas comprendieron, mejor que nadie, esa ceremonia erótico-fúnebre que es mito y demencia al mismo tiempo, y de la que tanto hablan los detractores del espectáculo.

Poblaban los vestíbulos de los hoteles de los toreros en mañana de corrida y departían con aficionados y seguidores, que trataban de cobrar su pieza en el río revuelto, aprovechando la ocasión de que los “matadores”, a esa hora, duermen en sus habitaciones de paso en espera del momento de la hora de vestirse.

La hora de vestirse es ceremonial también de mucho agrado para estas hijas de todo el mundo que se aficionaron a los toros.

Algunas llegan a conseguir la franquía de la habitación y observan con gran atención los cuidados del mozo de espadas que, lentamente y como si aquello fuera sumamente difícil, va vistiendo al maestro.

Entre los pequeños grupos de amigos que han subido a la habitación, ellas aparecen como flores silvestres que no piden más que un poco de aire y que las dejen mirar.

Se acomodan, a ser posible, en una silla que gentilmente alguno de los varones presentes le habrá ofrecido y quedan absortas en la contemplación del ritual.

Hacer encajar a un torero en su traje de luces, sobre todo el pantalón, no es tarea común. El ayudante, una vez que el torero metió las dos piernas en ambas perneras ajusta la sisa de unión de ambas en la ingle derecha y empieza a tirar hacia arriba, hasta el punto que suele izar en volandas al torero. Antes, ha tenido lugar el acomodo del paquete genital contra el muslo izquierdo y, dependiendo de la dotación del mismo, la llamada “taleguilla” surge con todo su (mayor, o menor, todo sea dicho), esplendor.

Y aquí, el arrobamiento de nuestras hijas del mundo, alcanza su momento más álgido, pues contempla el atributo físico de lo que se supone que un torero tiene que tener para enfrentarse a la fiera. Y suspira.

Luego, cuando el matador se va para la plaza entre un revoloteo de apretones de mano, ellas, con toda la unción del mundo, depositan amorosamente un beso en la mejilla del ídolo. El corazón les late demasiado y se dicen para sus adentros que esa noche dormirán sin limpiarse el “rouge”.

Las hay de todas las edades y las hay que hasta se desplazan desde California cuando su torero preferido comienza la temporada. Ha habido más de un torero que ha tenido que soportar, con la sonrisa en la boca, el latazo de esas seguidoras recalcitrantes, que suelen ser, a menudo, talluditas.

Después de la corrida vuelven al hotel y esperan la ocasión de poder despedir a su torero, que sale precipitadamente para tomar el avión.

Ellas, como si el ídolo estuviese allí, como si no se hubiera marchado y aún se notase su presencia en el vestíbulo, se quedan en el bar tomando una copa y cambiando impresiones con algún ligón de ocasión que quiere prepararse la noche.

Hay quienes llegan con la premeditada intención de pasarse a un torero por entre las ingles, pero no tardan en darse cuenta de que los toreros, en temporada, andan un poco escasos para estos menesteres. Excesivas eyaculaciones y la lidia, aunque las dos son “corridas” están más bien reñidas en la mentalidad muchas veces supersticiosa del torero. Aparte de que resta fuerzas, según el acervo popular.

Hace años, en Sevilla, se andaba mal de alojamiento y tuve que acogerme a un hotel de cuadrillas. Una inglesa, que aquella tarde había pretendido los favores de un matador, se había tenido que contentar con sus subalternos, que la llevaron al hotel y, ya metidos en juerga, la vistieron de picador.

La mujer en cuestión, dando trompicones por los pasillos y dejando a su paso un pestazo a vino fino que tiraba de espalda, tenía casi el aspecto de ir a participar en un aquelarre.

Las dulces hijas de todo el mundo no se aficionan en bloque a los toros, pero las que lo hacen acostumbran a propender al entusiasmo más desenfrenado.



Flan Sinnata

viernes, 7 de febrero de 2020

Ideas y realidad: tribus y trincheras infinitas

El día que entré en este foro una persona me dijo que “estábamos enfrentados en distintas trincheras y que ella sabía cuál era la suya”. Y llevaba razón: la historia de la humanidad es una historia de tribus y trincheras ideológicas.

