lunes, 18 de octubre de 2021

En los trigales

 Yo guardo mis palabras en tu cuerpo, y el que las oiga un día, recibirá una ráfaga de trigo y amapolas. (Pablo Neruda)


Eran los últimos años de la década de los sesenta, los adolescentes vivíamos nuestro propio proceso de crecimiento, en medio del sometimiento de un orden social que prohibía la expresión natural de nuestros deseos recién descubiertos. La educación que recibíamos en la escuela estaba teñida de preceptos religiosos, de normas morales arcaicas.

Vivíamos en un barrio obrero en el extrarradio de una ciudad provinciana, habitado por ferroviarios, muchos republicanos, antifranquistas, hijos de los represaliados, torturados y asesinados durante la guerra civil y la dictadura, gente que vivía diariamente con el miedo a ser detenido por hablar o por leer ciertos libros, o por escuchar radio pirenaica, o tener en casa una carta escondida o algún panfleto que se pasaba de unos a otros. O sencillamente por ser hijos o familia de ferroviarios, gremio con el que el franquismo se ensañó. Eran los hijos de “los hijos del hierro”.

La suerte que teníamos era que el barrio se hallaba cerca de la estación de Renfe y los padres nos llevaban a respirar el vapor de las locomotoras para evitar o curar la tos ferina y los catarros (nunca he sabido la razón científica de este hecho).

Los adolescentes disponíamos de nuestro propio mundo, como una isla en medio del autoritarismo y del miedo de los adultos a las visitas de la policía. Poblábamos esa isla de cuantas cosas íbamos descubriendo, entre ellas el placer y la alegría de conocer nuestro propio cuerpo y el de los compañeros del otro sexo. Aquí es donde entra el fervor por los trigales, que comenzaban a extenderse al final de las últimas casas del barrio. 

Desde pequeños habíamos jugado entre las espigas, habíamos comido su fruto, esquivado al capataz, habíamos disfrutado en días de viento de la música que generaba su cimbreo y del placer de apretar los cuerpos juntos, tumbados durante horas hasta que llegaba el atardecer, admirando el vuelo de algún águila, esperando descubrir el canto de una calandria, el silbo de los alcaravanes o siguiendo el vuelo interminable de los vencejos que alguien nos dijo copulaban en pleno vuelo, o la estela de un avión del que caían sueños de aventuras, todo bajo aquellos cielos tan azules y tan amplios. Así, de este modo natural y espontáneo, descubrimos el placer de gozar del sexo, al lado de las amapolas, esas flores que nadie plantó y que como dice Marcel Proust, “su llama recorre los campos como un mensaje”.  Eran tardes cálidas, emocionantes, sin tiempo (decíamos), solo nos devolvía a la realidad la caída del sol, los  tonos carmines y anaranjados que poblaban el cielo anunciaban la hora de  desprendernos unos de otros y volver a casa. Costaba esa ruptura, tras los besos ininterrumpidos y las pieles adheridas con la resina del deseo. 


Recuerdo una de aquellas tardes, porque viene a colación para tratar de explicar cómo descubrimos la violencia, en contraste con nuestros sentimientos tan tiernos y cómo esa violencia genera rechazo y asco desde tiernas edades. Oímos el grito de una amiga, y toda la pandilla salimos de nuestros rincones, la vimos corriendo hacia nosotros, asustada, y tras ella un grupo de chavales algo mayores, en actitud chulesca, que la perseguían riendo, insultándola, “¿con nosotros no quieres hacerlo, guarra?” decían desafiantes. Ninguno llegó a tocarla porque inmediatamente comenzó una pelea en la que participamos todos, y que terminó con la llegada del capataz, que llevó de las orejas a alguno sangrando hasta su casa.

A partir de aquella tarde, algo se rompió en cada uno de nosotros, toda la felicidad que habíamos vivido hasta entonces en nuestra isla, se quebró por alguna esquina, y empezamos a ser conscientes de que el mundo real no estaba en los trigales donde habíamos sido libres y felices, sino en el miedo y la violencia que veíamos en los adultos y que se reproducía desde edades tempranas.

En esos momentos fue cuando comprendí por qué la vecina de enfrente llevaba moratones algunos días alrededor de los ojos, por qué de noche se la oía gritar y llorar. Y comencé a rebelarme ante las demandas de los adultos que nos decían que las niñas debíamos de ser “recatadas” porque “no éramos iguales que los niños”, que no debíamos de andar solas por el campo, que teníamos que llegar a casa antes de anochecer, que no debíamos usar ropa provocativa (minifalda entonces), que no nos resistiéramos si alguien trataba de abusar de nosotras. Comencé a rebelarme porque algunas madres del barrio culparon a las nuestras de haber sido tan permisivas y dejarnos ir a los trigales con los niños. 

“El canto de las espigas”, Maruja Mallo, 1939

Reflexionando más tarde, ya de adulta, me di cuenta que mi compromiso social se generó durante esos años de adolescencia, tomé conciencia de que todo el miedo y el dolor que observaba en el mundo de los adultos se basaba en que unos eran los que mandaban y decidían sobre las vidas de los otros. ¿Cómo era posible entender que escuchar una radio, leer un texto, querernos entre las espigas o ser hijo de un trabajador, pudieran ser motivos de censura y represión?  O por qué razón algunos hombres decidían sobre la vida de sus compañeras, como el vecino de enfrente que se jactaba de ser muy macho por las palizas que le daba todas las noches a la madre de sus hijos. 

Transcurrida la mayor parte de la vida que voy a vivir, reconozco en aquellos trigales y en aquel barrio una escuela de conocimiento y de buen pan. Traigo su recuerdo al foro por si pudiera servir de acicate para rememorar las etapas de adolescencia y juventud.

Que no nos suceda lo que a los personajes de la novela “La policía de la memoria” de la escritora japonesa Yoko Ogawa, que eran perseguidos por conservar recuerdos. 

Y que nos salve esa memoria de la incomprensión hacia las generaciones más jóvenes. 

Eirene