Distintas asociaciones calculan que 300.000 recién nacidos fueron robados para ser vendidos a familias pudientes entre 1940 y 1990 en el estado español, después de que la Justicia lo haya certificado por primera vez. Y aunque actualmente se estén promoviendo iniciativas parlamentarias para que este tipo de delitos no prescriban lo cierto es que sólo se puede indagar sobre los casos sucedidos en la década de los 90. Uno de los más conocidos traficantes de niños, que se enriqueció con su comercio durante décadas, el doctor Vela, no ha podido ser condenado por estos hechos pues prescribieron hace ya más de 35 años. La inmensa mayoría de los casos que llegaban a los juzgados eran archivados casi inmediatamente ante la imposibilidad de encontrar a muchos de los implicados o testigos, entre doctores, sanitarios, religiosos, padres biológicos y aquellos que no lo son, etc., ya fallecidos cuando se comenzó a investigar. Y no sólo eso, sino también por la eliminación de cualquier rastro administrativo y otros documentos que avalaran el robo del bebé, principalmente los expedientes de nacimiento en los que deberían figurar las personas que atendieron a los partos y que las clínicas aseguran no encontrar bajo el pretexto de tratarse de archivos que con el tiempo se han perdido.
Me propongo en esta entrada narrar de primera mano mi propia experiencia en un asunto de esta índole que, sin saber nada de principio ni pretenderlo, me situó como testigo de excepción en un caso típico sobre esta manera de proceder, y que mi propia indignación por lo sucedido me llevó a indagar con los resultados que al final veremos.
Tendría entonces unos 25 años. No hacía mucho que había obtenido la licencia militar después de haber estado más tiempo del, para mí, necesario vistiendo uniforme, y teniendo compañera estábamos ya haciendo planes de futuro para intentar pasar la vida juntos. Mi futura suegra me tenía en gran aprecio, siendo también el mío a la recíproca, y me confiaba todas las cuitas que creía conveniente pidiéndome siempre el parecer de las mismas… Y sucedió, que una hermana de la entonces novia mía (hoy mi mujer con más de 48 años de convivencia), que también tenía novio y que estaba haciendo la mili como marinero en Cartagena, se lió la manta a la cabeza en un repentino “contigo, pan y cebolla” marchándose a vivir con el novio mientras este cumplía su servicio militar. Algo así, y en aquella época, no fue tomado muy bien por mi suegra y, aunque no pudo impedir que se marchara, un buen día, por las no muy buenas noticias que le llegaban de su hija, decidió ir a buscarla para traérsela a casa… Y me pidió que la acompañase. Cosa a la que accedí sin ningún pero. Y nos encajamos en Cartagena en un autobús de línea…
Llegamos al cuchitril, porque vivienda no se le podía llamar, donde se alojaban cuando el novio no estaba en el cuartel, en compañía de otra chica que estaba embarazada y a punto de dar a luz. Nunca supe quien fue el autor del embarazo, ni tampoco me pareció relevante ese detalle. La cuestión es que cuando pusimos, mi suegra y yo, pie en aquella “casa”, sólo estaban ellas dos: mi futura cuñada con cara de “diosmío que he hecho yéndome de casa” y esta chica que, según supe, tenía 16 años. Madre e hija se abrazaron llorando a moco tendido, la otra con cara de compunción no sabía a dónde mirar y yo me quedé estático esperando la sugerencia de irnos a la estación de autobuses para volver a casa en cualquier momento… Y en estas que se presenta el marinero, el novio de mi cuñada a quien no conocía. Cuando vio el panorama se encabritó sobremanera y empezó a insultar y a decir que su novia no se iba de allí, mientras mi suegra porfiaba que no podía retener a nadie en contra de su voluntad. Yo, por decir algo, le comentaba con la mayor serenidad posible que en aquellas condiciones no se podía hacer una vida “normal”, y como militar que era mientras estuviese en servicio podría tener problemas por lo que estaba haciendo reteniendo a la fuerza a una chica que, por muy novia que fuese de él, no quería estar más tiempo allí… El tío, por toda respuesta cogió unos “chacos” de los que se utilizan en las artes marciales y me dio un fuerte golpe en la cabeza con ellos… Y ahí se acabó mi aplomo y paciencia enviándole una certera hostia a mano abierta que lo tumbó en el suelo. Y aunque se levantó para seguir dándome la cara volví a cruzársela de la misma manera hasta dejarlo aturdido. Y en ese momento aproveché para decirle a mi suegra que tirara de su hija, se fuesen a la estación de autobuses, pues de antemano sabíamos la hora en que salía uno para Barcelona y estaba próxima, y que no se preocupase por mí, que si no llegaba a tiempo de cogerlo ya lo intentaría con el siguiente. Y que me llevaría la ropa, o lo que sea, que mi cuñada tuviese por allí… Y así hicieron poniendo pies en polvorosa…
