viernes, 14 de enero de 2022

LOS GRIEGOS TENÍAN RAZÓN

La veleidosidad y promiscuidad de los casquivanos dioses griegos, tal y como la refleja Homero en sus poemas épicos La Ilíada y La Odisea, acabó constituyendo un motivo de escándalo e incredulidad para los helenos sabios y bienpensantes.

Son unos dioses que toman partido por los distintos héroes, reclaman cuantiosos sacrificios y suelen tener los mismos apetitos eróticos que cualquier mortal. Una especie de niños malcriados coronados con una aureola divina. Durante siglos, los griegos se educaron con los textos de sus poetas. Pero poco a poco surgió una rebelión contra este tipo de enseñanza, y los poetas empezaron a ceder su plaza privilegiada en el saber griego primero a los sabios, y luego a los filósofos. Los textos del viejo Homero empezaron a ser considerados como un simple compendio de supersticiones que era del todo insuficiente para explicar el mundo real. Y sin embargo, el saber popular griego estaba quizá ya reflejando ese mundo real aunque fuese de una forma embellecida y poética. Porque la impresión que daban esos dioses que pugnaban entre sí era la misma que ofrecía la misma naturaleza; un caos continuo en el que sus criaturas podían ser devastadas por el frío, el fuego, el ardor de los volcanes, tragados por la inmensidad del mar, etc. De ahí la existencia de los sacrificios, que se consideraban necesarios para ganar el favor de esos dioses tan caprichosos en sus preferencias.

Pitágoras fue el primero en dar con la palabra “filosofía”, que no significa sabiduría, sino el amor a la misma. Pero Pitágoras fue también el creador de un mundo ideal basado en los números, un mundo y un cosmos que por supuesto gozarían de un perfecto orden inspirado por los dioses. Unos dioses que, por esa misma razón, compartirían muy pocos rasgos con los de Homero. Pero también surgieron otros tipos de filósofos que no buscaban una perfección diseñada en base a esquemas puramente del intelecto, sino basada en la aproximación gradual a los fenómenos de la naturaleza. Principalmente, los de la escuela del pensamiento jónica. Estos pensadores supieron aprovechar el sustrato secularizado que les había legado Homero, y empezaron a desarrollar una auténtica ciencia de la naturaleza, ajena a preceptos prediseñados y abierta a nuevas intuiciones y descubrimientos. Filósofos como Tales de Mileto, Anaximandro o Anaxímenes formularon ideas nuevas y originales, y en el caso de Anaximandro, se avanzó incluso una pseudo teoría de la evolución que se adelantaba a Darwin en más de veinte siglos: “Los primeros seres vivos nacieron del agua y estaban cubiertos de una corteza espinosa; en una fase más avanzada se trasladaron a terreno seco y al caérseles la corteza cambiaron en poco tiempo su forma de vida”. Y también: “Los seres vivos nacieron del agua cuando esta fue evaporada por el Sol. El hombre, al principio, parecía otro animal, concretamente un pez”. Y el mismo Homero había escrito en la Ilíada (14, 200 y 244) que “el océano es el origen de todas las cosas y de los dioses”, algo que también habían afirmado algunos textos de la antigüedad egipcia. Pero quizá el punto más alto del ataque filosófico contra el pensamiento idealista pitagórico se alcanzase con el atomismo de Leucipo y Demócrito. También jónico, Leucipo superó con sus teorías las objeciones de Parménides, fundador de la escuela eleática, al movimiento y transformación continua de las cosas que había proclamado Heráclito y que estaba también implícita en las ideas de los pensadores jónicos primitivos. Por un lado, reconoció que Parménides tenía razón al afirmar que la sustancia primaria del universo y la Tierra tenía que ser una e indivisible, pero por otra neutralizó sus objeciones al teorizar –la ciencia griega todavía no estaba en condiciones de “demostrar” en el sentido moderno del término– que los distintos seres y objetos cambian constantemente de forma y condición a través de las diferentes combinaciones de los átomos que eran en sí invariables. En definitiva, Leucipo y su discípulo directo Demócrito habían dado un paso de gigante hacia una explicación puramente materialista del Universo. Como base de su sistema, el propio Demócrito escribió que: “Nada se crea de la nada, ni desaparece en la nada”. Pero al mismo tiempo lo que se intuía era que nadie era tampoco necesario y mucho menos inmortal, dado que los átomos que constituían el alma se disgregaban junto con los del cuerpo al producirse la muerte del individuo. Más grave todavía, el pensamiento pitagórico quedaba refutado porque ya no era posible incluir a la materia dentro de una teoría de los números. En definitiva, ni los dioses homéricos eran necesarios, ni el pensamiento abstracto pitagórico tenía por qué servir de guía para la comprensión de los fenómenos que constituían la existencia humana.

¿Qué era lo que le quedaba pues al pensamiento idealista, espiritual, cerrado y holístico después del embate del pensamiento jónico y atomista con sus características de una aproximación fragmentaria y gradual al saber en lugar de una teoría supuestamente infalible elaborada a priori? Fuera como fuese, los dioses tenían que recuperar su lugar, especialmente en una sociedad que se suponía que debía ser jerarquizante de una manera u otra. Había que volver a poner orden en el Universo, y a ese empeño es a lo que se dedicaría esa especie de Santísima Trinidad que constituyeron Sócrates, Platón y Aristóteles.

