Desde los tiempos más inmemoriales, el ser humano ha intentado siempre interpretar y hacer suyos los designios de la Naturaleza. Con el devenir de las generaciones, y ante la imposibilidad de dominar ninguno de los accidentes atmosféricos, climáticos o sísmicos que destrozaban sus vidas, los humanos buscaron alguna explicación que pusiera un aparente orden en la violencia y caos frío y sin sentido que se abatía sobre ellos. Aterrorizados por una cólera que provenía de la nada, empezaron a inventarse dioses a los que responsabilizar por aquellos cataclismos, y también a idear los sacrificios que pudieran apaciguar a esos dioses. Así es como hay que interpretar las grandes obras de la antigüedad , especialmente de la cultura griega, como los poemas épicos de Homero o las tragedias de Esquilo y Sófocles (Eurípides empieza a poner en tela de juicio a las divinidades).
Esta tendencia se corrigió y aumentó con el advenimiento de las religiones monoteístas inspiradas en el judaísmo. Dichas creencias religiosas supusieron no sólo una visión crecientemente antropomórfica del universo, sino, sobre todo, una codificación estricta de las maneras en que se podía ofender a los dioses –en este caso, al Dios único, omnipotente y omnisciente-, y también de las maneras en que había que expiar esa culpa. En el caso del cristianismo, no sólo había los Diez Mandamientos, sino toda una serie de pecados mayores y menores, catalogados en los evangelios supuestamente genuinos y denostados por una infinidad de teólogos desde la época de la patrística. Con ello, la gran coartada estaba dispuesta, no sólo para los lideres de todas esas confesiones monoteístas, sino para los gobernantes , reyes y emperadores que se apresuraron a investirse con la autoridad divina, empezando por Constantino, el emperador romano que inició la gran liquidación del paganismo. Ya que no se podía dominar la Naturaleza y los designios de Dios eran inescrutables, se disponía al menos de una guía espiritual para evitar incurrir las iras divinas. Era lícito llorar a los muertos, pero existía la consolación de una vida eterna en un mundo mejor a salvo de todo tipo de adversidades y devastaciones de la Naturaleza. Las epidemias, al igual que los grandes temporales o los terremotos, eran consideradas por los místicos de guardia como un castigo enviado por la Divinidad contra la Humanidad descarriada y pecadora.
Fue el gran terremoto de Lisboa de 1755 , ciudad católica por excelencia, el que movió a los intelectuales de la época a cuestionar este orden de cosas. Lisboa era por aquella época la cuarta ciudad más populosa de Europa, superada solo por Londres, París y Napolés, pero fue casi aniquilada por el seísmo. La gran mayoría de los 70.000 fallecidos de ese 1 de noviembre, día de Todos los Santos, perdieron la vida dentro de las iglesias donde estaban rindiendo tributo a la divinidad. Voltaire escribió ampliamente sobre la tragedia, no sólo en un pasaje de su “Candide”, sino en un célebre poema titulado “Poème sur le desastre de Lisbonne”. En ambas obras Voltaire arremete contra el pensamiento optimista de pensadores anteriores como Leibniz o incluso Descartes: “ Filósofos engañados que gritan /”Todo está bien”/Vengan y contemplen estas ruinas espantosas / Esos restos, esos despojos, esas cenizas desdichadas/ Esas mujeres, esos niños, unos sobre otros apilados/”.
Todavía en 1722, el gran escritor inglés Daniel Defoe en su “A Journal of the Plague Year” era capaz de ver en la gran epidemia de peste que había asolado Londres en el año 1655 una prueba que Dios había puesto a los hombres, y de la cual habían salido fortalecidos los más puros de corazón y los que más fieles eran a los mandatos divinos y a virtudes como la laboriosidad. Pero habían bastado unas pocas décadas dentro del mismo siglo y el trabajo de los filósofos franceses de la Ilustración para que esta idea cayera en desgracia. No bastaba con la fe ciega, sino que empezó a comprenderse que había que buscar explicaciones más racionales y, por así decirlo, inhumanas, a los fenómenos y catástrofes naturales. La postura radicalmente contraria a la de Defoe la encontraríamos en la célebre novela de Albert Camus, “La peste” (1947). En ella la idea del castigo divino ni siquiera se plantea, sino que mientras que la epidemia devasta la ciudad de Orán, la pregunta constante y angustiosa que se plantean los protagonistas es el por qué Dios, si existe, permite el sufrimiento de los débiles y los inocentes. Y la solución que encuentra uno de los personajes es reivindicar una “santidad sin Dios”. Es decir, una dedicación incondicional a nuestros semejantes que sufren y perecen en la enfermedad.
