viernes, 23 de julio de 2021

LES FLÂNEURS



El poeta es un fingidor.

Finje tan completamente

que hasta finge que es dolor

el dolor que en verdad siente.

Y, en el dolor que han leído,

a leer sus lectores vienen,

no los dos que él ha tenido,

sino sólo el que no tienen.

Y así en la vida se mete,

distrayendo a la razón,

y gira, el tren de juguete,

que se llama corazón.

(el heterónimo Fernando Pessoa)



“Flâner” es un verbo francés que significa “vagar, callejear, gandulear, matar el tiempo”….Por consiguiente, el “flaneur” será alguien que deambula por las calles sin un objetivo definido. En su escrito “Poesía y Capitalismo” , parte de ese complejo proyecto que fue “Illuminationen”, su obra capital, Walter Benjamin incluyó al poeta Charles Baudelaire en esta categoría de personajes. El flaneur, tal y como lo entiende Benjamin, es típicamente urbano. Hablar de un flaneur campestre sería algo así como hablar de un gasolinero que vendiese trigo. Es también un producto del nuevo tipo de ciudad y de entorno social que ha surgido con el capitalismo. Surge en gran parte del desclasamiento y de la zozobra que ese tipo de vida implica para muchas personas, y también de ese “grand malheur de ne pouvoir être seul” del que habla La Bruyére y que es la cita que Edgar Allan Poe , ese otro flaneur del otro lado del Atlántico, pone al inicio de su relato “The Man of the Crowd”.


En esa historia, el anónimo narrador, convaleciente de una enfermedad, observa desde el interior de un hotel londinense la fauna urbana que desfila ante él; los hombres de negocios, abogados, empleadillos, carteristas, modistillas, prostitutas, incluso mendigos. y un largo etcétera. Hasta que por fin un hombrecillo llama de manera especial la atención del narrador; un viejo decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años de edad, bajo de estatura, de apariencia endeble y ropa sucia pero que originariamente había sido de buena calidad. 

A través de una rasgadura de sus ropas, el narrador cree percibir un diamante y una daga. Intrigado por la apariencia del individuo, el narrador empieza a seguirle por las calles de Londres. La persecución se prolonga durante horas y horas, a través de diversos paisajes urbanos, y por fin, ya al amanecer del día siguiente, ambos se encuentran cara a cara, aunque en apariencia el anciano sigue sin percatarse de la presencia de su perseguidor. Y entonces el narrador llega a una conclusión; “Este anciano”, piensa, “ es el tipo y el genio del crimen más profundo. Él es el hombre de la multitud. El hombre que no puede estar solo. Sería vano seguirle más tiempo, porque no descubriré más sobre él ni sobre sus acciones; el peor corazón del mundo es un libro más indescifrable que el Hortulus Animae; y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios que “er lässt sich nicht lesen” (no se deja leer).


En realidad, en el relato se trata de la imposibilidad de descifrar a quien se encuentra en el anonimato de las grandes ciudades modernas, y la desazón que eso produce. Vivir en medio de personas de las que nada se sabe, y que se pasan la vida tratando de tener un valor de mercado. sea cual sea la actividad a la que se dediquen. Los mismos Poe y Baudelaire pasaron sus vidas buscando de manera infructuosa tener un valor en el mercado literario. Como cuenta Benjamin, Baudelaire tenía que cambiar de domicilio con frecuencia en sus intentos de desembarazarse de sus acreedores. Mientras escribía la que quizá fuese la mejor poesía del siglo XIX –en mi opinión su único competidor en esta empresa sería un jovenzuelo que atendería al nombre de Rimbaud y que abandonaría la poco lucrativa poesía para dedicarse al tráfico de armas-, Baudelaire rondaba por las calles del París transformado por los planes urbanísticos de Hausmann, el hombre que arrasó con el Paris antiguo en el que se habían desarrollado entre otras las grandes novelas de Victor Hugo como “Los miserables” o “Notre Dame de Paris”. Ese Hugo rico y famoso que hubiera podido mirar con desdén al pobre flaneur que se las veía y las deseaba para cubrir sus necesidades. Mientras que autores como Dumas, Sue o Lamartine se enriquecían de una manera desaforada, todos los poemas de Baudelaire apenas le reportaron unos pocos millares de francos a lo largo de su vida. Esos autores habían sabido desenvolverse en la fauna literaria parisina, cuyo mayor negocio era conseguir ser publicado en forma de serial en los grandes periódicos, lo que a su vez aumentaba sus respectivas tiradas y , junto a la publicidad, permitía reducir los precios de venta. Pero Baudelaire era incapaz de escribir grandes novelones repletos de suspense, lo que serían los bestsellers de hoy en día. Lo suyo era escribir sobre y para el:


-Hypocrite lecteur –mon semblable-mon frère!


Es decir, para la gente como él, para gente que compartía sus angustias, la gran mayoría de los cuales no le leerían nunca.



Como es sabido, a todas las tribulaciones de Baudelaire se unió el juicio que se le hizo por haber escrito “Las flores del mal”, su gran recopilatorio de poemas. A poco de su aparición, la policía redactó informes en los que se hablaba de su obra como “un desafío a las leyes que protegen la religión y la moral”. El fiscal Pinard informaba después de que se prohibía la venta del libro. La reacción que se había apoderado de Francia después de la derrota de Napoleón y, sobre todo, de la Revolución, no quería dejar las cosas a medias. Había que restaurar el antiguo orden a toda costa.

