viernes, 4 de febrero de 2022

El cuento del ogro

Pasatiempo primero de la jornada primera

Antuono de Marigliano es despedido por su madre por ser el archipámpano de los idiotas y se pone al servicio de un ogro; este le hace regalos cada vez que Antuono quiere regresar a su casa y no hay vez que Antuono no se deje embaucar por un posadero. Al final, el ogro entrega a Antuono un garrote que castiga su necedad, se hace resarcir por el posadero y enriquece a su familia.

   Quien dijo que la Fortuna es ciega demostró ser más sabio que Maestro Lanza1 (¡que lo parta!), pues aquella da en verdad manotazos de ciego, encumbrando a gente a la que uno no echaría ni de un campo de habichuelas y echando por tierra a los más granados de entre los hombres, como os explicaré con un ejemplo.

   Se cuenta que había una vez en el pueblo de Marigliano2 una mujer de bien llamada Masella, la cual, además de seis hijas solteras, flacas como seis estacas, tenía un hijo varón, tan patán y tan bruto que no valía ni para el juego de la nieve3, tanto es así que la madre estaba como gorrina con vinco y no pasaba día sin que le dijese: «¿Qué haces todavía en esta casa, pan maldito? ¡Ahueca el ala, granuja! ¡Largo de aquí, macabeo! ¡Que la tierra te trague, cenizo! ¡Apártate de mi vista, zampabodigos! ¡Me robaron de la cuna un niñito lindo, un pimpollo de oro, y en su lugar me pusieron a un marrano papanatas como tú!». Pero mientras ella no cesaba de decirle estas cosas, él no hacía sino silbar.

   Comprendiendo que no podía albergar esperanzas de que Antuono (así se llamaba el hijo) cambiase de vida, un día cualquiera, después de que le hubo lavado bien la calamorra sin jabón, cogió un varapalo y empezó a ponerlo como chupa de dómine. Antuono, que cuando menos se lo esperaba viose escaldado, cardado y forrado, en cuanto se le presentó la ocasión de zafarse de las manos de su madre puso pies en polvorosa y anduvo tanto que, a eso de las veinticuatro horas –cuando empezaban a encenderse los candiles en las bodegas de la Luna–, llegó a los pies de una montaña tan alta que se toqueteaba con las nubes y donde, dentro de una gruta cavada en piedra pómez y encima de la raíz de un álamo, estaba sentado un ogro, la cosa más fea que imaginarse pueda.

   Era enano y contrahecho, cejijunto, tenía la cabeza más grande que una calabaza, la frente repleta de verrugas, los ojos bizcos, la nariz chata y con dos ventanillas que parecían dos cloacas, una boca tan grande como una rueda de molino y de la que salían dos colmillos que le llegaban a los talones, el pecho velludo, los brazos en aspa, las piernas torcidas como un arco y los pies tan anchos como los de un pato: parecía, en suma, un diablo, un espíritu maligno, un repulsivo pordiosero y un perfecto fantasma que habría ahuyentado a un Orlando, espantado a un Skanderbeg4 y hecho palidecer al mejor espadachín.
   Pero Antuono, al que no movía ni el chasquido de una honda, hizo una reverencia y le dijo: «¡Hola, maese! ¿Qué te cuentas? ¿Cómo andas? ¿No hay nada que se te ofrezca? ¿Cuánto falta de aquí hasta el sitio al que voy?». El ogro, cuando hubo oído estas palabras sin pies ni cabeza, se echó a reír, y, como le hizo gracia el humor de aquel bruto, le dijo: «¿Quieres ser mi criado?». Y Antuono le respondió: «¿Cuánto das de jornal?». Y el ogro le repuso: «Si me sirves dignamente podremos llevarnos bien y no te faltará de nada». Sellaron así el pacto y Antuono se quedó al servicio del ogro, en cuya casa se comía a manos llenas y se pisaba el sapo en lo que hacía a la faena, tanto que en cuatro días Antuono se volvió gordo como un turco, orondo como un buey, airoso como un gallo, rojo como un cangrejo, verde como un ajo y panzudo como una ballena, y tan rollizo y rebultado que ya casi no podía ni ver.

   Mas cuando aún no habían pasado dos años, ya harto de toda esa grasa, se apoderó de él un enorme deseo de echarle un vistazo a Marigliano y, de tanto pensar en su casita, se había reducido casi a su traza de antes. El ogro, que podía verle hasta las entrañas y se olía cuál era la comezón de culo que lo tenía como casada insatisfecha, lo llamó aparte y le dijo: «Antuono mío, sé que ardes de ganas de ver a los de tu carne; por eso, y porque te quiero como a las niñas de mis ojos, acepto complacido que hagas este viaje y que satisfagas tus deseos. Toma, pues, este burro, que te evitará las fatigas del viaje, pero que jamás se te ocurra decirle arre, cacaoro, pues por el alma de mi abuelo juro que si lo haces te arrepentirás».

