sábado, 30 de julio de 2016

DE LA CORRUPCIÓN, LOS INTERESES DE CLASE Y EL DEMOLEDOR CINISMO DE LA DERECHA.

A muchos españoles y españolas les produce una perplejidad infinita el, a su vez, infinito cinismo de los dirigentes del PP. Y no debería ser así. 
Cuando alguien se ha corrompido hasta los tuétanos y, con todo y con eso, aún sigue pretendiendo el favor del público para mantenerse en el poder político, ese alguien no puede ser otra cosa más que cínico.

La gente bien de derechas, desde la cuna a la sepultura, no aspira a otra cosa que a hacerse con un puestazo y un sueldazo, a ser posible, en progresión ascendente hasta alcanzar, con el tiempo, el más alto escalón del enriquecimiento al que uno pueda aspirar. Pero, por aquello de que vivimos en una “democracia” y el poder político se obtiene a través de las urnas y el poder político (para la derecha) es la línea Maginot en la que puede frenar cualquier aspiración de sus adversarios políticos,  el soberano pueblo trabajador, a hacer de dicho poder un contrapoder al poder financiero, sacrifican a muchos de sus miembros en beneficio de sus propios intereses, lanzándolos a la arena política. 

Y, claro, la política ejercida de forma honorable se queda muy por debajo de las ambiciones económicas de los líderes políticos de la derecha. Es por ello que, de alguna de las maneras, dichos líderes han de sacarle un rédito económico a ese su sacrificio por la causa común de su clase. He ahí el origen de la corrupción política, el saqueo del erario, los sobresueldos, los sobres a secas,  las puertas giratorias, las prebendas de clase y demás mamandurrias.

Para atraer el voto popular a su causa, la derecha cuenta con infinidad de recursos implacables: la tradición, la unidad de la patria, el miedo a lo desconocido, la religión, la moral cristiana, la estrategia del “divide y vencerás”, la inoculación del sentimiento de culpa (si has perdido el empleo o tu casa, la culpa es solo tuya), todo ello maximizado por el hegemónico y ensordecedor corifeo de unos medios de comunicación de su propiedad presentes en la vida de los ciudadanos durante las 24 horas del día.

“Venceréis, pero no convenceréis”, le espetó Miguel de Unamuno a Millán Astray (el proclamador de la muerte a la inteligencia) hace apenas unos pocos años. Pero vencieron. Y seguirán venciendo mientras el soberano pueblo trabajador, en su conjunto, no entienda que los intereses de sus victimarios no pueden, de ninguna de las maneras, coincidir con el suyo propio.

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