viernes, 29 de octubre de 2021

UNA POLÉMICA ¿OLVIDADA?

Durante décadas ha circulado la idea de que el colonialismo había acabado tras la Segunda Guerra Mundial al alcanzar las antiguas colonias de las grandes potencias europeas su independencia formal. De hecho, todo parecía confirmar esta teoría. Las debacles se sucedían para viejos imperios como el francés o el británico, por no hablar del español, definitivamente hundido desde la guerra de Cuba del 1898. La guerra de Suez, con el patético papel jugado tanto por la Gran Bretaña como por Francia, parecía  seguir la misma tendencia. Y la guerra del Vietnam, con el fracaso primero francés, y después del todopoderoso imperio norteamericano, en sofocar las ansías de independencia de un atrasado país asiático, parecía el aldabonazo definitivo que ponía punto y final a cualquier atisbo del periodo colonial. Además, desde el punto de vista formal, no se trataba de una guerra para frustrar la independencia vietnamita, sino que formaba parte de una de las fases de guerra caliente de la “Guerra Fría” entre Estados Unidos y la URSS para determinar el futuro del planeta. 

En cuanto a la guerra de Argelia, tenía para Francia un significado simbólico muy similar al que la guerra de Cuba había tenido para los españoles. Se trataba de la última gran colonia, de la pervivencia de un imperio moribundo. Pero los avances del Frente de Liberación Nacional de Argelia hacían cada vez más difícil el mantener ese ya reducido estatus de potencia colonial. Y una polémica feroz estalló en la propia Francia a propósito del tema argelino que culminó en el enfrentamiento de dos grandes bandos; los partidarios de conceder la independencia y los nostálgicos del imperio colonial que no aceptaban la degradación de Francia a potencia de segundo orden. 

Esta polémica alcanzó, por supuesto, a la intelectualidad francesa, dominada en aquella época de manera especial por el pensamiento existencialista. Y, en efecto, el existencialismo se escindió en dos. Mientras Jean-Paul Sartre se dedicaba a hacer una campaña en toda la regla a favor de la independencia de Argelia, escribiendo incluso el prefacio del libro de Frantz Fanon “Los desheredados de la Tierra”, uno de los libros clave de la literatura anticolonialista, Camus, desde una postura menos ideológica pero mucho más visceral, defendió en cuerpo y alma lo que él consideraba  los derechos de los pieds-noirs, los franceses colonizadores de Argelia pero que ya llevaban generaciones viviendo allí. Las diferencias de carácter entre ambos escritores eran importantes; Sartre, más filósofo que poeta, conocía de manera exhaustiva toda la filosofía alemana desde Hegel y sus predecesores hasta Heidegger. Camus, mucho más poeta y novelista que filósofo, había hecho sin embargo sus incursiones en la filosofía con libros como “El mito de Sísifo” o “El hombre rebelde”. Mientras que Sartre era una especie de líder supremo de la intelectualidad francesa de izquierdas –satirizado a causa de  ello por Boris Vian en la novela “La espuma de los días”-, Camus era algo así como el eterno príncipe aspirante, también admirado y respetado, pero sin alcanzar el enorme prestigio intelectual de Sartre, aunque ambos tuvieran legiones de seguidores. Ambos habían militado en el PCF, pero ambos habían terminado alejándose del partido y siendo anatemizados por el mismo. Pero mientras que Sartre apareció en todo momento como demasiado “rojo” e inaceptable para determinadas élites norteamericanas, Camus, por razón de su nula ortodoxia marxista, resultaba mucho más aceptable al otro lado del Atlántico. 

Visto desde nuestros días, la postura de Sartre parece mucho más coherente con una ideología de izquierdas. Era del todo incongruente que Francia pretendiera mantener todavía una colonia en la segunda mitad del siglo XX, una época en la que la liberación de los pueblos parecía un hecho, amparada y fomentada incluso –en teoría- por las Naciones Unidas y casi todas las organizaciones internacionales. Por lo demás, Francia acababa de pasar por el trauma de su guerra del Vietnam, y era del todo irrealista empantanarse en otro conflicto similar, esta vez en Argelia. Pero la Argelia que Camus defendía era la que él retrataba en sus libros como “El extranjero” o “El primer hombre”, aquella Argelia que había sido el escenario de las primeras décadas de su vida, y que él conocía por haberla vivido con su propia carne y sangre. 

Y aquí llegamos a lo que, con el paso de los años, ha llegado a ser otro de los temas del debate sobre el colonialismo, especialmente el colonialismo francés. La propia obra de Albert Camus, junto a Kipling, el Premio Nobel de Literatura más joven de la historia (Para seguir con nuestro paralelismo, Sartre rechazaría ese mismo premio cuando le fue concedido varios años más tarde). 

Mi primera lectura de “El extranjero”, -la primera , segunda o tercera novela que leí, ahora no recuerdo exactamente-, data de cuando yo tenía nueve años. Ya ha llovido desde entonces. 