   Antuono cogió el burro y sin decir buenas tardes montó y partió al trote. Pero no había avanzado ni cien pasos cuando se apeó del burro y empezó a gritarle arre, cacaoro. Y no bien hubo abierto la boca el jumento se puso a evacuar perlas, rubíes, esmeraldas, zafiros y diamantes, cada uno del tamaño de una nuez. Antuono, con la boca abierta de par en par, miraba fijamente esas preciosas caquitas, esas soberbias diarreas y esas ricas disenterías del burrito, y, radiante de júbilo, llenó una alforja con todas las joyas, volvió a montar el burro y prosiguió su camino a buen paso, hasta que llegó a una posada. Y al momento de apearse dijo al posadero: «Ata este burro en el pesebre y dale bien de comer, pero que no se te ocurra decirle arre, cacaoro, pues si lo haces te arrepentirás. Y guárdame estas cositas en lugar seguro».

   El posadero, que era uno de los Cuatro del Arte5, un rodaballo, un maestro de malevolencia, cuando oyó esa orden estrafalaria y vio las joyas que valían una fortuna, quiso averiguar el significado de aquellas palabras. Así que atiborró a Antuono de comida y le hizo beber cuanto pudo, tras lo cual lo ayudó a acurrucarse entre un costal y una manta de paño burdo. Y apenas advirtió que se le cerraban los párpados y empezaba a roncar como un descosido, fue corriendo al establo y dijo al burro: arre, cacaoro. Y el burro, con la medicina de estas palabras, realizó la consabida labor, arrojando del cuerpo despeños de oro y torbellinos de joyas. Cuando hubo visto esa preciosa evacuación, al posadero se le ocurrió cambiar el burro y burlarse del necio de Antuono, estimando que sería fácil cegar, atar, engañar, aturdir, enflautar, coger en la soleta y dar gato por liebre a un puerco, zopenco, mentecato, badulaque y simplón como el que le había caído entre manos.

   Y al despertarse Antuono por la mañana –a la hora en que sale la Aurora a arrojar el orinal de su viejo, lleno de arenilla roja, por la ventana de Oriente– y después de que acabó de restregarse los ojos con ambas manos, de desperezarse durante media hora y de bostezar y de tirarse unos sesenta pedos dialogísticos, llamó al posadero y le dijo: «Acércate, compadre, cuentas claras y larga amistad, seamos amigos y que litiguen las bolsas: échame la cuenta y cóbrate».

   Y así, tanto de pan, tanto de vino, esto de sopa, estotro de carne, cinco de cuadra, diez de cama y quince de a vuestra salud, apoquinó la chatarra, y, llevándose el burro con una alforja llena de piedras pómez en lugar de las de engarce, partió a buen paso hacia su pueblo.

   Llegó, pues, a Marigliano, y antes de poner pie en su casa se lanzó a gritar como si le escociesen unas ortigas: «¡Corre, mamita, corre, que somos ricos! ¡Despliega manteles, extiende toallas, estira sábanas y verás tesoros!».
   La madre, con inmensa alegría, abrió un baúl en el que guardaba el ajuar de las hijas casaderas y sacó sábanas que volaban con un soplo, manteles que olían a colada, mantas de brillo deslumbrante, y lo extendió todo sobre el suelo. Antuono puso encima al burro y empezó a entonar el arre, cacaoro, mas ya podía seguir diciendo todos los arres cacaoros que quisiese, pues el burro hacía tanto caso de esas palabras como del sonido de la lira6. Con todo, Antuono repitió tres veces seguidas las mismas palabras, a las que se llevó el viento, y luego cogió un garrote inmenso y comenzó a golpear al desdichado animal; y tanto y con tal saña lo apaleó que la pobre bestia se fue de cámaras y soltó una formidable boñiga amarilla sobre los paños blancos.

   La pobre Masella, viendo esa descarga de vientre y que cuando se había hecho esperanzas de enriquecer la pobreza suya hallaba una financiación tan abundante que bien podía apestarle la casa entera, agarró un bastón y, sin darle a Antuono tiempo de mostrarle las piedras pómez, le propinó una paliza en toda regla. Y Antuono al punto se escabulló y marchó en busca del ogro.

