En esto de la política, no me gusta personalizar la crítica; la política no concierne a las personas, tomadas de una en una, sino al conjunto de ellas, es decir, a lo que llamamos sociedad. La política es un tablero, como el parchís, donde están llamados a participar un cierto número de personas; en el parchís, cuatro. Pero, lo cierto, es que en el mundo en el que vivimos, son unos pocos los que juegan a la política por los otros, de tal manera que hoy mismo, la política española es un calco exacto del parchís: juegan cuatro, y con cuatro colores. Cierto es que en el parchís, los cuatro colores son los primarios: rojo, verde, azul y amarillo (el RGB, que diríamos modernamente). Claro que, cuando se inventó el parchís, nada se sabía de Photoshop, ni del CYMK, ni de tantas cosas como hoy sabemos: que en uno, aun no siendo unidad, se resume la especie. Lo triste es que podemos actualizar los colores del parchís a los nuevos tiempos, pero no la política; podríamos establecer (con la ayuda del Pantone), una nueva paleta cromática: el azul, el rojo, el naranja y el morado (al verde, que le den), pero no la dicotomía decimonónica francesa derecha-izquierda por la otra griega (aún más antigua) de eromenos-erastes; en román paladino: jodidos-jodedores.
Asumiendo que en España (ese proyecto inacabado de nación derivado de la descomposición del Imperio en donde nunca se ocultaba el sol) la política es el parchís, no me parece una impostura llevar la crítica al dedo que mueve la ficha. Así que, después de tanto rodeo, me excuso de excusarme por la temeridad de centrar mi crítica política en una sola persona: la que, presuntamente (como hoy lo es todo), mueve la ficha roja: Pedro Sánchez.
Probablemente estoy muy equivocado, pero el sexto sentido de mi añorada madre me dice que el PSOE ha sobrevalorado enormemente las capacidades cinemáticas de su actual secretario general. Por lo visto hasta ahora, y en la última hora, Pedro Sánchez me parece un alevín de merluza en un estanque de pirañas. Si resultó vulgar como jugador de baloncesto, nada debía hacernos pensar que fuera mejor político. Y, efectivamente, impostado y taciturno (a la par de inmaduro), Pedro Sánchez está como el río Guadalquivir, que no se acaba de decidir entre Sevilla y Triana.
Podemos invitó en las pasadas elecciones al PSOE a formar gobierno de coalición. Pedro Sánchez, muy indignado, les mandó a los podemitas a pelar cardos, a la vez que se negó a hablar con el PP y, sin embargo, firmó un acuerdo de obligado cumplimiento, pero insolvente, con C’s, partido al que el propio PSOE acusó de ser la nueva versión, corregida y aumentada, de la derecha más casposa. Hoy Podemos le ofrece al PSOE, con toda lógica, formar una candidatura conjunta para el Senado, con el sensato objetivo de evitar que la Cámara Alta suponga un freno para un gobierno de progreso, y Pedro Sánchez, como ese niño revenido que no te perdonará jamás de los jamases que le hayas quitado la pelota que le regaló (en mal momento) su tía Sofi, contesta: “No, gracias” (que ya tuviste tú dos ocasiones para investirme presidente y acabar con el gobierno de Rajoy, las rechazaste y ya no te quedan más oportunidades; porque, aunque Pedro negó tres veces a Cristo y no pasó nada, a Pedro no se le puede negar más de dos veces. Ala, chúpate esa.
No va a ser Podemos, ni el PP, ni la Virgen del Rocío quienes acaben desmembrando al PSOE, va a ser él mismo. Arrieros somos y en el camino nos encontraremos.