Pero incluso una vez descartada la idea de Dios, de un dios bondadoso e omnipotente pero a la vez vengativo, seguía el problema de la Naturaleza. ¿Qué es la Naturaleza? ¿Es la realización de algún proyecto? ¿Tiene algún sentido? ¿Existe algún plan en el Universo? Uno de los heterónimos del poeta portugués Fernando Pessoa –en mi opinión el mayor poeta del siglo XX- resuelve el problema de esta manera:
Num día excesivamente nítido
Día em que dava a vontade de ter trabalhado muito
Para nele nao trabalhar nada,
Entreví, como uma estrada por entre as arvores
O que talvez seja o Grande Segredo,
Aquele Grande Misterio de que os poetas falsos falam
Ví que nao há Natureza
Que Natureza nao existe
Que há montes, vales, planicies
Que há arvores, flores, ervas
Que há ríos e pedras ,
Mas que nao há um tudo a que isso pertença,
Que um conjunto real e verdadeiro
E uma doença das nossas ideias.
A Natureza é partes sem um todo.
Isto é talvez o tal misterio de que falam
Foi isto o que sem pensar nem parar
Acertei que devia ser a verdade
Que todos andam a achar e que nao acham
E que so eu, porque a nào foi achar, achei
(Alberto Caeiro)
Atrás queda incluso el sofisticado y nada ingenuo ni pueril panteísmo de un Spinoza. Para Caeiro, quizá para el propio Pessoa, en el universo no existe un plan, sino que simplemente ocurren cosas. ¿Acaso la extinción de los dinosaurios supuestamente por un meteorito formaba parte de un plan divino para que los mamíferos se apoderasen de la Tierra? Caeiro se reiría de semejante idea, lo mismo que la inmensa mayoría de los científicos de nuestro tiempo, y de hecho una de las preocupaciones mayores de los astrónomos es justamente que nuestro fin como especie sea muy similar al de nuestros gigantescos predecesores. En la película “Melancolia” (2011) ,del cineasta danés Lars Von Trier, se plantea esta posibilidad. El planeta Melancholia, fugado de su órbita, se precipita hacia la Tierra y acaba colisionando con ella acabando con toda la vida sobre nuestro planeta. Pero no haría falta colisionar con un planeta entero para ello; bastaría con un meteorito o asteroide de un determinado tamaño. Y de esta forma, nuestra especie terminaría su historia sin haber encontrado a ninguno de nuestros imaginados y deseados congéneres inteligentes intergalácticos.
El coronavirus ha revitalizado la idea del castigo de la Naturaleza, esta vez sobre todo desde la izquierda o, al menos, desde una cierta izquierda. Ya no es Dios quien nos castiga, sino la Madre Naturaleza, que no tiene bastante con azotarnos con terremotos, huracanes, cánceres, enfermedades diversas de una crueldad inimaginable que acaban con la vida no sólo de los más viejos y también a menudo de los más inocentes, sino que ha tenido que sacarse de la manga el Covid para abrumarnos con su ira. En este caso, la falta la habría cometido el capitalismo, aunque, como en tiempos de la divinidad más o menos derrocada, seguirían pagando justos por pecadores. El planeta, o Madre Tierra, mostraría su enfado mandándonos esta plaga del siglo XXI.
Sin embargo, tanto la historia de la Humanidad como de las epidemias parece demostrar algo distinto. Cuando los humanos no han salido a buscar las pestilencias en terrenos inhóspitos, han sido las plagas los que han ido a buscarlos. Cólera, tifus, la misma peste negra, y tantas otras. Como dice el polemista y ocasionalmente filósofo francés Bernard Henry Levy en su reciente libro “Ce virus qui rend fou”- no es santo de mi devoción, pero en esto no puedo evitar estar de acuerdo con él-, los virus no miran a quien infectan, ni hacen política, ni tienen conciencia de razón histórica alguna. ¿Por qué entonces esta izquierda se aferra a esta idea del castigo sobrenatural o, quizá habría que decir, hipernatural? ¿Simplemente para tener un argumento más que esgrimir contra el sistema capitalista? Al capitalismo se le puede recriminar muchas cosas, pero considero que culparle del coronavirus es una pretensión cuando menos discutible. Creo más bien que esas personas tampoco aceptan la idea de la insoportable soledad de nuestra especie, tanto entre las demás especies como a nivel cósmico, y por eso creen que hay que ajustarse a un orden natural supuestamente inalterable. Por supuesto que hay que respetar a nuestro planeta, pero no porque nos amenace un castigo impuesto por una sabiduría superior que con toda probabilidad ni siquiera existe, sino por una solidaridad elemental hacia las demás especies animales y porque si no se siguen las reglas del juego, quedas fuera de la partida, como quien quisiera saltar con su caballo fuera del tablero de ajedrez.
Veletri