viernes, 2 de octubre de 2020

WEIMAR ZEIT

 

No pocas de las repúblicas de América Latina han sido descritas como repúblicas bananeras; Honduras, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, y muchas más, naciones todas ellas que han sufrido  uno o más golpes de estado propiciados por el gran vecino del norte a lo largo de su historia. El hecho novedoso de estos tiempos es que los mismos Estados Unidos estén a punto de convertirse en una república bananera más. 

Desde siempre se han puesto en cuestión muchos de los aspectos de la tan celebrada democracia americana. Empezando por los auténticos motivos de los llamados “Founding Fathers” al independizarse de Gran Bretaña –preservar la esclavitud y no tener trabas para extenderse más allá de los Montes Apalaches, por ejemplo-y, tras la Guerra Civil,  la descarada discriminación racial practicada contra los negros en cuanto terminó el “Reconstruction period” (1865-1876) en los estados del sur, y se inauguró la llamada época de Jim Crow, que duró hasta los años 60 del siglo XX. Una época en la que cualquier pretexto era bueno para privar a los ciudadanos de color de su derecho al voto; pruebas de alfabetismo, el pago de determinados impuestos que en la práctica sólo se exigían a los negros, o la pura y simple intimidación por parte del Ku-kux-klan y sus secuaces. Por no hablar de las periódicas cazas de brujas contra marxistas y comunistas o supuestos comunistas, la más famosa de las cuales fue la del senador Mc Carthy. O los curiosos y luctuosos años 60, con los asesinatos a manos de “desequilibrados”, de personajes como John y Bob Kennedy, Martin Luther King, Malcolm X, o el menos conocido Fred Hampton –este último en una emboscada policial-.  Todos ellos producidos en la década postrera de J. Edgar Hoover al frente del FBI. Pero con la época Trump se han producido algunos fenómenos nuevos. No es sólo que el presidente se haya convertido en el principal conspiranoico del país, sino que ha anunciado con meses de antelación que no va a aceptar ningún resultado que no le de cómo ganador de las próximas elecciones de noviembre, a la par que limita las posibilidades de voto de millones de ciudadanos mediante un nada disimulado sabotaje del voto por correo. 

 


Paralelamente, el mismo presidente Trump ha protagonizado la más esperpéntica campaña –o anticampaña) contra el coronavirus de cualquier país civilizado y/o moderno. Empezó diciendo que el virus era “un invento de los demócratas”, luego dijo que se desvanecería “as if in a miracle” en abril, pero en realidad, como sus entrevistas recientemente conocidas con el periodista Bob Woodward han revelado, era del todo consciente de la gravedad de la pandemia, de la cual era advertido de manera constante por todos sus asesores. Mientras que China, el supuesto rival por el control del planeta, controlaba la pandemia con una notable eficiencia, Estados Unidos era un caos de ordenes y contraordenes en el que los estados competían entre ellos para conseguir los mejores equipamientos de protección básica para el personal médico, los geles hidroalcohólicos y los respiradores, la gran mayoría de todos ellos fabricados en la misma China. Corea del Sur, Vietnam, Nueva Zelanda, Alemania, son sólo algunos de los países que han controlado la pandemia con mucha mayor eficacia que la supuesta primera potencia mundial. 

Y sin embargo, todo este aparente desastre no hace apenas mella entre los votantes de Trumpenstein. Tampoco el hecho de que la economía haya entrado en barrena y de que ya sea un hecho comprobado –antes de la aparición del coronavirus- que Trump ha sido del todo incapaz de cumplir su promesa de recuperar los empleos industriales que se esfumaron de los Estados Unidos en dirección a otros países desde el inicio de la supuestamente década prodigiosa de los ochenta. Parece que son otros factores los que de verdad determinan el apoyo de los votantes republicanos. Quizá la previsión estadística de que para el año 2044 los WASP (White AngloSaxon Protestants) ya no serán mayoría entre la población estadounidense , desbordada con el mestizaje de latinos, negros, orientales….Ya ni siquiera los vaivenes de la economía parecen importar, sino tan sólo la cuestión primitiva del “Blut und Boden” propugnada por los nazis en la década de los treinta. En cuanto a los muertos de la pandemia, se les sacrifica alegremente en pos de un supuesto relanzamiento de la economía, algo que no parece cambiar el sentido del voto mientras la mayoría de muertes sigan sumándose entre negros y latinos. 