El marinero volvió a levantarse otra vez intentando agredirme con aquellos dos palos atados por una cadena en los extremos, pero pude agarrarlos antes de que golpeara y se los quité de un tirón mientras volvía a darle otro manotazo advirtiéndole que podíamos estar así toda la tarde… quiso salir detrás de mi suegra y cuñada y tuve que retenerlo con la suficiente fuerza como para que se aviniese a razones y dejara de hacer el burro porque conmigo no iba a poder… Y en estas que la chica, nerviosa y asustada como estaba por el espectáculo que contemplaba rompió aguas y se puso de parto poniéndose a gritar. El cobardón del marinero, cuando vio la situación, se zafó de mi agarre y se quitó de en medio dejándome solo mientras le hacía la advertencia de que no se le ocurriese acercarse a la estación de autobuses y retener a mi cuñada contra su voluntad porque le iba a dejar la cara más inflada que la que la tenía, además de llevarlo al acuartelamiento donde estaba y contar a sus superiores lo que estaba pasando… Ni me contestó, y salió como alma que lleva el demonio… En esos momentos, mi preocupación estaba en la situación de la chica aquella y sobre qué tenía que hacer para remediarlo. Le pedí que se tranquilizase, que saldría a la calle a buscar un taxi y le llevaría al hospital más próximo para que pudieran atenderla. Entre sollozos asintió, salí a la calle y con ayuda de un vecino llamamos a un taxi para que viniese rápidamente y llevar a la parturienta al hospital. Entramos de urgencias y rápidamente se la llevaron para que diera a luz. Mientras, me quedé respondiendo a los datos que me pedían y una vez terminado me indicaron que esperase en una salita, cosa que hice con agrado pues quería saber cómo acababa el parto y la solución que iban a darle a la singular situación en que se encontraba aquella chica y su futuro hijo.
Al cabo de unos minutos entró en la sala un hombre ya algo mayor vestido con bata blanca por lo que supuse que era médico, y una mujer, también de mediana edad vestida de monja. El hombre se presentó como director del centro hospitalario y presentó a la monja como coordinadora de no se qué. Volví a repetirles las respuestas a las preguntas que me hacían y que ya la enfermera me hizo en recepción y, sin entrar en muchos detalles les relaté lo sucedido. Insistían una y otra vez en si conocía a los posibles padres de la chica o algún otro familiar de la misma, así como su lugar de nacimiento y cosas parecidas. Todo esto lo negué porque en verdad, salvo que acababa de conocerla en esa situación y que tenía 16 años, poco, o nada más, podía contar de ella… “Bien, bien… (soltaba el médico), pues no se preocupe usted y ya puede irse”… “Pero, antes de hacerlo, le dije, me gustaría saber cómo está la chica y si la criatura ha nacido bien”… “¿Y qué van a hacer con ella y el bebé?”… Y me contestó con el consabido “no se preocupe, eso es cosa nuestra, está en buenas manos”… y casi me empujaban para que me fuese… Pero, insistí en quedarme pues quería saber si todo había ido bien, “creo que tengo derecho a saberlo”, acabé diciendo con cierta insistencia… Y con caras de no muy buenos amigos acabaron despidiéndose.
Nació la criatura y me avisó la misma enfermera de recepción por si quería verla detrás del cristal. Me dijo que todo fue bien y que tanto la madre como el niño estaban descansando. La chica ni se percató de que estaba yo allí, detrás del cristal que separaba la habitación, compartida con otras madres que también habían dado a luz, y ya con esa satisfacción de que todo estaba bien me fui y busqué una pensión barata donde pasar la noche. Me dije a mí mismo que al día siguiente antes de irme para Barcelona le haría una nueva visita a ver si me podía despedir personalmente de ella y si necesitaba algo. Y así lo hice…
Al entrar no estaba en su puesto la enfermera recepcionista, pero como ya me sabía el camino entré para adentro y me dirigí al pabellón donde la noche anterior dejé a la chica y su bebé. Me asomé al cristal y allí le vi, sola, sin el recién nacido, lloriqueando, y como no vi a nadie me metí para adentro dirigiéndome a su cama. Me reconoció enseguida y le pregunté cómo estaba ella y la criatura, y al nombrar a esta última se echó a llorar explicándome que durante la noche, de madrugada, se llevaron al crío con una excusa y cuando volvieron por la mañana le dijeron que el niño había muerto, diciéndome que no se lo creía, que estaba segura de que se encontraba bien y aunque insistían en su fallecimiento, a pesar de que ella lo pedía, no le dejaron ver el cuerpo… Y en ese momento empecé a atar cabos con la clase de preguntas que el día anterior me hicieron con insistencia para asegurarse de que yo era un anónimo circunstancial que se había cruzado en su vida pero nada más…