   Éste, al verlo llegar más al trote que al paso, y dado que sabía lo que le había ocurrido porque estaba hadado, lo reprendió con dureza por haberse dejado engañar por un posadero y le dijo que era un tonto de capirote, un calzonazos, un gaznápiro, un cernícalo, un simplón, un bobalicón y un botarate por haber permitido que a cambio de un burro lúbrico de tesoros le diesen una bestia pródiga en excrementos comunes y corrientes. Antuono se tragó esa píldora y juró que nunca, pero que nunca más se dejaría burlar por un ser vivo.

   Mas no había transcurrido todavía un año cuando le volvió la misma jaqueca, muriéndose de ganas de ver a su familia. El ogro, que era feo de cara pero bueno de corazón, le otorgó su permiso y además le regaló un hermoso mantel, diciéndole estas palabras: «Llévale esto a tu madre, pero guárdate de hacer el borrico como ya hiciste con el burro y, hasta que no llegues a tu casa, no digas ábrete ni ciérrate mantel, pues si te ocurre otra desgracia sabe que la culpa será solo tuya. Y ahora vete con mis mejores deseos y regresa pronto».

   Y Antuono partió, mas apenas se había alejado de la gruta cuando puso el mantel en el suelo y dijo ábrete y ciérrate mantel, y al abrirse éste aparecieron, a millaradas, gemas, primores y archimaravillas que dejaban sin aliento.

   Antuono exclamó entonces ciérrate mantel, y, una vez que hubo recogido todas las cosas, se encaminó hacia la misma posada de la vez anterior, donde nada más llegar dijo al posadero: «Toma, guárdame este mantel, pero que no se te ocurra decirle ábrete ni ciérrate mantel». El posadero, que sabía más que Lepe, le respondió: «Pierde cuidado», y, una vez que le hubo dado de comer y de beber hasta embotarlo, lo mandó a dormir. En seguida tomó el mantel, dijo ábrete mantel, éste se abrió y ante sus ojos aparecieron portentos tales que no se lo podía ni creer. Así, habiendo encontrado un mantel igual al otro, al momento de despertarse Antuono fue y se lo endilgó.

   Y así Antuono, andando a buen paso, llegó por fin a la casa de su madre y se puso a gritar: «¡Esta vez sí que vamos a dar en los morros a la pobreza, esta vez sí que acabamos con trapos, harapos y andrajos!».

   Dicho lo cual extendió el mantel en el suelo y empezó a decir ábrete mantel. Pero podría haber seguido diciéndolo hasta el día siguiente sólo para perder su tiempo y no sacar ni migajas ni pajuelas. Entonces, viendo que el asunto le salía a contrapelo, dijo a su madre: «¡Que un rayo me parta! ¡El posadero ha vuelto a jugármela! ¡Pero ahora se va a enterar! ¡Más le valdría que lo hubiesen machacado las ruedas de un carro! ¡Que me quede sin el mejor mueble de mi casa si, cuando pase otra vez por esa taberna para recuperar las joyas y el burro robados, no le hago trizas todos sus cacharros!».

   La madre, al oír estas nuevas burradas, echando chispas le dijo: «¡Calla ya, hijo excomulgado! ¡Ojalá te rompas el pescuezo! ¡Fuera, que me veo las tripas y no te puedo digerir, y se me hincha la hernia y la papada se me infla cada vez que te veo delante! ¡Lárgate ahora mismo y que esta casa te queme como el fuego! ¡Vete noramala y hazte cuenta de que nunca te he cagado!».

   El desdichado de Antuono vio el rayo y no quiso aguardar al trueno, y, como si hubiese robado una colada, cabizbajo y empinando los talones fue nuevamente en busca del ogro. Y este, al verlo llegar quedo y despacito, volvió a ponerlo como ropa de pascua: «¡No sé cómo me contengo de arrancarte un ojo, charlatán, boca de pedo, carne podrida, culo de gallina, tarará, trompeta de la Vicaría7, que de todo haces un bando y siempre vomitas cuanto tienes en el cuerpo! Si hubieses mantenido la boca cerrada en la posada no te habría ocurrido nada de esto, pero tu lengua es como una polea de molino y así has molido la felicidad que te había caído de mis manos».

   El pobre Antuono, con el rabo entre las piernas, se tragó esa música y permaneció tres años tranquilo al servicio del ogro, pensando en su casa tanto como en hacerse conde.