Incluso siendo un niño, lo primero que capta la atención del lector desde las primeras líneas del relato es una prosa sobria y prístina compuesta de frases muy cortas y contundentes, sin metáforas o figuras retóricas rebuscadas, pero a las que el autor sabe dotar de un gran significado. (Más tarde el propio Camus diría que uno de los escritores que más le habían influido era el autor de thrillers norteamericano James Mc Cain, el autor de “El cartero siempre llama dos veces”, y varias otras novelas del género.)  Y lo segundo más llamativo es la simpleza de la línea narrativa. Meursault, un hombre vitalista y que lleva una existencia del todo ordinaria, empleado en una oficina y que acaba de perder a su madre, conoce a un individuo de dudosa reputación que lo implica en una reyerta con unos árabes en la que Meursault mata a uno de ellos vaciando todo el cargador de una pistola que ha llegado a su poder. A partir de aquí, Meursault entra en el engranaje judicial y acaba condenado a la máxima pena. Durante la lectura de la novela, yo me enfadé tanto con el fiscal que pedía la pena de muerte para Meursault con argumentos que me parecían infames que recuerdo que arroje un par de veces el libro contra la pared de mi habitación. Pero allí estaba justamente uno de los matices que se le escapaban a ese niño que era yo; la nula importancia que tiene la víctima, el asesinado, en la obra de Camus. Un detalle que posteriormente sería analizado por autores como Edward Said y otros. 

Porque efectivamente, y hablando llano y claro, el árabe muerto le importa un comino tanto a Meursault como al propio Camus. Jamás se nos dice ni siquiera su nombre y, por supuesto, no llega ni siquiera a la categoría de villano del libro. Es, sencillamente, un muerto sin historia, anlo mismo que toda su familia. Un comparsa a partir del cual se trama el destino y la tragedia del propio Meursault. 

Por eso, y para compensar esta ausencia, el escritor en lengua francesa pero de nacionalidad argelina Kamel Daoud escribió en el año 2013 la novela “Meursault, contre-enquête” (Meursault, caso revisado). en el que cuenta la misma historia de la legendaria novela pero vista por los ojos del ya anciano hermano del hombre matado por Meursault, y todo ello con un estilo literario que recuerda de manera sorprendente y muy efectiva al del mismo  Camus. De esta manera, Daoud aporta la voz que completa la comprensión de la tragedia, y no conocemos sólo la agonía de Meursault en la prisión mientras espera la pena de muerte.

Porque tal y como subraya el ya mencionado Edward Said en su célebre libro “Orientalismo”, lo primero que hace el pensamiento colonial es apoderarse del lenguaje y del relato, así como también de la historia y de la capacidad de representación de los pueblos que domina, para definirlos y etiquetarlos según sus propios intereses y tratando así incluso de determinar su historia futura. Y todo ello por medio de un batallón de antropólogos, sociólogos, o incluso filólogos, y ya no digamos medios de comunicación, que proporcionan el fundamento y la justificación ideológica para esta dominación. 

De ahí también que Occidente prefiera tanto en el mundo árabe como en el Oriente Medio la subsistencia de regímenes oscurantistas del estilo de Arabia Saudita y las demás monarquías del Golfo a regímenes más laicos y díscolos como los de Gadafi en Libia, Mosaddeq en Irán o incluso Saddam Hussein en Iraq o Assad en Siria. 

Ahora sabemos que el colonialismo ha sobrevivido a su propia defunción oficial, tanto en Oriente Medio como en África. Lo que existe ahora es otro tipo de colonialismo mucho más insidioso y efectivo, que se ejerce a través de la intervención militar directa si es necesario –caso de Libia-  cuando no hay más remedio, o , de manera en apariencia más suave, a través de instituciones como las grandes multinacionales, el FMI, el Banco Mundial o , incluso, las Naciones Unidas, por no hablar de toda una red de ONGs que pueden desempeñar todo tipo de función, desde una ayuda a los países afectados que rara vez pasa del rango de testimonial a ser auténticos caballos de Troya que faciliten o justifiquen las intervenciones de las grandes potencias capitalistas extranjeras. Nada de todo esto podría estar más alejado de los sueños y esperanzas expresados por Frantz Fanon a finales de los años 50 del pasado siglo. 


Veletri

viernes, 22 de octubre de 2021

RELATOS, FAKES Y VERDADES

 “Decir de lo que es o no es, que no es o es, es falso. Decir de lo es que es, o de lo que no es que no es, es verdadero” (Aristóteles). 

 

Desde la noche de los tiempos la verdad es algo ansiado por el ser humano, aunque quizás sólo esté al alcance de los dioses ("yo soy el camino, la verdad y la vida", Juan 14:6). La verdad tiene capacidad transformadora de la sociedad y por eso Gramsci y Lenin dijeron que "es revolucionaria". También tiene capacidad de liberación ("conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres", Juan 8.32).  No obstante es difícil alcanzarla y por eso Sócrates dijo que “sólo sé que no sé nada” y André Maurois que "la única verdad absoluta es que la verdad es relativa". Por eso Popper dice que la verdad no existe y una teoría nunca es verdadera, sino la mejor que tenemos en un momento dado para explicar la realidad. Ésa es la razón por la que hoy ya no hay verdades sino relatos y en estos tiempos de posverdades, fakes y bulos, el límite entre la verdad y la mentira es cada vez más difuso.  

 

Dicen que la verdad es un bien escaso y que la historia está llena de mentiras porque la escriben los vencedores (aunque el tiempo da voz a los vencidos). Y que la primera víctima de la guerra es la verdad. Y que del dicho al hecho hay un buen trecho. Y que una imagen vale más que mil palabras (¿no será al revés?), y más en este capitalismo de ficción, donde dicha ficción es, por definición, mentira. Será por eso que los medios de comunicación están llenos de mentiras y Noam Chomsky habla de sus “10 Estrategias de Manipulación Mediática” para el control social por los medios de comunicación. Benjamín Franklin decía que las únicas verdades indiscutibles son que nacemos, la muerte y los impuestos. Pero yo creo que hay alguna verdad más. ¿O tal vez no? 