Las obras de Platón, incluyendo todos los diálogos en los que participa su maestro y/o personaje Sócrates, son una reivindicación del pensamiento idealista, una refutación casi constante del pensamiento jónico y atomista, hasta el extremo de condenar todas las ideas principales de Demócrito sin mencionar siquiera el nombre del odiado filósofo. Dicha tarea es iniciada por Sócrates, con sus constantes apelaciones a la Divinidad, y Platón no se recata de buscar sus fuentes en las ideas pitagóricas y en Parménides. A diferencia de Demócrito, y de lo que luego haría Epicuro, el otro gran filósofo atomista, Platón no ceja tampoco en su empeño de conseguir una teoría de gobierno “perfecta”, esto es, de acuerdo con los mandatos de los dioses. Las máximas manifestaciones de este empeño, después de su frustrado período como consejero gubernamental en Siracusa, son sus dos últimos libros: ”La República” y “Las leyes”. En el primero, aboga por una forma de gobierno que anticipa en siglos al mundo feliz de Aldous Huxley, y acaso también el infierno orwelliano: una sociedad jerarquizada en la que los “guardianes-filósofos” están autorizados a mentir, y en la que cada cual debe aceptar el rol que le ha asignado el orden establecido. Para ello se inventa un mito fundacional, llamado “Mito de los metales” que consiste en lo siguiente:
“Vosotros, ciudadanos del Estado, sois todos hermanos. Pero la divinidad, cuando os moldeó, puso oro en la mezcla con la que se generaron aquellos capacitados para gobernar, siendo de tal forma del más alto valor; plata en los auxiliares; hierro y bronce en los campesinos y demás artesanos. Y si alguien, a pesar de todo, desafiara el orden establecido los jueces lo condenarán a muerte”.

A la vez, Platón explica también en este libro la llamada “Alegoría de la caverna”, en la que, una vez más, expone su idea de la situación en que se encuentra el ser humano respecto del conocimiento, con la existencia de dos mundos; el sensible, que se puede alcanzar a través de los sentidos, y el mundo inteligible, sólo alcanzable a través de la razón. Y en mi opinión, es justamente en esta concepción de “la razón”, que por supuesto es preferible al “engañoso” –según Platón– mundo de los sentidos, donde se encuentra el mayor fraude de toda la concepción platónica del mundo. Porque la razón a la que apela Platón no es la razón que proviene de una contemplación exhaustiva de los fenómenos de la Naturaleza, sino de una especie de pensamiento desiderativo –“wishful thinking”, que dirían los anglosajones– sobre cómo debería ser el universo y el mundo que nos rodea. Dicho de otro modo: teología pura “avant la lettre”. Todos estos conceptos son reafirmados de una manera u otra en “Las leyes”, la obra postrera de Platón, en la que llega a recomendar el internamiento en campos de concentración de quienes siguieran las teorías de los filósofos jónicos y fisicistas para su posterior instrucción por parte de funcionarios del Estado en las verdades religiosas del pensamiento oficial, o sea, la religión definida por el propio Platón, una especie de combinación de las divinidades griegas junto con los dioses estelares de los caldeos. En caso de mantenerse refractarios a la verdad revelada, los prisioneros serán eventualmente condenados a muerte. No es de extrañar que el cristianismo primitivo distinguiera enseguida a Platón como su filósofo de cabecera, casi el único digno de ser rescatado entre los pensadores “paganos”. Pues el pensamiento religioso es siempre holístico de una manera inevitable, y casi siempre totalitario en sus manifestaciones.


En los siglos posteriores a Sócrates, Platón y Aristóteles –quien, por lo menos enmendó con algo de auténtica racionalidad y método científico las obras de su maestro–, la contienda filosófica entre fisicistas y epicúreos por un lado y platónicos por el otro se mantuvo equilibrada. Pero fue el Cristianismo quien finalmente decantaría la balanza durante siglos. De ahí que conservemos la obra íntegra de Platón, mientras que lo que nos ha llegado de la obra de Epicuro –al parecer, más copiosa que la del mismísimo Aristóteles– son los fragmentos e ideas generales que se encuentran en las vidas de filósofos de Diógenes Laercio y, sobre todo, el célebre poema de Lucrecio “De rerum naturae” (De la naturaleza de las cosas), en la que se exponen las ideas principales del filósofo atomista. Un libro cuya recuperación –narrada en el libro “The Swerve”, de Stephen Greenblatt– fue uno de los hitos que dieron inicio al Renacimiento.

Dicho todo esto, quisiera concluir con dos ideas; la primera es que la principal habilidad de Platón fue detectar que tanto el pensamiento primitivo homérico como el pensamiento filosófico jónico y fisicista tenían algo en común que no podía tener lugar en su república: es decir, eran sistemas de pensamiento abiertos incompatibles con la personalidad y la esencia de la obra de Platón. Una república de la que Platón también quería ver desterrados el teatro y la poesía. La segunda es que el ser humano probablemente sólo alcance su auténtica liberación cuando abandone no sólo la idea de la divinidad, sino también la de una naturaleza benigna y casi providencialista. Algo que la pandemia del covid se ha encargado de recordarnos. Otra cosa es que se quieran o no aprender las lecciones correspondientes. Pues como dijera Alberto Caeiro, ese alter ego del gran Pessoa:

“Vi que não há Natureza,
Que Natureza não existe,
Que há montes, vales, planícies,
Que há árvores, flores, ervas,
Que há ríos e pedras,
Mas que não há um todo a que isso pertença,
Que um conjunto real e verdadeiro
É uma doença das nossas ideias".




O como habría dicho el viejo Epicuro: “No hay teleología en el mundo, en una naturaleza hostil y cargada de defectos”.

Veletri


Bibliografía:
“A History of Western Philosophy”, Bertrand Russell.
“The Swerve”, Stephen Greenblatt.
“La sociedad abierta y sus enemigos”, Karl R. Popper.
“Ciencia y filosofía en la antigüedad”, Benjamin Farrington.
“Epicuro”, Carlos García Gual, (Alianza Editorial).
“Los siete sabios (y tres más)”, Carlos García Gual, (Alianza Editorial).