viernes, 1 de julio de 2022

EL FINAL DE UNA IDEA

Probablemente los filósofos jónicos fueran los primeros que empezaran a concebir la idea del progreso. Al menos, la teoría de Anaximandro sobre el origen de la vida implicaba la idea misma de evolución. Según él, los primeros antepasados de los seres humanos habían surgido del mar, y habían ido perdiendo su corteza lentamente hasta transformarse en esa criatura llamada hombre. Por lo tanto, si el progreso era posible en la biología, ¿por qué no en la Historia y en la sociedad? También Epicuro fue uno de los primeros pensadores en creer que un progreso de la humanidad era posible.

    A esta idea de progreso, como a tantas otras, se opuso con fiereza la Santísima Trinidad Sócrates-Platón-Aristóteles. Platón, por ejemplo, hizo cuanto pudo para evitar que los conocimientos adquiridos en la matemática y la geometría se aplicaran a la mecánica e incluso al arte de la guerra, tan trascendental y querido para él. Y por supuesto, para el cristianismo que sucedió al pensamiento clásico, la idea del progreso era más impensable todavía. El único futuro concebible era esperar a la parusía o al fin del milenio. Este rechazo a la técnica no sólo propició el hundimiento económico de todas las sociedades de la antigüedad, sino que hizo imposible cualquier evolución del pensamiento.

    La salida de las tinieblas fue difícil. Los avatares por los que tuvieron que pasar personajes como Copérnico, Giordano Bruno, Galileo, son demasiado conocidos como para alargarse en contarlos ahora, pero el sacrificio de estos hombres excepcionales consiguió que poco a poco las autoridades del pasado ya no fueran reverenciadas más que de boquilla mientras se las pisoteaba por la vía de los hechos.

    China fue otra civilización inmune a la idea del progreso. Capaz de realizar los inventos más revolucionarios –pólvora, brújula, imprenta–, careció del impulso occidental para sistematizar toda esta inventiva en un método científico constante, algo que sí supo hacer la burguesía europea. Cuando un navegante chino tocaba tierra extranjera, su reacción más habitual era observar casi con desprecio a esos pueblos más atrasados que el suyo, y aconsejar a sus gobernantes que no valía la pena perder el tiempo con aquellos bárbaros. La idea de colonización –y por tanto de explotación– fue una idea puramente europea, compartida quizá por algunos otros pueblos orientales como los persas que ya habían sido derrotados en el pasado.

    Fue en los siglos XVII y XVIII cuando una auténtica teoría del progreso empezó a aflorar en Europa. El antropocentrismo basado en la religión empezó a ser reemplazado por el antropocentrismo basado en el poder de la inteligencia humana. Algunos de los primeros apóstoles de dicho progreso fueron ingenuos y extravagantes, como por ejemplo el abad de Saint-Pierre, un religioso que pretendió hallar la solución por medio de la racionalidad a problemas tales como la supresión de la miseria o de las guerras, desmintiendo ideas propias del Medievo tales como la supuesta degeneración de la especie. El abad y otros pensadores de su época argumentaban por el contrario que la especie humana estaba todavía en su juventud, mientras que en la época de los grandes pensadores griegos había estado en su niñez, y que la riqueza del pensamiento humano podía aumentar de generación en generación hasta alcanzar una madurez plena.

    Pero la auténtica apoteosis de la idea del progreso en Occidente se dio en el siglo XVIII, y concretamente en Francia. Diderot escribió cosas como la siguiente: “Una idea que nunca hemos de perder de vista es que si alguna vez desterráramos al hombre, es decir, al ser pensante y contemplativo, de la faz de la tierra, este patético y sublime espectáculo de la naturaleza se convertiría en una escena de melancolía y de silencio. Es la existencia del hombre la que da interés a la existencia de otros seres… ¿Por qué no habríamos de convertirle en el centro común? El hombre es el término único del que debemos partir”. El “roseau pensant” –junco pensante– de Pascal se había convertido en otro ser distinto. Si Pascal resaltaba la fragilidad del ser humano, los enciclopedistas querían convertir esa fragilidad en fuerza, una fuerza que transformase no sólo las ciencias sino la sociedad en la que vivían. Ninguno de los enciclopedistas predicó de manera abierta la revolución, pero a la larga su pensamiento debía tener consecuencias revolucionarias. Voltaire, ese dramaturgo que escribió más obras de teatro que el mismísimo Shakespeare y por lo menos tantas como Corneille o Racine, pero al que ahora sólo recordamos por sus escritos filosóficos, era uno de los enciclopedistas más destacados, y sus críticas contra la religión establecida fueron demoledoras. El terremoto de Lisboa de 1755 fue utilizado por él para ridiculizar la fe católica. ¿Cómo podía ser que una de las ciudades más piadosas de Europa hubiera sufrido una catástrofe natural de esa envergadura que causó más de 60.000 muertes? El argumento tradicional de la religión hubiera sido que probablemente aquella ciudad se lo merecía por sus muchos pecados. Pero ese tipo de razonamiento ya no resultaba aceptable. En su Poema sobre el desastre de Lisboa Voltaire expresó todo el horror que ese acontecimiento le había causado.