La defensa del abogado de Baudelaire se basó en la honestidad del autor, como hombre y como poeta, y en que su obra no era ni más ni menos osada en el fondo y en la forma , en la expresión y en el pensamiento, que “cuanto la literatura francesa imprime y reimprime todos los días”. Al final Baudelaire fue condenado a pagar una multa de 300 francos. El mismo fiscal Pinard procesaría también a Flaubert por haber escrito “Madame Bovary”, aunque, a diferencia de Baudelaire, el novelista fue absuelto.

La reacción de Baudelaire fue esta: “Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias.”.

Pese a todo, la obra se reeditó en 1861, y fue poco a poco convirtiéndose en un libro de culto y un faro para las nuevas generaciones de poetas. Sin embargo, los réditos financieros de Baudelaire siguieron siendo mínimos. Tampoco las conferencias sobre su obra dadas en Francia y Bélgica cosecharon un gran éxito de público. Atenazado por la sífilis y otras enfermedades concomitantes, Baudelaire fallecería en agosto de 1867.

Cabe preguntarse si mientras Walter Benjamin escribía sobre Baudelaire era consciente de la existencia del que probablemente fuese el auténtico gran flâneur del siglo XX; el poeta portugués Fernando Pessoa. ¿Qué habría escrito sobre este individuo excéntrico, conservador, sentimental y poliédrico, capaz de inventarse docenas de heterónimos en apariencia contradictorios entre sí pero que en realidad conforman una obra poética de una solidez quizá inigualada e inigualable? Pessoa, que significa “persona” en portugués, era el poeta camaleónico por excelencia, capaz tanto de ser el asceta Alberto Caeiro como el vitalista y modernista Alvaro de Campos, émulo poético del mismísimo Whitman, el esteticista Ricardo Reis, que se autodefine como “latinista y monárquico”, y del que Pessoa dice que se trasladó a Brasil por protesta contra la proclamación de la república en Portugal, o el melancólico Bernardo Soares, supuesto autor del inimitable “Livro do Desassossego “, y que es un trasunto apenas disimulado del propio Pessoa, por no hablar del propio Pessoa poeta, quizás un heterónimo más, perdido en el laberinto de la genialidad del poeta lisboeta. En efecto, es difícil saber lo que habría opinado Benjamin de este hombrecillo de origen pequeño burgués , desclasado como pocos, y que se ganaba la vida en ínfimos negocios y ejerciendo de corresponsal comercial para diversas empresas gracias a su perfecto dominio de la lengua inglesa, y cuyo único amor conocido fue una oficinista que respondía al nombre de Ofelia y con la que tuvo una relación más simbólica, platónica y quizá patética que otra cosa.


Harold Bloom, en su canon de la literatura occidental, comparó a Pessoa con el gran Walt Whitman, pero yo añadiría que el autor portugués era una especie de “Whitman on steroids”, capaz bajo sus diversos heterónimos tanto de increíbles himnos a la modernidad como de reflexiones metafísicas que en la aparente sencillez del lenguaje de Alberto Caeiro tienen una profundidad impresionante, a veces expresando ideas que sólo algunos físicos de vanguardia se han atrevido a formular.

Pero la realidad es que, a diferencia de Baudelaire, al casto y metafísico Pessoa, no le hicieron caso ni siquiera los tribunales. Durante toda su vida el flâneur Bernardo Soares –o quizá su heterónimo Fernando Pessoa- llegó a trabajar para veintiuna casas comerciales distintas y a vivir en quince viviendas, por lo general pequeñas habitaciones de renta muy baja. A diferencia de su contemporáneo García-Lorca, flâneur a su pesar en Nueva York y quien llegó a acostumbrarse a los baños de multitudes, Fernando Pessoa, tras el fracaso de las modestas revistas literarias que trató de poner en marcha a lo largo de su vida- Athena fue quizá la más ambiciosa- , vivió en la mayor oscuridad, y falleció en 1935 a consecuencia principalmente de su alcoholismo. Sus últimas palabras fueron: “I don’t know what tomorrow will bring”, como el gran anglófilo que era. Sólo poco a poco su obra sería descubierta y valorada, revelando una riqueza y variedad que sobrepasaría todas las expectativas.

En la Edad Media, hombres como el Dante o Maquiavelo , uno el mayor poeta de su tiempo y el otro uno de sus mayores intelectuales, se convirtieron en figuras públicas de primer rango, emisarios de la ciudad de Florencia ante las grandes potencias de su época. Pero los siglos XIX y XX, la época de la tecnocracia y el capitalismo desenfrenado, no tenían en gran consideración a personalidades “con ese perfil”, como diría un empleadillo de ETT de nuestros días. De manera que el sebastianismo ingenuo que expresaba Pessoa en su libro de poemas “Messagem” estaba destinado a quedarse en su cajón mientras los políticos de la época se afanaban en sus cosas; lo que sería la terrible historia del siglo XX.


Veletri