 

El Mono Sapiens lleva siglos buscando la verdad, pero lo que ha encontrado es la verdad oficial de los poderes. Y esto es así desde que el hechicero de la tribu transmitía su verdad. Y desde que Akenatón cambió la verdad religiosa del Antiguo Egipto, eliminó todos los dioses antiguos e impuso su nuevo dios Atón. Y desde los tiempos del “Acta Diurna” de Roma, el primer periódico del que se tiene constancia. Aunque como las verdades cambiaban, los emperadores romanos imponían sus nuevas verdades con la “Damnatio memoriae” o condena al olvido de sus enemigos. Y desde entonces los poderes nos transmiten su verdad oficial. Por no hablar de verdades goebbelsianas y todo tipo de verdades políticas, históricas y culturales, relatos socialmente aceptados e incrustados en nuestros cerebros (como la verdad franquista del No-Do, “El Alcázar” y la F.E.N.). Hoy las verdades son mentiras comunicadas por una propaganda muy sofisticada y sibilina que se basa en el “Neuromarketing, Marketing Emocional y Storytelling”. Se trabaja en las emociones y se crean historias falsas para transmitir a los consumidores “la verdad”. Informaciones que pasan directamente al tálamo y amígdala sin que procese el lóbulo frontal. O sea, mentiras y más mentiras a tutiplén (ahora se llaman fakes y bulos). 

 

Pero como el Mono Sapiens es listo y crítico, descubrió esas mentiras y se puso a buscar la verdad estrujándose las meninges con los ladrillazos filosóficos del racionalismo, empirismo, idealismo, romanticismo, positivismo, marxismo y todos los ismos posibles. Y cuando creía que había llegado a la verdad, resulta que llega el modernismo y pone en tela de juicio lo anterior y descubre el pastel, sus mentiras y sus falsas verdades. 

 

Vale. Pero tras darnos cuenta de estas mentiras, ¿Dónde está la verdad tras la deconstrucción sistemática de los paradigmas tradicionales? Si la modernidad es la mentira continua del falso horizonte del presentismo actual y la postmodernidad es la realidad troceada en universos fragmentados que corresponden a microrrelatos impregnados de individualismo, incertidumbre y subjetividad, ya no sabe uno dónde está la verdad. Porque, como decía Foucault, no hay conocimiento objetivo, sino epistemes o sistemas de conocimiento creados por grupos concretos para defender su poder. Y como según François Lyotard ya no son posibles los grandes relatos en la postmodernidad, la verdad hoy estaría conformada por pequeños microrrelatos o metanarrativas , con las consiguientes incredulidad y escepticismo sociales. Y si en el mundo actual todo es incertidumbre, individualismo y subjetividad ¿Dónde queda la verdad y la objetividad? ¿en proposiciones discursivas y trampas de lenguaje interesadas, como decía Wittgenstein? ¿en el pensamiento débil de Vattimo? ¿en el relativismo y el pensamiento líquido de Bauman? 





Tras las sólidas verdades ideológicas del comunismo, socialismo, anarquismo, liberalismo y demás ismos de la modernidad, llega la verdad de la postmodernidad, que es la incredulidad en los grandes relatos y el fin de las certezas del pensamiento. Así que terminamos con la cabeza caliente y los pies fríos rumiando conceptos y sin saber si la verdad está en la Postmodernidad, la Sobremodernidad, la Modernidad Líquida, la Modernidad Débil, la Segunda Modernidad, la Modernidad Tardía, la Ultramodernidad, la Automodernidad, la Transmodernidad, la Altermodernidad, la Post-postmodernidad y demás hallazgos lingüísticos y ocurrencias. Coño, muchos palabros, muchos pensadores y pocas verdades. Seguimos a oscuras y sin certezas. Quizás por eso Zizek nos invita a "desear lo imposible" y dar la bienvenida al "desierto de lo real" (desierto de la verdad, añado yo). 

 

 Resumiendo, tras las verdades duras y tradicionales, su deconstrucción por la Modernidad y los pequeños relatos fragmentados de la Postmodernidad, ¿qué nos queda? ¿el pensamiento blando, débil, líquido y postmoderno que arrasa con esas verdades duras? ¿la sustitución de la verdad filosófica por la verdad de comunicadores creativos y embaucadores imaginativos? (que hablan mucho de “reinventarse” y vaya si inventan) ¿la fría verdad tecnológica? ¿la cálida verdad del misticismo "prêt a porter" y espiritualidad new age neohippie? ¿las verdades culturales de Occidente, Oriente e Islam? ¿la  verdad del hedonismo nihilista de la sociedad occidental?  ¿la verdad del neomarxismo cultural  woke que habla de desmontar todo para volverlo a montar desde cero en un nuevo reinicio? (porque la democracia liberal está podrida de raíz y no hay que mejorar ni ampliar sus valores, sino destruirlos y sustituirlos por otros nuevos). 