    Pero ya entonces los enemigos de la idea del progreso empezaron a asomar. Y al menos uno de ellos se encontraba entre las filas de los mismos enciclopedistas. Para sorpresa y escándalo de casi todos sus contemporáneos, Jean Jacques Rousseau adujo que lo sucedido en Lisboa era culpa de los propios humanos y la civilización que habían construido, ya que si se hubieran quedado en una estado civilizatorio más próximo a la naturaleza, no habría habido altos edificios en Lisboa sino simples cabañas, y con ello se habrían evitado miles de muertes. Aparte de esta boutade, Rousseau desconfiaba enormemente de la civilización. Según él, el progreso material no tenía otro resultado que el de ahondar las diferencias sociales, tal y como expuso en su “Discours sur l’origine et les fondements de l’inegalité parmi les hommes”, y acarreaba además la pérdida de la virtud y la proliferación de los vicios. (De hecho, el mismo Epicuro también se había opuesto en su día a la polis griega por motivos similares). De no haber escrito con posterioridad “El contrato social”, probablemente Rousseau habría caído en el olvido o sería recordado como una especie de predicador ginebrino no muy alejado de Calvino. A Voltaire, por el contrario, le preocupaba muy poco el tema de la pobreza que pudiera surgir del progreso de la civilización, y en nuestros días sería probablemente un socioliberal o algo parecido.

    Tras la caída de Napoleón, la Revolución Francesa parecía muerta y enterrada, pero la idea del progreso ya era inseparable de la historia de Occidente. Como había advertido Rousseau, la revolución industrial acarreó toda clase de miserias y de explotaciones entre las poblaciones obreras del siglo XIX, pero la suerte ya estaba echada; el progreso a todo precio era la solución a todos los problemas. Claro que el progreso también tenía quien lo parodiaba. Por ejemplo, Gustave Flaubert en su novela Bouvard y Pécuchet, una especie de Don Quijote y Sancho Panza de la ciencia y el conocimiento, quienes saldan todas sus investigaciones en los campos del saber con un fracaso tras otro.

    Entretanto, las teorías marxistas, a su vez derivadas de la concepción dialéctica y teleológica de la historia de Hegel, se difundían primero por toda Europa y después por casi todo el mundo. Esas teorías parecían encumbrar el progreso de una vez por todas, dándole un sentido a la aparentemente caótica existencia humana. La Revolución de Octubre, ese colofón a la Primera Guerra Mundial que la burguesía de todo el mundo hubiera querido evitar por todos los medios, parecía la culminación de ese proceso.

    Si después de la Revolución Francesa la idea del progreso había parecido sospechosa a las clases dirigentes, la revolución bolchevique inspiraba auténtico pánico. El novelista decimonónico Theodor Fontane, una especie de versión prusiana de Balzac, Dickens o Galdós pero con algo menos de talento, ya había sentado cátedra al respecto, diciendo no sólo que únicamente el progreso material era posible pero no el moral, sino que el apoderarse de la propiedad de otros era un robo. Y esta se convirtió en la ideología no oficial pero real de la burguesía durante la mayor parte del siglo XX; no sólo todo conocimiento era subjetivo, y, por lo tanto, el materialismo dialéctico erróneo, sino que una sociedad socialista no era ni posible ni deseable. Hegel sólo fue sacado del cajón de los recuerdos tras el colapso del bloque del Pacto de Varsovia, cuando el oportunista pensador Francis Fukiyama –¿quién se acuerda ya de él?– se apresuró a proclamar el fin de la Historia, materializado en una feliz Arcadia planetaria global y neoliberal.

    En definitiva, la idea de un progreso que no sea meramente tecnológico es ya una idea muerta. Al menos, para el mundo capitalista y tecnofeudal en el que vivimos actualmente, en el que cada vez menos individuos, agrupados en organizaciones cada vez más elitistas y alejadas de la realidad de los individuos comunes, toman decisiones que afectan a la especie entera. La depredación le ha tomado el relevo a la evolución de una manera al parecer definitiva.

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