El homo sapiens primitivo era sociable y vivía en tribus. Hoy las tribus modernas serían países, estados, naciones e ideologías, grupos complejos unidos por el sedimento histórico de guerras, religiones y culturas. La evolución lleva a la secuencia clan, banda, tribu, reino, ciudad-estado, estado-nación, imperio, etc.: desde la trinchera tribal inicial a las grandes trincheras ideológicas de hoy.

Tribus y trincheras que definen ideas y realidad. Pero ¿qué es la realidad? ¿una construcción personal y subjetiva? ¿algo inefable y objetivo? ¿nuestras ideas pueden abarcarla? La filosofía lleva preguntándolo muchos siglos y la ciencia es lo más cercano que tenemos para interpretarla y conocerla.

Las trincheras ideológicas suponen interminables discusiones entre marxistas y liberales; o sobre las desigualdades producidas por el capitalismo (Milton Friedman & Chicago boys) y el fracaso del comunismo; o sobre modelos alternativos: el eurocomunismo (Marchais, Berlinguer) y el neomarxismo cultural (Escuela de Fránkfurt); o sobre por qué el socialismo triunfó en Europa y no en USA (William Sombarg).

Vemos la realidad desde nuestra trinchera personal o particular cosmovisión, una construcción subjetiva según nuestras experiencias, vivencias y aprendizajes. Así, unos harían énfasis en la igualdad y la justicia (izquierda, socialistas); otros en la libertad personal (liberales, derecha). Trincheras ideológicas procesadas y centrifugadas por cada uno.

Vale, pero, ¿y si ese esquema es obsoleto y la realidad no es de izquierda ni de derecha, ni conservadora ni progresista, porque hoy las geometrías ideológicas están rebasadas? ¿Y si esos parámetros ya no valen para un futuro radicalmente distinto? Esquemas antiguos para modelos futuros que nadie conoce. Esquemas viejos (trabajo para toda la vida en la misma empresa), que ya no existen en un mundo cambiante lleno de incertidumbre en el que desaparecerán trabajos tradicionales y aparecerán otros nuevos (robotización, automatización y digitalización de los procesos productivos). Mundo nuevo en el que podemos preguntarnos ¿y si ya no hay tensión entre capital y trabajo sino entre personas cualificadas con trabajos de alto valor añadido y personas sin cualificación y poco valor añadido? El trabajador de hoy sería responsable de su vida, de formarse, estudiar y estar actualizado en nuevas tecnologías sin esperar a que el estado se lo dé todo masticadito. Lo contrario sería paternalismo e infantilización del mismo. Vivir hoy supone una formación continua desde la cuna hasta la tumba.

Como dice Zygmunt Bauman, ¿qué hay de estable en una sociedad líquida en la que desaparecen las ideas sólidas tradicionales de nuestros abuelos (trabajo y matrimonio para toda la vida), y dan paso a un mundo precario, provisional, ansioso de novedades y agotador? Un mundo líquido, lleno de incertidumbre, donde todo es cambiante y se volatilizan los conceptos sólidos e inamovibles. Un mundo donde antiguos marxistas están en coalición con partidos burgueses. O donde antiguos izquierdistas franceses ahora votan a la ultraderecha de Lepen: el mundo al revés, antiguos progresistas se han vuelto “identitarios furibundos” que defienden sus privilegios “de clase”.

Un mundo de “crisis orgánica” (Gramsci) en el que las instituciones no son capaces de dar cauce a las reivindicaciones populares y hay que diferenciar los de arriba y los de abajo (Laclau). Una España con crisis del régimen del 78 (idea fuerza de Podemos) y crisis política por las trincheras nacionalista y constitucionalista. Y ahí estamos, en una lucha de trincheras (algunos lo llamarán debate existencial sobre qué narices es España).

Vivimos en una época de procesos enormemente acelerados, donde lo que sucede ahora en cinco años se corresponde a lo que antes sucedía en cinco siglos. La velocidad de procesamiento de los ordenadores se duplica cada doce meses (ley de Moore). Las nuevas tecnologías (inteligencia artificial, nanotecnología, biotecnología, Big Data, robotización de los procesos de producción, etc.) ¿son nuevas trincheras tecnológicas?

La realidad en Occidente (nuestra trinchera ideológica), la define el capitalismo liberal con sus tres etapas: el capitalismo de producción, el de consumo y el de ficción. En este último fabricamos y consumimos no solo mercancías, sino experiencias, sensaciones, expectativas y deseos (Vicente Verdú).