 

Tras las verdades de políticos encorbatados y atildados, las verdades dudosas de pensadores ocurrentes, las falsas verdades de historiadores interesados y las verdades de la televisión con sus realitys de casquería, ¿podría la ciencia darnos la verdad definitiva basada en la evidencia del método científico? Pues quizás. Aunque no sé yo, porque la verdad científica no siempre es objetiva e incluso las matemáticas podrían mentir. Aunque si la Inteligencia Natural falla, podríamos echar mano de la Inteligencia Artificial. Pero como la IA no tiene emociones, podríamos concluir que tampoco da verdades al 100%, porque le falta esa verdad emocional. Y como en el cerebro humano la razón y la emoción van de la mano, pues seguimos en bragas porque si falta una de ellas no hay verdad. Pero tranquilos, la Neurociencia nos dice que el cerebro no busca la verdad sino sobrevivir. 

 

 Como me dijo un amigo, “no me cuentes verdades, que tengo las ideas claras”. O lo que es lo mismo, al final hay tantas verdades como seres humanos porque cada uno tiene su verdad personal. Y es que en este mundo traidor no hay verdad ni mentira, todo es según el cristal con que se mira (eso decía Campoamor). Por eso Antonio Machado decía “¿tú verdad? no, la verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela”.   

 

Mientras seguimos a la búsqueda proustiana de la verdad perdida necesitamos referentes y guías y por eso el ilustre Franco Battiato buscaba “un centro de gravedad permanente”. Y mientras lo buscamos, el pensamiento no para: como cantaba Ana Belén, “el pensamiento no puede tener asiento, el pensamiento es estar siempre de paso”. Entonces, ¿llegaremos algún día a la verdad? Ganas me dan de decir que no. Si acaso la puntita. Y a duras penas. Parafraseando a Machado, quizás la verdad esté en “los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón”. Porque somos caminantes que hacen camino al andar en busca de la verdad. Sísifos eternos buscando respuestas verdaderas. 






Un Tipo Razonable

lunes, 18 de octubre de 2021

En los trigales

 Yo guardo mis palabras en tu cuerpo, y el que las oiga un día, recibirá una ráfaga de trigo y amapolas. (Pablo Neruda)


Eran los últimos años de la década de los sesenta, los adolescentes vivíamos nuestro propio proceso de crecimiento, en medio del sometimiento de un orden social que prohibía la expresión natural de nuestros deseos recién descubiertos. La educación que recibíamos en la escuela estaba teñida de preceptos religiosos, de normas morales arcaicas.

Vivíamos en un barrio obrero en el extrarradio de una ciudad provinciana, habitado por ferroviarios, muchos republicanos, antifranquistas, hijos de los represaliados, torturados y asesinados durante la guerra civil y la dictadura, gente que vivía diariamente con el miedo a ser detenido por hablar o por leer ciertos libros, o por escuchar radio pirenaica, o tener en casa una carta escondida o algún panfleto que se pasaba de unos a otros. O sencillamente por ser hijos o familia de ferroviarios, gremio con el que el franquismo se ensañó. Eran los hijos de “los hijos del hierro”.

La suerte que teníamos era que el barrio se hallaba cerca de la estación de Renfe y los padres nos llevaban a respirar el vapor de las locomotoras para evitar o curar la tos ferina y los catarros (nunca he sabido la razón científica de este hecho).

Los adolescentes disponíamos de nuestro propio mundo, como una isla en medio del autoritarismo y del miedo de los adultos a las visitas de la policía. Poblábamos esa isla de cuantas cosas íbamos descubriendo, entre ellas el placer y la alegría de conocer nuestro propio cuerpo y el de los compañeros del otro sexo. Aquí es donde entra el fervor por los trigales, que comenzaban a extenderse al final de las últimas casas del barrio. 

Desde pequeños habíamos jugado entre las espigas, habíamos comido su fruto, esquivado al capataz, habíamos disfrutado en días de viento de la música que generaba su cimbreo y del placer de apretar los cuerpos juntos, tumbados durante horas hasta que llegaba el atardecer, admirando el vuelo de algún águila, esperando descubrir el canto de una calandria, el silbo de los alcaravanes o siguiendo el vuelo interminable de los vencejos que alguien nos dijo copulaban en pleno vuelo, o la estela de un avión del que caían sueños de aventuras, todo bajo aquellos cielos tan azules y tan amplios. Así, de este modo natural y espontáneo, descubrimos el placer de gozar del sexo, al lado de las amapolas, esas flores que nadie plantó y que como dice Marcel Proust, “su llama recorre los campos como un mensaje”.  Eran tardes cálidas, emocionantes, sin tiempo (decíamos), solo nos devolvía a la realidad la caída del sol, los  tonos carmines y anaranjados que poblaban el cielo anunciaban la hora de  desprendernos unos de otros y volver a casa. Costaba esa ruptura, tras los besos ininterrumpidos y las pieles adheridas con la resina del deseo. 


Recuerdo una de aquellas tardes, porque viene a colación para tratar de explicar cómo descubrimos la violencia, en contraste con nuestros sentimientos tan tiernos y cómo esa violencia genera rechazo y asco desde tiernas edades. Oímos el grito de una amiga, y toda la pandilla salimos de nuestros rincones, la vimos corriendo hacia nosotros, asustada, y tras ella un grupo de chavales algo mayores, en actitud chulesca, que la perseguían riendo, insultándola, “¿con nosotros no quieres hacerlo, guarra?” decían desafiantes. Ninguno llegó a tocarla porque inmediatamente comenzó una pelea en la que participamos todos, y que terminó con la llegada del capataz, que llevó de las orejas a alguno sangrando hasta su casa.

