La canción de Luis Eduardo Aute “Más cine por favor” evoca diversas películas, pero sobre todo a la célebre “Los 400 golpes” de François Truffaut y también a la Nouvelle Vague francesa. Con la lupa de Diógenes habría que buscar ahora en Francia o en cualquier otro país europeo un movimiento cinematográfico o artístico similar. Europa le ha cedido definitivamente los bártulos del arte cinematográfico al cine de Hollywood. No es que el viejo continente librara nunca esa lucha muy en serio. Es bien sabido que a los mismos europeos no solía gustarles el cine europeo. Y a los gobernantes europeos quizá menos todavía. Las grandes películas del neorrealismo –“Ladrón de bicicletas” y muchas otras– eran rechazadas por gran parte del público italiano, que las encontraba demasiado deprimentes e incluso dañinas para la imagen del país. Las películas de Lucchino Visconti o de Bernardo Bertolucci, con sus análisis marxistas o neomarxistas de la realidad europea, tampoco eran mucho mejor recibidas, por mucho que fueran aclamadas por la crítica y la clase intelectual.
Tanto el cine neorrealista italiano como la Nouvelle Vague francesa tenían en común la creación de un estilo y lenguaje cinematográficos propios, renunciando a competir con las grandes producciones hollywoodenses. El cine de Goddard en especial pronto desarrolló unos rasgos experimentales que le alejaban por completo del cine comercial, con excepción de relativos éxitos de taquilla como, por ejemplo, “À bout de souffle”, protagonizada por Jean Paul Belmondo y Jean Seberg , y que con el tiempo sería objeto de un remake en el cine americano. Era un cine deliberadamente ajeno a las tendencias comerciales, y que difícilmente podía alcanzar a un público muy amplio. Truffaut, gran admirador del cine de Alfred Hitchcock, realizó películas más aceptables para la taquilla, pero de un inconfundible sello personal.
En Alemania, el nazismo había borrado en su día hasta el último vestigio del cine expresionista y también de la Neue Sachlichkeit –Nueva Objetividad– que fue su sucesor inmediato. Y como el cine surgido del nazismo tampoco era reivindicable después de la guerra, el cine de ese país fue creando productos relativamente olvidables hasta la aparición en los años 70 de lo que se dio en llamar el Nuevo cine alemán. Fue el momento de la aparición de cineastas como Werner Herzog, Wim Wenders y algunos otros, pero, sobre todo, de Rainer Werner Fassbinder. Destaco a Fassbinder porque creo que fueron sus películas las que tenían unas señales más distintivas dentro de esta corriente cinematográfica. Su mensaje distaba mucho de la atmosfera complaciente del cine germano que le había precedido. En sus películas, de una deliberada estética feísta, reflejaba los lados más oscuros no sólo de la naturaleza humana, sino del famoso “milagro alemán” que le había tocado vivir. Mostraba todas las contradicciones y conflictos de aquellos años, y también la mentalidad y las actitudes que habían hecho posible una aberración como el nazismo, y sus secuelas tales como la xenofobia o la homofobia. Pero sobre todo, revelaba la hipocresía oculta bajo esa sociedad en apariencia tan armoniosa y casi perfecta, y también la subordinación de Alemania ante Estados Unidos tras la derrota militar. La misma Maria Braun, la protagonista de la que quizá sea su película más famosa, es un personaje que medra gracias a sacrificar su integridad personal, renunciando a sus sentimientos en pos de la obtención de un ascenso social. Su posterior película “Lili Marlen” abunda todavía más en los mismos temas. Pero en general toda la cinematografía de Fassbinder representa una ruptura con el cine mediocre y adocenado que se hacía en la Alemania de los años 50, una ruptura que enlaza con el cambio cultural que dejó tras de sí el Mayo del 68 francés y movimientos como la ya citada Nouvelle Vague.
Muchos consideran que la muerte prematura del propio Fassbinder, tan autoinducida como la de la propia Maria Braun, quizá una presagio y símbolo de la otra, en 1982 a consecuencia de una sobredosis significó también la muerte de este Nuevo cine alemán. Lo cierto es que pronto las películas germanas empezaron a circular por caminos más trillados. Se relegó poco a poco la reflexión sobre la propia historia, y se volvió a un cine de comedias intrascendentes que difícilmente interesaban a nadie fuera de la propia Alemania. Y si las películas tenían un cariz político, eran por supuesto para recordar cuán horrible había sido la difunta RDA, como por ejemplo la oscarizada “La vida de los otros”. ¿Hubiera sido posible que una película de Fassbinder, por ejemplo, hubiera ganado un Oscar? Desde luego, no si hubiera dependido de Meryl Streep. La legendaria actriz norteamericana declaró en una entrevista publicada en el semanario francés “Le Nouvel Observateur” en el 1981 que las películas de Fassbinder le parecían “repletas de cinismo”. Claro está, en Estados Unidos era la época de Reagan, cuando ganaban el Oscar películas como “Carros de fuego” o “La fuerza del cariño”, películas que exaltaban los valores patrióticos y familiares rehuyendo cualquier examen de la sociedad.