Superados ya el de producción y el de consumo (desde la Segunda guerra Mundial hasta la caída del Muro), estamos en pleno capitalismo de ficción (a partir de los 90 del siglo XX), donde se ofrece una nueva o segunda realidad: realidad de ficción o realidad mejorada. Este capitalismo de ficción nos ofrece el mundo como un espectáculo en el que los ciudadanos son espectadores pasivos y se les vende nuevas experiencias, procurando alimentar en cada persona la impresión de ser alguien. Un capitalismo de ideas-espectáculo que fabrica una realidad ficcionada, personalizada, customizada y adaptada a cada uno. Una realidad de ficción, con ideas low-cost prefabricadas y consumidas y en la que los maestros de ceremonia (brujos y chamanes modernos) son políticos, ideólogos e intelectuales que actúan como publicistas de un mundo feliz (Aldous Huxley).

Pero este “buen capitalismo” está en contradicción con la teoría de la “Nueva Edad Media” (Umberto Eco y Roberto Vacca). Según esta idea estaríamos en una degradación de las democracias capitalistas de la era tecnológica, sistemas demasiado vastos y complejos para ser coordinados y, por tanto, estamos condenados al colapso y retroceso de la civilización industrial.

En esta Nueva Edad Media no sabemos si los nuevos bárbaros son los chinos, los musulmanes, el tercer mundo, los pobres y marginados sociales (cuarto mundo), la generación contestataria, los inmigrantes que apremian en las fronteras o los que ya trabajan en nuestras sociedades (como los bárbaros que trabajaban dentro del Imperio Romano como esclavos o soldados).

Esta teoría de la “Nueva Edad Media” concuerda con las teorías neomarxistas, que hablan de un colapso civilizatorio inminente por las contradicciones económicas, sociales y políticas del sistema capitalista “depredador y consumista”. Colapso al que se suma la crisis ecológica, energética y los futuros escenarios de sobrepoblación mundial y escasez de recursos. Sólo el eco-socialismo o los modelos alternativos de “decrecimiento armónico” podrían salvarnos.

Las trincheras ideológicas estarían en el “choque de civilizaciones” (Samuel Huntington), lo que me recuerda las tres fases históricas de todas las civilizaciones: la mágico-mítica, la filosófica y la técnico-científica (positivismo de Augusto Comte). Cada cultura está en su fase histórica y trinchera y por eso hay un choque cultural entre el Islam (fase mítica y religiosa) y Occidente (fase técnico-científica). Y por eso no hay choque cultural entre Japón o Corea del sur y Occidente (ambos en fase técnica científica).

Las trincheras ideológicas pueden cambiar. El ejemplo paradigmático es Japón, sistema feudal medieval hasta mediados del XIX y que en cinco décadas se transformó en un país moderno e industrial tras la revolución Meiji. Este Japón feudal, aislado de Occidente por la política de cierre (sakoku), se modernizó, se occidentalizó y se industrializó, cambiando la trinchera medieval por la de la modernidad.

Otro ejemplo es Rusia, que pasó de una trinchera comunista a otra capitalista salvaje. O el de China, ejemplo de fusión y conciliación de ambas trincheras. Los que no cambian (o cambian muy poco) son los países musulmanes, que persisten en su trinchera medieval y esencialista.

¿Pueden desaparecer las trincheras ideológicas mediante un gobierno o autoridad mundial? Eso pensaba Kant cuando escribió “Sobre la paz perpetua” para asegurar los derechos humanos en el mundo; y Marx, que predicaba una revolución mundial para una sociedad sin clases; y Einstein, que pedía una “autoridad política común para todos los países”.

Somos enanos en hombros de gigantes (Bernard de Chartres) y cuando nos sostenemos sobre ellos vemos más lejos. Por eso aprendemos de las viejas trincheras: las de los clásicos griegos, racionalistas (Descartes, Spinoza), empiristas (Locke, Hume), ilustrados (Voltaire, Diderot, Rousseau), Kant, Karl Marx, existencialistas, etc.

En la postmodernidad líquida y fragmentada no hay respuestas sino preguntas. Soy una persona de dudas más que de certezas y de curiosidad más que de fe y creo que sólo el espíritu crítico y la búsqueda personal puede salvarnos de la mediocridad. Y a veces ni eso. Debe ser la insoportable levedad del ser dentro de la trinchera personal de cada uno en su tribu ideológica.

Un tipo razonable