A partir de aquella tarde, algo se rompió en cada uno de nosotros, toda la felicidad que habíamos vivido hasta entonces en nuestra isla, se quebró por alguna esquina, y empezamos a ser conscientes de que el mundo real no estaba en los trigales donde habíamos sido libres y felices, sino en el miedo y la violencia que veíamos en los adultos y que se reproducía desde edades tempranas.

En esos momentos fue cuando comprendí por qué la vecina de enfrente llevaba moratones algunos días alrededor de los ojos, por qué de noche se la oía gritar y llorar. Y comencé a rebelarme ante las demandas de los adultos que nos decían que las niñas debíamos de ser “recatadas” porque “no éramos iguales que los niños”, que no debíamos de andar solas por el campo, que teníamos que llegar a casa antes de anochecer, que no debíamos usar ropa provocativa (minifalda entonces), que no nos resistiéramos si alguien trataba de abusar de nosotras. Comencé a rebelarme porque algunas madres del barrio culparon a las nuestras de haber sido tan permisivas y dejarnos ir a los trigales con los niños. 

“El canto de las espigas”, Maruja Mallo, 1939

Reflexionando más tarde, ya de adulta, me di cuenta que mi compromiso social se generó durante esos años de adolescencia, tomé conciencia de que todo el miedo y el dolor que observaba en el mundo de los adultos se basaba en que unos eran los que mandaban y decidían sobre las vidas de los otros. ¿Cómo era posible entender que escuchar una radio, leer un texto, querernos entre las espigas o ser hijo de un trabajador, pudieran ser motivos de censura y represión?  O por qué razón algunos hombres decidían sobre la vida de sus compañeras, como el vecino de enfrente que se jactaba de ser muy macho por las palizas que le daba todas las noches a la madre de sus hijos. 

Transcurrida la mayor parte de la vida que voy a vivir, reconozco en aquellos trigales y en aquel barrio una escuela de conocimiento y de buen pan. Traigo su recuerdo al foro por si pudiera servir de acicate para rememorar las etapas de adolescencia y juventud.

Que no nos suceda lo que a los personajes de la novela “La policía de la memoria” de la escritora japonesa Yoko Ogawa, que eran perseguidos por conservar recuerdos. 

Y que nos salve esa memoria de la incomprensión hacia las generaciones más jóvenes. 

Eirene


viernes, 8 de octubre de 2021

LA MODERNIDAD

 Somos lo que somos y pensamos lo que pensamos por ideas que alguien pensó en el pasado. Y esto solemos asociarlo a conceptos como “lo antiguo, lo retrógrado, lo atrasado”. En contraposición a esto se habla mucho de “modernidad”. Pero ¿qué es exactamente ser moderno? ¿cuándo empezó la modernidad? 

Académicamente hablando, la modernidad, mejor dicho, la Edad Moderna, empieza en el siglo XV con el Renacimiento, con los posteriores cambios políticos, económicos y sociales debidos a las revoluciones industrial, científica, política, etc., el paso de la sociedad preindustrial y tradicional a otra industrial y urbana, el triunfo de los sistemas parlamentarios, la burguesía, el capitalismo, etc.  

Vale. Pero esto es una gilipollez académica antigua y casposa, propia de mentes ortodoxas y estrechas. Como en este foro somos heterodoxos y críticos (o sea “modelnos” y progresistas a tope), tenemos que verlo con otra perspectiva (moderna, claro, aunque alguno dirá “de género”). Así que hagamos una relectura de este concepto, hablemos de otras modernidades, alejémonos de bobadas academicistas (los académicos son unos pringaos, lo que yo te diga) y definamos mejor ese concepto tan gaseoso y etéreo de este “palabro tótem”.  

En estos tiempos de acción humana sobre el entorno natural, lo moderno es la ecología y creer que todo lo natural es bueno y todo lo humano es chungo (sobre todo si es capitalista, claro). El hombre es malo por definición y todo lo que hace es una mierda pinchada de un palo. No cuidamos el planeta, lo estropeamos y en algún momento nos pasará factura, sean terremotos, huracanes, erupciones volcánicas, tsunamis, etc. Incluido el choque con un asteroide (que ya está tardando). Nos empeñamos en antropomorfizar la Tierra e idealizarla llamándola “madre naturaleza, madre Gaia, Pachamama, Gea” y demás, atribuyéndole inteligencia, cuando la realidad es que la Tierra va a su bola, estuvo aquí antes que nosotros y seguirá cuando ya no estemos. Y mientras tanto, consumimos productos bio, filetes vegetales, proteínas de origen no animal, probióticos, vitaminas y suplementos sin gluten y lactosa. Lo cual no impide que estemos gordos como cepos y nos pongamos de buen año: la obesidad es la modernidad con lorzas (aunque hay otros cuyo concepto de modernidad es estar fitness y niquelados). 

La modernidad es la anestesia que nos produce la sociedad del espectáculo, con su mundo virtual de Internet, pantallas y móviles. Ser moderno es tener un perfil molón en el que el “yo virtual” sea una proyección idealizada del “yo real” y en el que el Photoshop transmita el mensaje de que somos guays y superenrollados. Así que la modernidad es la mentira colectiva de este “capitalismo de ficción” en el que lo que importa es lo que parecemos y no lo que somos: lo moderno es la mentira, no la realidad (concepto antiguo y demodé) y la imagen que damos, no la persona. 

