viernes, 29 de octubre de 2021

UNA POLÉMICA ¿OLVIDADA?

Durante décadas ha circulado la idea de que el colonialismo había acabado tras la Segunda Guerra Mundial al alcanzar las antiguas colonias de las grandes potencias europeas su independencia formal. De hecho, todo parecía confirmar esta teoría. Las debacles se sucedían para viejos imperios como el francés o el británico, por no hablar del español, definitivamente hundido desde la guerra de Cuba del 1898. La guerra de Suez, con el patético papel jugado tanto por la Gran Bretaña como por Francia, parecía  seguir la misma tendencia. Y la guerra del Vietnam, con el fracaso primero francés, y después del todopoderoso imperio norteamericano, en sofocar las ansías de independencia de un atrasado país asiático, parecía el aldabonazo definitivo que ponía punto y final a cualquier atisbo del periodo colonial. Además, desde el punto de vista formal, no se trataba de una guerra para frustrar la independencia vietnamita, sino que formaba parte de una de las fases de guerra caliente de la “Guerra Fría” entre Estados Unidos y la URSS para determinar el futuro del planeta. 

En cuanto a la guerra de Argelia, tenía para Francia un significado simbólico muy similar al que la guerra de Cuba había tenido para los españoles. Se trataba de la última gran colonia, de la pervivencia de un imperio moribundo. Pero los avances del Frente de Liberación Nacional de Argelia hacían cada vez más difícil el mantener ese ya reducido estatus de potencia colonial. Y una polémica feroz estalló en la propia Francia a propósito del tema argelino que culminó en el enfrentamiento de dos grandes bandos; los partidarios de conceder la independencia y los nostálgicos del imperio colonial que no aceptaban la degradación de Francia a potencia de segundo orden. 

Esta polémica alcanzó, por supuesto, a la intelectualidad francesa, dominada en aquella época de manera especial por el pensamiento existencialista. Y, en efecto, el existencialismo se escindió en dos. Mientras Jean-Paul Sartre se dedicaba a hacer una campaña en toda la regla a favor de la independencia de Argelia, escribiendo incluso el prefacio del libro de Frantz Fanon “Los desheredados de la Tierra”, uno de los libros clave de la literatura anticolonialista, Camus, desde una postura menos ideológica pero mucho más visceral, defendió en cuerpo y alma lo que él consideraba  los derechos de los pieds-noirs, los franceses colonizadores de Argelia pero que ya llevaban generaciones viviendo allí. Las diferencias de carácter entre ambos escritores eran importantes; Sartre, más filósofo que poeta, conocía de manera exhaustiva toda la filosofía alemana desde Hegel y sus predecesores hasta Heidegger. Camus, mucho más poeta y novelista que filósofo, había hecho sin embargo sus incursiones en la filosofía con libros como “El mito de Sísifo” o “El hombre rebelde”. Mientras que Sartre era una especie de líder supremo de la intelectualidad francesa de izquierdas –satirizado a causa de  ello por Boris Vian en la novela “La espuma de los días”-, Camus era algo así como el eterno príncipe aspirante, también admirado y respetado, pero sin alcanzar el enorme prestigio intelectual de Sartre, aunque ambos tuvieran legiones de seguidores. Ambos habían militado en el PCF, pero ambos habían terminado alejándose del partido y siendo anatemizados por el mismo. Pero mientras que Sartre apareció en todo momento como demasiado “rojo” e inaceptable para determinadas élites norteamericanas, Camus, por razón de su nula ortodoxia marxista, resultaba mucho más aceptable al otro lado del Atlántico. 

Visto desde nuestros días, la postura de Sartre parece mucho más coherente con una ideología de izquierdas. Era del todo incongruente que Francia pretendiera mantener todavía una colonia en la segunda mitad del siglo XX, una época en la que la liberación de los pueblos parecía un hecho, amparada y fomentada incluso –en teoría- por las Naciones Unidas y casi todas las organizaciones internacionales. Por lo demás, Francia acababa de pasar por el trauma de su guerra del Vietnam, y era del todo irrealista empantanarse en otro conflicto similar, esta vez en Argelia. Pero la Argelia que Camus defendía era la que él retrataba en sus libros como “El extranjero” o “El primer hombre”, aquella Argelia que había sido el escenario de las primeras décadas de su vida, y que él conocía por haberla vivido con su propia carne y sangre. 

Y aquí llegamos a lo que, con el paso de los años, ha llegado a ser otro de los temas del debate sobre el colonialismo, especialmente el colonialismo francés. La propia obra de Albert Camus, junto a Kipling, el Premio Nobel de Literatura más joven de la historia (Para seguir con nuestro paralelismo, Sartre rechazaría ese mismo premio cuando le fue concedido varios años más tarde). 