Cabe decir que esta decadencia del Nuevo cine alemán fue además muy bien vista por los gobiernos de la CDU que se fueron sucediendo después del relativamente breve intervalo socialdemócrata. Era preferible un cine “Bidermeier”, un cine de entretenimiento que no hurgara demasiado en los problemas ni plantease interrogantes molestos. Para quien no lo sepa, la Bidermeier era una estética que propugnaba una especie de romanticismo “light”, de zapatillas y andar por casa, tanto en lo literario como en lo artístico, y que se impuso en todo el mundo germánico, sobre todo debido al discreto y no tan discreto impulso de las autoridades competentes, después del Congreso de Viena de 1815, el mismo que selló la derrota definitiva de Napoleón y de cualquier vestigio de la Revolución Francesa. En cuanto a los cineastas alemanes de la generación siguiente a la de Fassbinder, los que pudieron emigraron a Hollywood –algo que también hizo Wim Wenders, pero con muy escaso éxito; era demasiado “europeo” para el gusto americano–, y si no, se quedaron en Alemania a hacer el tipo de cine que ya he mencionado, escapista y sin problemas.
Realmente, este era el tipo de cine y el tipo de estética que necesitaba la Europa del euro. Un cine y un arte acríticos, que se preocupen quizá de los derechos humanos en China o en la extinta Yugoslavia, pero que sean indiferentes a los devenires de la propia sociedad. Cierto que todavía quedan algunos excéntricos que se empeñan en que las películas signifiquen algo desde el punto de vista social, tales como Ken Loach en Gran Bretaña o Robert Guediguian en Francia, pero son viejos y es poco probable que dejen sucesores. Berlusconi tenía toda la razón al pensar que el público italiano iba a preferir a las despampanantes azafatas que desfilaban por sus programas de televisión a todo el cine italiano de la posguerra. En cuanto a los demás países de Europa, no han tardado en seguir la misma estela. Los cineastas franceses actuales se limitan a hacer copias del cine de Hollywood más o menos adaptadas a la mentalidad francesa, y no quieren saber nada de experimentaciones. Quizá el único director francés reciente que haya reivindicado de alguna manera el espíritu de autores legendarios del pasado como Jean Vigo haya sido Jean Pierre Jeunet. Pero a la larga todo su talento ha acabado llevándole a trabajar también para Netflix después de realizar una película tan brillante y entrañable a la vez que conformista, como Amélie.
Y hablando de Netflix, estamos hablando del juggernaut que puede significar el final de lo que durante más de un siglo hemos conocido como cine. Un cine en miniatura que se puede visionar desde las pantallas del ordenador, la tablet o el móvil , y que es inmune a todo tipo de pandemias. Si el cine ha sido a la vez una infinita fuente de entretenimiento –u opio del pueblo– y una poderosa arma propagandística, como muy bien entendieron Lenin, Goebbels y Hollywood, ¿qué no puede ser Netflix? Pues puede ser la armonización definitiva de los gustos cinematográficos, la garantía absoluta de que nunca pueda haber un llamado “cine de autor” que aporte innovaciones o sacuda las conciencias. Y la Europa de la zona euro, durante tantos años comandada por la inefable Frau Merkel, desde luego no necesita ni merece más. Es la cosa más consecuente del mundo que una Europa que renuncia a fabricar su propia vacuna ante una crisis sanitaria como la del coronavirus y prefiere mendigar –pero eso sí, mendigar a la europea; previo pago de miles de millones de euros– las vacunas de empresas ubicadas en Estados Unidos o Gran Bretaña, sin tener la menor garantía real de que vayan a llegar o no, renuncie también a una minucia como el cine o la propia identidad cultural. De manera que no tiene nada de particular que Netflix y quizá otras plataformas similares les parezcan la solución adecuada. Al fin y al cabo, para mantener los rescoldos de la cultura europea siempre quedarán la Torre Eiffel o la Torre de Pisa, para que los turistas estadounidenses , japoneses, rusos o chinos se hagan selfies subidos a ellas. Siempre y cuando la pandemia acabe algún día y lo permita, claro está.