Si hay algo a la vanguardia de la modernidad, es la guerra. Muchos historiadores creen que el siglo XX empieza con la Primera Guerra Mundial, la primera guerra moderna e industrial en la que se pasa del caballo a los tanques y de la muerte personalizada y cara a cara a la muerte anónima, despersonalizada, en masa y a escala industrial. Y de ahí a la muerte con drones teledirigidos a miles de kilómetros sólo hay un paso (modernidad a tope). Así que la modernidad sería matar y morir a distancia y sin mancharnos las manos, como en un videojuego: donde esté la muerte tecnologizada que se quite la muerte primitiva a garrotazos y navajas (ahora somos más modernos porque tenemos armas más molonas).  

La modernidad es la cultura pop de Andy Warhol, Deborah Harris, los comics y Hollywood con su martilleo constante sobre nuestros cerebros para que vivamos esa felicidad moderna del “american way of life”. Aunque a mí particularmente siempre me ha gustado más la modernidad del cine europeo, como “la nouvelle vague”, “les cahiers du cinemá”, el neorrealismo italiano o el cine social de Ken Loach (entre otros). O la imagen de la modernidad europea que teníamos los españoles de los 60 y 70 cuando aparcamos a Raphael, Marifé de Triana y Bambino y empezamos a oír a Deep Purple y Leed Zeppelin. 

La modernidad es Peter Fonda y Dennis Hopper buscando su destino y alejándose en el horizonte con sus Harley Davison chopper en Easy Rider mientras se oye “nacido para ser salvaje”. La modernidad es McCartney cantando “Revolution” y Patti Smith cantando “La gente tiene el poder”. Mi modernidad personal empezó cuando mi hermana mayor trajo cintas de casetes de los Beatles y Marc Bolan de Londres. Con el tiempo aprendí que la modernidad iba en paralelo con la música rock, el  Rhythm and Blues, el soul,  Elvis Presley y demás. Como decía La Mode en su disco “la evolución de las costumbres “, “son los tiempos modernos que nos toca vivir, se aplazó el sueño eterno, es mejor no reír, se hacen ferias de muestras de la modernidad”. Así que la modernidad no eran los hippies creyendo en el amor libre, el sexo a tutiplén y el cuelgue sicotrópico con LSD mientras meditaban con su budismo “prêt a porter”.  



La modernidad es hacer las revoluciones pendientes, como la Revolución Francesa y la caída del viejo régimen. Pero no sé yo si el ilustrado y revolucionario Napoleón era muy moderno, porque extendió su modernidad ilustrada a sangre y fuego.  Por no hablar de la revolución rusa de 1917, que fue “necesaria” porque los ecos del marxismo aún resuenan en las conquistas laborales de la clase obrera que se tradujeron en una socialdemocracia europea. O la modernidad truncada de la II República, recuerdo melancólico para la izquierda española.  

China protagonizó la mayor revolución moderna de las últimas décadas a partir de 1978 con Deng Xiaoping, en la que el PCCh dio a luz el socialismo de mercado, ese extraño híbrido entre comunismo y capitalismo. Y mientras China se pone en órbita, sigue pendiente la revolución y modernización del Islam, que se quedó obsoleto y anclado en una dinámica de frustración y resentimiento hacia Occidente.

La modernidad es la deconstrucción del pasado, ser “enfants terribles” y mandar a la porra conceptos antiguos. Y eso hicieron Marx, Nietzsche y Freud, los “filósofos o maestros de la sospecha” (término acuñado por el filósofo francés Ricoeur). Los tres critican la sociedad de entonces y los paradigmas filosóficos asentados para cambiarlos radicalmente. Los tres afirman que el sujeto no se construye a sí mismo, sino que es resultado de condicionantes históricos y económicos (Marx), morales y sexuales (Freud) y culturales y religiosos (Nietzsche), por lo que es necesario un nuevo hombre (superhombre) que supere estas debilidades humanas (voluntad de poder). Y tras inspirarse en ellos, llegaron las modernidades del Mayo del 68 y las modernidades nihilistas, existencialistas, líquidas y hedonistas que autores como Foucault, Camus, Sartre, Kerouac, Bukowski y otros nos dejaron plasmadas.  

La modernidad es un concepto variopinto. Para los transhumanistas sería la de un ser humano mejorado y con capacidades aumentadas por la tecnología. Para Thomas Pikkety sería una regresión al siglo XVIII, porque el capital está concentrado cada vez en menos manos: la nueva aristocracia. Para Umberto Eco y Roberto Vacca la modernidad sería una “Nueva Edad Media”, en la que habría una estructura neofeudal con nuevos señores feudales: multinacionales, oligarquías financieras y clase política. Para Noam Chomsky la modernidad iría en paralelo con el control social por los medios de comunicación de masas (estrategias de manipulación mediática y doctrina del shock). Para otros la modernidad sería una dicotomía entre una élite capitalista global y movimientos reaccionarios o identitarios (modernos neofascismos).  

La modernidad para la izquierda pasaría por la implementación del marxismo e incluso se llegó a hablar del “nuevo hombre soviético”, arquetipo ideal y moderno de persona con cualidades socialistas.  Tras la Escuela de Frankfurt, el colapso del bloque comunista europeo y el eurocomunismo de Berlinguer y Marchais, el marxismo tuvo que tunearse, modernizarse y centrifugarse en otra neoizquierda moderna que es ahora ecologista, verde, sostenible, feminista, LGTBIQ-friend y habla de ecosocialismo, decrecimiento armónico y teoría decolonial. Con lo cual la modernidad sería sustituir la lucha de clases marxista por la lucha de grupos étnicos, religiosos, culturales y sexuales (moderna izquierda woke). 