Mi primera lectura de “El extranjero”, -la primera , segunda o tercera novela que leí, ahora no recuerdo exactamente-, data de cuando yo tenía nueve años. Ya ha llovido desde entonces. 

Incluso siendo un niño, lo primero que capta la atención del lector desde las primeras líneas del relato es una prosa sobria y prístina compuesta de frases muy cortas y contundentes, sin metáforas o figuras retóricas rebuscadas, pero a las que el autor sabe dotar de un gran significado. (Más tarde el propio Camus diría que uno de los escritores que más le habían influido era el autor de thrillers norteamericano James Mc Cain, el autor de “El cartero siempre llama dos veces”, y varias otras novelas del género.)  Y lo segundo más llamativo es la simpleza de la línea narrativa. Meursault, un hombre vitalista y que lleva una existencia del todo ordinaria, empleado en una oficina y que acaba de perder a su madre, conoce a un individuo de dudosa reputación que lo implica en una reyerta con unos árabes en la que Meursault mata a uno de ellos vaciando todo el cargador de una pistola que ha llegado a su poder. A partir de aquí, Meursault entra en el engranaje judicial y acaba condenado a la máxima pena. Durante la lectura de la novela, yo me enfadé tanto con el fiscal que pedía la pena de muerte para Meursault con argumentos que me parecían infames que recuerdo que arroje un par de veces el libro contra la pared de mi habitación. Pero allí estaba justamente uno de los matices que se le escapaban a ese niño que era yo; la nula importancia que tiene la víctima, el asesinado, en la obra de Camus. Un detalle que posteriormente sería analizado por autores como Edward Said y otros. 

Porque efectivamente, y hablando llano y claro, el árabe muerto le importa un comino tanto a Meursault como al propio Camus. Jamás se nos dice ni siquiera su nombre y, por supuesto, no llega ni siquiera a la categoría de villano del libro. Es, sencillamente, un muerto sin historia, anlo mismo que toda su familia. Un comparsa a partir del cual se trama el destino y la tragedia del propio Meursault. 

Por eso, y para compensar esta ausencia, el escritor en lengua francesa pero de nacionalidad argelina Kamel Daoud escribió en el año 2013 la novela “Meursault, contre-enquête” (Meursault, caso revisado). en el que cuenta la misma historia de la legendaria novela pero vista por los ojos del ya anciano hermano del hombre matado por Meursault, y todo ello con un estilo literario que recuerda de manera sorprendente y muy efectiva al del mismo  Camus. De esta manera, Daoud aporta la voz que completa la comprensión de la tragedia, y no conocemos sólo la agonía de Meursault en la prisión mientras espera la pena de muerte.

Porque tal y como subraya el ya mencionado Edward Said en su célebre libro “Orientalismo”, lo primero que hace el pensamiento colonial es apoderarse del lenguaje y del relato, así como también de la historia y de la capacidad de representación de los pueblos que domina, para definirlos y etiquetarlos según sus propios intereses y tratando así incluso de determinar su historia futura. Y todo ello por medio de un batallón de antropólogos, sociólogos, o incluso filólogos, y ya no digamos medios de comunicación, que proporcionan el fundamento y la justificación ideológica para esta dominación. 

De ahí también que Occidente prefiera tanto en el mundo árabe como en el Oriente Medio la subsistencia de regímenes oscurantistas del estilo de Arabia Saudita y las demás monarquías del Golfo a regímenes más laicos y díscolos como los de Gadafi en Libia, Mosaddeq en Irán o incluso Saddam Hussein en Iraq o Assad en Siria. 

Ahora sabemos que el colonialismo ha sobrevivido a su propia defunción oficial, tanto en Oriente Medio como en África. Lo que existe ahora es otro tipo de colonialismo mucho más insidioso y efectivo, que se ejerce a través de la intervención militar directa si es necesario –caso de Libia-  cuando no hay más remedio, o , de manera en apariencia más suave, a través de instituciones como las grandes multinacionales, el FMI, el Banco Mundial o , incluso, las Naciones Unidas, por no hablar de toda una red de ONGs que pueden desempeñar todo tipo de función, desde una ayuda a los países afectados que rara vez pasa del rango de testimonial a ser auténticos caballos de Troya que faciliten o justifiquen las intervenciones de las grandes potencias capitalistas extranjeras. Nada de todo esto podría estar más alejado de los sueños y esperanzas expresados por Frantz Fanon a finales de los años 50 del pasado siglo. 


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