En Europa , tierra original del nazifascismo propiamente dicho, el panorama no es muy diferente. Con muy raras excepciones, todos los países europeos tienen ya ahora un fuerte partido neofascista. En Francia se ha podido evitar hasta ahora que el FN llegue al poder, pero la amenaza de Marine Lepen sigue presente, arrastrando tras de sí a un electorado primordialmente obrero que dos generaciones atrás votaba al PCF. En Alemania, AfD (Allianz für Deutschland) practica una infatigable labor de zapa. Se esfuerza por penetrar en los sindicatos obreros, en la policía y fuerzas de seguridad del estado, en las confesiones religiosas, en los numerosísimos “Vereins” –asociaciones- de todo tipo que existen en el país… Por el momento no han tenido mucho éxito y son repelidos de manera sistemática, tanto por los líderes sindicales como por el propio gobierno, que no duda en purgar la policía de elementos neonazis indeseables. Pero poco a poco su mensaje va calando, especialmente sus diatribas contra los inmigrantes que han llegado a Europa durante la última década huyendo de las guerras propiciadas por Estados Unidos y sus países adláteres en Afganistán, Iraq, Libia, Siria, Somalia, etc. 

Los resultados de la política neoliberal emprendida por Occidente en los últimos cuarenta años. Mediante el control absoluto de la información, los medios de comunicación –en 1983 cincuenta conglomerados dominaban el 90% de la información en Estados Unidos, ahora son sólo cinco: Time Warner, Disney, Murdoch’s News Corporation, Bertelsmann y Viacom- , la toma de las cátedras universitarias, en definitiva, el triunfo del pensamiento único neoliberal, se ha conseguido desmantelar y desprestigiar cualquier alternativa al sistema capitalista, pero no se ha conseguido suprimir el descontento consecuencia del mismo sistema. Lo que se ha conseguido es desplazarlo hacia el paleocapitalismo fordista y el neofascismo. La tendencia , que debería ser reforzada por todo lo ocurrido durante la pandemia en cuanto a ausencia de recursos propios en los hospitales, es hacia un replanteamiento autárquico y autosuficiente de la economía como rechazo al globalismo neoliberal. 

Pero también para eso se ha hecho tarde. Los estados han perdido por completo el control sobre las multinacionales, y ya no digamos sobre las multinacionales de las telecomunicaciones. Trump sabía que mentía –también en eso- cuando prometió a los “bluecollars”  americanos que sus puestos de trabajo volverían. ¿Qué es lo que ha podido cumplir de su programa electoral? Todo lo referente al odio; la xenofobia, el fundamentalismo religioso excluyente, el racismo, la misoginia… Y Trump sabe que los suyos le perdonarían que se liase a tiro limpio en la Quinta Avenida. Para revertir el proceso de deslocalización de las grandes multinacionales de las últimas décadas, por no hablar del creciente automatismo de los procesos de producción, haría falta una estatalización total de la economía. preferiblemente en varios países a la vez. Algo a lo que el capitalismo se opone con todas sus fuerzas, un capitalismo que, incluso dentro del Partido Demócrata, se sentía más aliviado viendo a Trump en la Casa Blanca antes que a un socialdemócrata como Bernie Sanders. 


 



Hacia 1928, el canciller de Alemania era el socialdemócrata Hermann Müller. Al sobrevenir el crack del 29, Müller siguió las recetas típicas de los economistas de la escuela austríaca: rebajó los impuestos a los ricos, impulsado también por sus aliados de gobierno de centroderecha. Müller decidió dimitir cuando dichos aliados tampoco le permitieron proporcionar subsidios a los tres millones de parados que había en Alemania en aquella época-el desempleo llegaría más tarde a los seis millones de personas-. Müller fue sucedido por Heinrich Brüning, del Partido del Centro, quien llevó a cabo lo que ocho décadas más tarde llamaríamos en Europa “austericidio”. Muchos años más tarde, cuando el economista norteamericano John K. Galbraith le preguntó si creía haber hecho lo correcto, el tal Brüning, muy ufano, contestó de manera afirmativa y sin la menor vacilación. 

El resultado de todo ello fue el ascenso al poder del NSDAP y la carrera de Hitler hacia la locura y la guerra. Se dice en favor de Trump que todavía no ha empezado ninguna guerra, sino que ha heredado las que le dejaron sus antecesores en Afganistán y en Siria. Pero tampoco Hitler declaró ninguna  en sus primeros cuatro años en el poder. 


Veletri