Una bonita modernidad sería la de una moderna democracia digital en la que podamos votar por Internet sin el corsé de estados e instituciones y donde el Bitcoin y monedas digitales nos liberen de los poderes políticos y bancos centrales. No sé si esto sería el triunfo del anarquismo digital o del neoliberalismo (o ambos juntitos de la manita). 

La modernidad en economía parece que nos lleva a un mundo a dos velocidades con división de zonas desarrolladas y zonas no desarrolladas, enfrentadas y separadas por un muro económico. Sería una especie de “Imperio Romano” y “Mundo Bárbaro” en el que los nuevos bárbaros serían los países pobres. Una versión global de “hombre rico, hombre pobre”. Aunque podría ser la coexistencia de culturas y civilizaciones en un mundo multipolar con varios centros de poder y áreas de influencia: Occidente, China, Rusia, Islam, etc., con sus sistemas distintos, como el capitalismo duro o salvaje (USA), el capitalismo liberal-socialdemócrata (UE), el socialismo de mercado (China) y sistemas autoritarios (Islam).   

¿Y cuál es mi concepto de modernidad? 

La autocrítica, la revisión ideológica constante, el cambio continuo, ponernos en cuestión y repensarnos permanentemente.  Y por eso Occidente es muy moderno, porque al ser autocrítico, es capaz de contemplar sus errores, aprender de ellos, cambiar y adaptarse. Y como alguno pensará que soy eurocéntrico diré que también podríamos hablar de la modernidad china, japonesa, asiática o musulmana, que también serían posibles. 

La modernidad está en que cada uno de nosotros haga su revolución personal y se convierta en su mejor versión. Y esto incluye priorizar la ética sobre la tecnología y el factor humano sobre el factor económico. Porque desde que el Mono Sapiens no era moderno y los bonobos sí, la tecnología y la economía van a toda pastilla mientras que la ética va a pedales ¿Podremos “bonobizarnos”? Seamos optimistas y pensemos que sí. Uno se cansa de todo. Incluso de ser “Homo tecnológicus y Económicus” en vez de “Homo Éticus y Modernus”.  


Un Tipo Razonable


viernes, 1 de octubre de 2021

LAS PALABRAS ENMARAÑAN LA REALIDAD

Imaginemos a un chimpancé delante de un puzzle de mil piezas de un cuadro abstracto.
Supongo que primero lo ignora, luego lo huele y chupa y, si con mucho adiestramiento
entiende que ha de lograr reconstruirlo, le exigiría un tiempo ingente…para acabar
contemplando algo que no le dice absolutamente nada.


Pues es lo que creo que sucede al ser humano con el Universo: pretendemos reconstruir una
imagen que nos resulte coherente con las piezas de las Palabras, que son simples excrecencias de nuestras percepciones en 3 dimensiones y de la imaginación de algunos genios que intuyen una cuarta dimensión que nos resulta inconcebible al resto de la Humanidad.


La misma palabra Humanidad es una abstracción arbitraria: quizás el grupo concreto de
chimpancés se sienta con un vínculo común, pero para nada se les ocurre la “Chimpancidad”:
al grupo vecino lo quieren lejos, y los encuentros suelen terminar en peleas, aunque siempre
hay deslices que evitan la endogamia.


Si miramos el planeta Tierra, es una corteza inmensa llena de seres vivos que se han apañado
para subsistir, algunos a costa de otras especies, pero con un nivel creciente de complejidad: el cerebro de las mamíferos tiene zonas más sofisticado que el de los reptiles, y el grado de
especialización de los insectos y bacterias les permite colonizar los entornos más extremos.


Precisamente el mamífero que tiene un cerebro más evolucionado capaz de la abstracción, es
el factor de desequilibrio de un sistema que lleva funcionando eficazmente desde hace 4.000
millones de años: la Vida. Células que consumían productos orgánicos hasta que lograron
generar su propia comida a base de luz, agua y elementos inorgánicos, mucho más
abundantes.


La barriga de un ser humano tiene un límite: la ingestión diaria de más de 3.000 calorías
supone un problema que se traduce a la larga en obesidad. Eso animaría a trabajar sólo para
cubrir esa demanda. Pero si alguien se inventa la palabra Gastronomía, ocurre que
proporcionar caviar requiere un esfuerzo mucho mayor, como el de obtener un buen
champán. Se llama Capricho, y exige que la vida de muchos se dedique a complacer al listo que se ha puesto una corona de laurel y ha logrado la complicidad de los chamanes.


Es un ejemplo burdo de cómo las necesidades básicas del mono desnudo se pervierten en
Ambiciones desmesuradas en relación a la comida, vestido, techo y consumo de energía. Los
delirios de grandeza de Alejandro Magno se le acabaron a los 32 años, pero los de Gates duran ya demasiadas décadas, con otros “faraones” individuales y colectivos que se reparten la
economía mundial, a base de depredación del medio y explotación de los trabajadores.
Estamos en 2021, aún con la Pandemia que va por la quinta ola en España y con las variantes Delta, Lambda y Mu generadas en los países que aún no ha sido vacunados por la ceguera especulativa de las farmacéuticas que no han cedido patentes desarrolladas con dinero público.