“¿¡Qué hace usted aquí!?… escuché de mala manera a mi espalda… me giré y era la monja del día anterior la que me inquiría por mi presencia. Le quise explicar que mientras esperaba el autobús que me llevaría a mi ciudad me parecía bien visitar por última vez a la chica y saber si tanto ella como el niño estaban bien… “¿¡Supongo que le habrá explicado lo que ha pasado!?”… “Sí, me ha dicho que según ustedes el niño falleció”… “¡Eso es, y como no tiene remedio váyase despidiendo porque no puede estar aquí!”, volvió a decirme imperativamente… Y mis sospechas ya se hicieron más evidentes, recordando por aquel entonces haber oído rumores a ese respecto de robar los hijos de madres solteras (y no solteras) para vendérselos a familias pudientes y sin hijos… “¿Y cómo es que no le han permitido ver el cadáver del niño, es su madre y tiene derecho?”… “¡A usted no tengo que darle ninguna explicación de nada, así que váyase de una vez!”… “¿Por qué no me enseña el certificado de defunción?”… “¡Que se vaya o llamo a la guardia civil!”… “Pues llámela, aquí espero sentado a que venga, a ver si se aclara esto”… Y, sí, al rato se presentó un cabo de la guardia civil acompañado de un número en compañía de la monja y con cara de “pero qué coño quiere el tío este”…
Me preguntó por la razón de mi insistencia, sobre lo cual la “madre” (como dijo el guardia) ya le dio explicación. Le dije que no tenía por qué poner en duda lo que me explicaron, pero habiéndome constituido en la “persona más cercana” a aquella chica por haberla ayudado tampoco era una barbaridad pedirles que me enseñaran el Certificado de Defunción que, supongo, les dije, también le habrán entregado una copia a la madre para que constase la defunción de su hijo… La discusión empezó a subir de tono, desmontándoles todas las contradicciones en que aquellos dos compinches incurrían, hasta que echaron manos de esa autoridad amenazante que se empleaba en otros tiempos para desde posiciones de autoridad atemorizarte y ser el miedo el que por fin liberase aquella controversia con la discreta retirada por mi parte. El cabo me amenazó con detenerme por “escándalo público” y que me iban a inflar a hostias en el cuartelillo, pidiendo hipócritamente perdón a la monja por lo que había dicho, y ya, encarándome a la monja le dije de “pe a pa” cuáles eran mis sospechas, y ésta, en un acto de sinceridad provocada por la alteración que tenía me contestó “que los niños nacidos del pecado no tienen futuro y que estarían mejor con una buena familia que los acogiese y quisiera, proporcionándoles una buena educación”… “Y al mismo tiempo ustedes se llenan el bolsillo... eso sí que es pecado”..., añadí yo… Y ahí el guardia no se lo pensó más, me echó las esposas a las muñecas y a empujones me sacó del hospital mientras se quedaba atrás la arrebolada monja con la cara desencajada y como un tomate…
Me metieron en el “cuatro latas” del cuerpo y durante el camino hacia el cuartel, el cabo me fue echando la filípica como si fuera mi padre… En cierto modo me daba cuenta de que al guardia tampoco le hacía mucha gracia aquellas prácticas, pero con colectivos de médicos y con representantes de la Iglesia no se discutía, participando también de la idea de que si el crío estaba vivo estaría mejor con otra familia que con su madre biológica… “Vale, le decía yo, pero al menos que le pidan permiso a la madre, ¿no?... Y la convenzan de eso”… “Ya”… respondía el cabo. Me llevó a la estación de autobuses y me soltó en ella pues consideraba que no valía la pena acusarme de nada, ya que si la cosa iba a más me veía capaz de montar un buen escándalo público porque ya vio que su presencia con otro número en el hospital no me había impresionado mucho. Lamenté que estas cosas ocurriesen impunemente y que se tendría que investigar para saber qué se hace con esos niños, a lo que el zorro viejo del guardia me contestó: “Sí, para que te encuentres el que sea el mismo fiscal quien reclama la criatura”… Me despedí y al rato monté en el autocar que me llevaba a Barcelona.
Al principio comenté que años más tarde conocí a aquel niño hecho ya un hombre, y no fue por casualidad sino que cuando llegué a Barcelona y le conté lo sucedido a mi suegra a ésta le faltó tiempo para ponerse en contacto con un comerciante con dinero que conocía de su pueblo, que no podía tener hijos con su mujer y estaba deseando “adoptar” por el medio que fuese un niño. De manera que se pusieron en contacto con el hospital y consiguieron comprar el niño por 200.000 pesetas de entonces que, a buen seguro, se repartirían la monja y el médico. Y se llevaron al crío al pueblo de mi suegra que he visitado varias veces en mi vida.
A este chico llegué a verlo y hablar con él dos veces. Una siendo adolescente pudiendo apreciar que era el verdadero retrato de su madre tal como la recordaba, y la segunda vez tenía ya más de 30 años… Hoy día, tendrá unos 45 o 46 años… Y, de momento, aún me estoy quedando con las ganas de haberle explicado lo que pasó y de cómo involuntariamente participé en su nacimiento. Es una cuestión muy difícil de abordar porque se mezclan muchas cosas y la gran mayoría tienen que ver con las emociones y los sentimientos que nunca sabes cómo van a responder ante un hecho así…
Como sabemos, la compra-venta de bebes robados ha sido una práctica que el nacional-catolicismo de la época y la mal llamada “modélica” Transición no supo, o no quiso, resolver. Es una de las grandes vergüenzas sociales que padecemos y a la que tan poca atención y recursos se le está facilitando para esclarecer todo el daño que hizo y repararlo.
Flan Sinnata