viernes, 30 de octubre de 2020

El Progreso nos ha hecho sus esclavos

 

 No es que uno fuera una persona lúcida desde la infancia, sino que había mucho sentido común en casa, compartido por tantísimos hogares con la mentalidad de posguerra. Nos permitió crecer razonablemente sanos, despiertos y con cierta solidaridad. El objetivo era vivir un poco mejor que nuestros padres, y nuestro sueño, disfrutar de una libertad política y cultural que se nos negaba: yo he tenido en  mis manos demasiados libros con el "nihil obstat" impreso (el sello con el que la censura eclesial autorizaba la publicación de textos que no fueran contra la moral y las buenas costumbres que exigía para los españolitos la Santa Madre Iglesia Católica, apostólica y romana).

En la escala de valores, teníamos claro "Pobre, pero honrado", donde lo ilegal era también inmoral,antisocial y vergonzoso. Al delincuente sólo se le aceptaba si era un robagallinas para dar de comer a su familia. 
En el aspecto material, nos sentíamos afortunados por tener "un cacho pan" (y una buena olla de legumbres, y pollo los domingos), por poder abrigarnos lo suficiente, aunque hubiera que zurcir alguna rodillera y porque había una estufa de butano para suavizar el frío invernal, que requería estar con jersey en casa. 
A nadie se le ocurría "cambiar de muebles", sino sólo de colchón cuando los muelles amenazaban con pincharnos. Esa austeridad permitía que no faltaran libros en casa, cuantos fueran necesarios para completar los estudios y los que llegaran de ficción en los regalos de Reyes, cumpleaños y santos, que también se celebraban en casa, sin soñar en ir a un restaurante.

No voy a hacer un panegírico de los tiempos pasados, ni extenderme en otros diversos aspectos de la vida familiar en tiempos de Franco, cuando mi padre se cuidaba mucho de expresar sus opiniones políticas o religiosas, aunque procuraba dejar caer cierto escepticismo hacia el Destino en lo Universal que proclamaba el Movimiento en sus manuales escolares y en el telediario de la única cadena.

Pretendo reflexionar sobre lo cerca que estuvimos, posiblemente Europa más que España o EEUU, de haber logrado que todos pudiéramos vivir dignamente. Prefiero hablar de lo que conozco, y por eso usaré la metáfora del juego de las Siete y media: consiste en, a partir de una carta, hacer una apuesta contra la banca de acercarse al valor de siete y media, pero sin pasarse. Se van pidiendo cartas, y uno puede plantarse cuando lo estime. Sólo cuando todas las apuestas están cerradas, la banca hace su juego, y también se puede plantar. Si se pasa, paga a todos. Pero si se planta, todos los que no lleguen o la igualen, tienen que pagar la apuesta. Con lo que sólo quien gane, cobra su apuesta.

Pues el Sistema capitalista nos metió en ese Juego: apostamos nuestro tiempo, nuestra vida, en ganar lo más posible, partiendo de la carta que hemos recibido inicialmente. Estudios, empleos, chapuzas o negocios, inversiones o chanchullos, para acercarse a lo que uno sueña como Éxito. PERO las cartas son traidoras, y a veces nos pasamos: se nos va la mano y enfermamos, envejecemos o traicionamos lo que sentíamos más valioso (amistades, principios) y toda la jugada de desmorona de un plumazo. Hasta ahí, el juego parecía razonable: 

si te plantas, si no fuerzas las cosas, la vida será tibia, previsible, segura. PERO no contábamos con la Banca: ella apuesta Contra nosotros, poner sus reglas que cambia a su antojo (beneficios privados pero pérdidas públicas). 

Resulta que la gran corporación en la que entramos de botones y ascendimos con un trabajo honesto y cursos de formación, ya no nos considera un trabajador ejemplar, sino un gasto del que prescindir porque la externalización y deslocalización son aún más rentables. 

Resulta que haber confiado nuestra vejez a un plan de pensiones sólo supone evitar impuestos actuales, para encontrarnos que el beneficio de lo ahorrado se ha quedado en comisiones y el capital está mermado por la inflación. 

Resulta que la Seguridad Social a la que hemos contribuído durante décadas está tan saqueada y esquilmada, que cuando llega la Pandemia nos toca ser nominados para un triaje con destino a la morgue del Palacio de Hielo.






La Banca no es tonta, dispone de las Escuelas de Negocios no tanto para enseñar a rapiñar, sino para captar a los socios que necesita para extender sus redes: allí entró Urdangarín para que el ilustre y brillante Torres le guiara como regio Cobrador del Frac hacia Valencia y Baleares. ¿Recordamos a Álvarez Conde, patrocinador de los másters para embellecer los patéticos currículum del PP? Tampoco olvidemos el uso que se hace de los medios de comunicación para que creamos que no hay alternativa al sistema.

Pero no echemos toda la culpa a la Banca: cada persona tiene su propio criterio, y cada uno sabe cuánto está abarcando más de lo que puede apretar, y a qué está renunciando cuando se mete en la carrera por ser el más rico del cementerio. He tenido amigos que su padre era pluriempleado para tener una casita en la sierra, y para eso se perdió la infancia de sus hijos y la propia salud. He conocido varias personas que han llegado al nivel de máxima incompetencia, y están cobrando un sueldo que no les compensa la frustración de haber abandonado una tarea satisfactoria para ellos que hacían muy eficazmente para todos.

Mi padre decía: "Hemos pasado de golpe de la alpargata al coche". Qué lástima que no hayamos sabido apostar por la bicicleta para que las ciudades no fueran un infierno de coches, inhóspitas para la infancia. 
Una pena que no hayamos reivindicado con más convicción transportes públicos dignos, que son los que de verdad menos contaminan: hasta un bus de gasóleo contamina menos que la producción de veinte coches eléctricos, y no se come todo ese espacio de aparcamiento que demanda el vehículo privado. 
Un derroche que, en vez de fábricas, hemos usado el cemento para construir segundas residencias en lugares idílicos que dejaron de serlo al ser urbanizados. Somos el Rey Midas pero al revés: todo lo que tocamos, lo convertimos en mierda.

Los ancianos y ancianas que se han salvado, milagrosamente, de la Pandemia, nos deben estar mirando con el mismo desprecio con que contemplaban en su juventud al fanfarrón del cortijo montado a caballo, incapaz de valorar lo importante ni de dar las gracias a quien le daba de comer. Con la socarronería de estar de vuelta de todo, nos recordarán su frase "Prefiero comer una sardina debajo de un puente, que estar presa en un palacio"...y encima, el nuestro es sólo virtual, hecho sólo de pantallas.




Sentido Común