   Pero pasado este tiempo volvieron a entrarle ganas de ir a su casa y requirió la autorización del ogro, quien, por quitarse de encima ese chinche, se la concedió, dándole un estupendo garrote labrado y diciéndole: «Lleva contigo este garrote como recuerdo mío, pero cuídate mucho de decirle levántate garrote ni échate garrote, que yo no quiero tener vela en tu entierro». Antuono lo cogió y le dijo: «¡Anda, que ya me ha salido la muela del juicio y sé cuántos pares hacen tres bueyes! ¡Que ya no soy un niño, y quien quiera burlarse de Antuono antes tendrá que besarse el codo!». Y el ogro le respondió: «La obra halaga al maestro; hembras son las palabras y varones los hechos; esperemos a verlo; tú me has oído mejor que un sordo: guerra avisada no mata gente».

   Mientras el ogro seguía hablando Antuono ya estaba camino de su casa; mas aún no se había alejado ni media milla cuando dijo ¡levántate garrote!, lo que no fue solo palabra sino también ensalmo, ya que al punto el garrote, como si tuviese un duendecillo en la médula, empezó a dar vueltas como un torno sobre la espalda del pobre Antuono, tanto que los garrotazos llovían a cielo abierto y tras un golpe venía otro nuevo. El infeliz, que se vio pisoteado y zurrado como piel de cabra, gritó en seguida ¡échate garrote!, tras lo cual el garrote dejó de hacer contrapuntos sobre el pentagrama de su espalda. Así, aleccionado a su propia costa, dijo: «¡Cojo el que huye! ¡A fe mía, que esta vez no dejo que se me escape! ¡Todavía no se ha acostado aquel al que le toca pasar la mala noche!». Y con estas ideas llegó a la posada de siempre, donde se le brindó la mejor acogida del mundo, pues ahí se sabía bien cuál era el jugo que se sacaba de semejante mollera. Y Antuono, nada más llegar, le dijo al posadero: «Toma, guárdame este garrote, pero será mejor que no le digas ¡levántate garrote!, porque si lo haces correrías peligro. Hazme caso y no te quejes luego de Antuono, que prevenido estás y mis manos están limpias».

   El posadero, contentísimo por esta tercera ventura, lo embutió bien de sopa e hízole ver el fondo del tonel, y, no bien lo hubo acostado en una yacija, fue corriendo a coger el garrote y en presencia de su mujer, a la que había llamado para que asistiese al festín, dijo ¡levántate garrote!; y éste sin más empezó a aporrear las costillas de los posaderos y a retronar zis por allá y zas por acá, yendo y viniendo como un rayo, al extremo de que el marido y la mujer se creyeron perdidos y más que de prisa, perseguidos siempre por el garrote, fueron a despertar a Antuono para implorarle misericordia. Y este, al ver que el peso caía a plomo y que el pez había picado el anzuelo, dijo: «¡No hay remedio! Moriréis a garrotazos si no me devolvéis lo mío».

   El posadero, que tenía los huesos molidos, gritó: «¡Llévate todo lo que tengo pero quítame esta maldición de la espalda!». Y para darle más garantías a Antuono mandó que llevaran todo lo que le había robado. Y Antuono, cuando tuvo las cosas en su poder, dijo ¡échate garrote!, y este se tumbó y se apartó a un lado.

   Así, con el borrico y las demás cosas, marchó a casa de su madre, donde, después de hacer una justa real con el culo del burro y comprobar las bondades del mantel, acopió muchos reales, casó a las hermanas, enriqueció a la madre y ratificó la verdad del dicho:

Dios protege a los locos y a los niños.

NOTAS:

1. En el Esopo, poema giocoso in canti XII (Venecia, 1828), compuesto por varios miembros de la Nuova Accademia di belle lettere de Venecia, se lee: «con áureo y magistral sermón, acorde con el estilo metafórico de Lanza» (IX, 94). Y a pie de página esta nota: «Lanza fue un célebre narrador de fábulas en la plaza de San Marcos de Venecia, acorde con el estilo de los peores autores del siglo XVII».

2. Comarca situada a unos veinte kilómetros de Nápoles.

3. El juego de la nieve consistiría en lanzar bolas de nieve, juego sencillo donde los haya pero demasiado complicado para el hijo de Masella.

4. En el original Scannarebecco. Se trata de Giorgio Castriota, llamado Skanderbeg, famoso capitán albanés que estuvo al servicio de Fernando I de Aragón, rey de Nápoles.

5. Los «Cuatro del Arte» y los cónsules presidían las corporaciones de las artes y de los oficios.

6. «Asinus ad lyram», dice un proverbio latino.

7. El pregonero de la Gran Corte de la Vicaría de Nápoles se anunciaba tocando una trompeta.


Giambattista Basile (El Pentamerón)