Con una crisis económica grave por el parón, con desajustes de suministros como los
microchips, y ahora con una especulación feroz de la energía, imprescindible para todo y
todos. Beneficios demenciales para las empresas basadas en Internet: Amazon y Alibaba,
Gloogle y Facebook, y las clásicas de electricidad, petrolíferas e incluso inmobiliarias.
El diagnóstico, más o menos extenso, ya se ha hecho muchas veces. El pronóstico es bastante negro: cambio climático, desequilibrios económicos dramáticos, superpoblación… También
existen los “positivistas” que siguen creyendo que el desarrollo tecnológico supondrá la
solución de todos los males: habrá fusión nuclear, bacterias comeplásticos, sumideros eficaces de CO2 y el control de natalidad será asumido globalmente. Y llaman utópicos a los
ecologistas…


Lo difícil es el tratamiento para una población de 7.800 millones de personas con una
casuística que creemos parecida a la nuestra pero que difiere en aspectos esenciales:


- entienden el mundo de una forma muy distinta, por su propia historia y cultura.


- sus necesidades pueden ser muy perentorias: 900 millones de desnutridos, entre 30 y
80 millones de desplazados por guerras y hambrunas. Trabajos de subsistencia con
ingresos de 1 o 2 dólares diarios, carencia de agua potable para 4 de 10 personas…


- Sus recursos económicos, la situación política, sus fuentes de información difieren
entre continentes, países, comunidades e incluso pueblos o barrios.

Sólo lo que sucede en España es un microcosmos de lo global: cayetanos contra perroflautas, anarquistas contra votantes, profesiones liberales que rehúsan pagar impuestos para
funcionarios, obreros que prefieren cobrar en negro de constructores que quieren blanquear,
emigrantes dispuestos a aceptar cualquier condición laboral y españoles que prefieren vivir del cuento… Comunidades enfrentadas, diputados arrabaleros, periodistas mentirosos: el
Cambalache llevado al esperpento de los influencers y tictokers. Un sindios…

Pues la SOLUCIÓN, el bálsamo de Fierabrás que propongo es así de ingenuo y pueril: ¡TODO EL
MUNDO EN PELOTAS!...en el sentido figurado, renunciando a los ropajes culturales, a los
miedos y fantasías acumulados a lo largo de una vida, a ese Ego que nos define en la escala
jerárquica de una sociedad que es un puro CONVENCIONALISMO. Hemos visto despojados
de todo lo material a cientos de familias de La Palma, sabemos que la Parca se ha llevado de un plumazo a los más grandes y a nuestros más queridos, hemos sufrido enfermedades que nos
han hecho sentir minúsculos y frágiles, y sabemos que el empleo y lo ahorrado puede
desvanecerse en cualquier momento.

Si fuéramos honestos, nos miraríamos realmente desnudos ante el espejo, con nuestras
vergüenzas al aire: a partir de esa realidad incuestionable podríamos relativizar todas las
estructuras que nos manipulan por fuera y, sobre todo, por dentro: porque es el Discurso
interior lo que nos hace esclavos de filias y fobias, de rencores y proyecciones hacia un futuro
que no controlamos.

Se trata de tomar consciencia de que nuestras Palabras están cargadas de connotaciones
sociales arbitrarias y de una carga afectiva que nos legaron nuestros padres con buena
voluntad pero también convencidos de Mentiras como Dios o como Progreso.

El Silencio, la anulación del Ego, la simplificación de nuestras ansiedades no supone pasividad,
sino tener mucha más Claridad para actuar de una forma eficaz, en nuestro entorno cercano.
Una receta que cada humano podría aplicar para desenmascarse a sí mismo y así gritar: “El
emperador está desnudo” y descojonarnos de cómo eso basta para que pierda todo su poder.
A partir de reconocer que nuestras necesidades básicas son más simples y austeras de las que creíamos, podemos avanzar socialmente mucho más ligeros de equipaje y de miedos.

El Decrecimiento Sereno parecía un imposible, pero el mundo se ha detenido durante 3 meses, pero no para proteger a los débiles, sino para reforzar a los multimillonarios y especuladores. El Dinero nos decían que era algo limitado, que no había crédito para que el Estado invirtiera en sanidad, investigación y educación pero sí para reflotar bancos irresponsables y ahora a las líneas aéreas. Esos miles de millones se podían dedicar a la producción sostenible: agricultura ecológica, fábricas de productos básicos en España, distribución de proximidad, incluso cultura que nos dé autonomía frente al imperio yanqui.

Hay cantidad de locales de negocios fallidos que están en manos de la Sareb y que podrían ser cedidos a asociaciones de vecinos, a iniciativas sociales para que sirvan de espacios de encuentro, de debate, de creatividad. Que las personas no estemos encerrados en nuestros nichos-casa sino que nuestro ocio sea en lugares comunes como bibliotecas, ludotecas y espacios para un arte accesible, ciudadano o rural, para reivindicar la artesanía autogestionada.

Vivir más despacio, acumular menos, acallar el ruido que nos imponen las pantallas, nos puede reconciliar con el ser humano que lleva decenas de miles de años desarrollando capacidades que deben estar al servicio de la ciudadanía y no ser manejada para enriquecimiento de pocos. Pero para eso hay que tener la experiencia de que existe (aun débilmente) un tejido social de solidaridad que podemos reforzar con cada elección de a qué dedicamos nuestro tiempo y nuestro dinero, porque lo cierto es que la mayoría no es más feliz en esta carrera de consumismo de la basura que se nos ofrece como lo más moderno y lo más sofisticado.

Sentido Común