viernes, 18 de diciembre de 2020

HUMANIZAR LOS DERECHOS

 Según la Constitución española, el derecho a la vivienda no es un derecho fundamental. El artículo 47 es así pues un mero principio de política social y económica, pero no un derecho comparable a la libertad de expresión o al derecho a la propiedad privada. Quienes niegan ese derecho como algo inalienable recuerdan que ni siquiera en la Europa comunitaria, ese supuesto non plus ultra de la civilización mundial, el derecho a la vivienda es considerado como un derecho fundamental. 

Quizá siguiendo la vieja máxima de George Bernard Shaw de que tanto un multimillonario como un mendigo tienen el mismo derecho a dormir en un banco del parque si lo desean. 

Claro está que por la misma razón hay más margen para interpretar ese derecho a la vivienda, lo mismo que el derecho a una sanidad gratuita o a la educación, por citar sólo dos, desde perspectivas ideológicas. Por ejemplo, cualquier ciudadano estadounidense es libre de morir sin asistencia médica de ningún tipo si así lo desea, o incluso si no lo desea, y, de hecho, alrededor de cien mil estadounidenses al año mueren de esta forma. La famosa ACA (Affordable Care Act) , pensada también para favorecer a las grandes empresas del sector sanitario y denigrada por los republicanos como “Obamacare”, dio algunos tímidos pasos en el camino de remediar esa situación, pero se quedó a medias, lo que muy probablemente era su propósito original, ya que un “single payer system” , como se conoce en Estados Unidos a la sanidad pública universal, está anatemizado en ese país como “socialista”. 

¿Pero qué es lo que tienen el derecho a la propiedad privada y el derecho a la libertad de expresión para ser los derechos reconocidos sin límite alguno en todos los países capitalistas por encima de todos los demás? ¿La unanimidad respecto a ambos obedece a un amor desaforado a la libertad de expresión? ¿Existe quizá un vínculo estrecho entre los dos?

Nadie puede negar la importancia de la libertad de expresión en el funcionamiento de una sociedad dinámica y saludable. La falta del libre intercambio de ideas que sufrió Europa durante la llamada Alta Edad Media a causa del predominio absoluto del pensamiento de la patrística cristiana fue el origen de una época de enclaustramiento de las ideas que sólo empezaría a relajarse a partir del siglo XIII de nuestra era. Del mismo modo que el actual fundamentalismo islamista es una clara prueba de adonde puede llevar este tipo de pensamiento circular. Algo parecido podría decirse de los períodos más duros del estalinismo en la extinta Unión Soviética.

¿Pero por qué esta obsesión de que el libre pensamiento y la libre circulación de las ideas ha de estar indisolublemente ligada al capitalismo? ¿No es esa idea ya en sí una forma de pensamiento único? Pero peor todavía es cuando los supuestos campeones de la libertad de pensar y de elegir empiezan a otorgar licencias y patentes de corso para romper sus propias reglas. ¿Por qué es legítimo hacer negocios con Arabia Saudita pero no con Venezuela o Cuba? ¿Por qué Mohamed Bin Salman sí pero 



Kim-Jong Un no? – un espíritu travieso podría preguntar también cuántas veces va a dar la prensa occidental por muerto a Kim-Jong Un, pero ese sería otro tema-. Estas incoherencias podrían llevar a pensar que la supuesta defensa por parte de Occidente de estos tan cacareados derechos humanos no es más que una forma velada de continuar con el imperialismo de los siglos precedentes. Mientras que países como Cuba, Venezuela o Bolivia sufren un escrutinio incansable e implacable sobre todo lo que hacen, incluidos sus procesos electorales, las constantes infracciones de todos los derechos humanos imaginables por parte de Arabia Saudita en el Yemen son objeto de un clamoroso silencio por todos los gobiernos occidentales. Otro ejemplo de un gobierno con patente de corso para realizar toda clase de atropellos sería el de Haití, apoyado sin reservas por el gobierno de Donald Trump e incluso el gobierno canadiense.(https://www.counterpunch.org/2020/12/11/canada-haiti-and-hong-kong/). Por no hablar de la ignorancia absoluta del constante agravio contra el pueblo palestino a manos del gobierno israelí o de otras minorías étnicas ignoradas en el mundo como por ejemplo los rohingyas o los cachemiros (los uigures quizá tengan mejor suerte). (https://www.counterpunch.org/2020/12/11/pukr-palestinians-uighurs-kashmiris-and-rohingyas/ )   Contrasta todo esto de manera más notable todavía con la muy reciente campaña occidental contra Siria, y el envío y apoyo militar por parte de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia a todos esos yihadistas de Al-Nusra –la marca local de Al-Qaida – y del Estado Islámico reciclados a toda prisa como “freedom fighters” al estilo de los talibanes jaleados por Ronald Reagan en los 80. Al parecer, los derechos humanos de los sirios sí que merecen este apoyo por parte de Occidente al estilo de los famosos amores que matan. 

Y , desde luego, sí que existe un nexo inefable entre la libertad de expresión y el derecho a la propiedad o el capitalismo. Porque sin libertad de expresión no hay propaganda, como muy bien sabía Edward Bernays (1891-1995), https://es.wikipedia.org/wiki/Edward_Bernays) el inventor de la teoría moderna de la propaganda, uno de cuyos más aventajados discípulos fue el mismísimo Goebbels. No en vano, la tarea de la mayoría de los “think-tanks” radicados en Washington , entre ellos el célebre “National Endowment for Democracy”, que es poco menos que el brazo propagandístico de la CIA, consiste  en facilitar los cambios de régimen que sean oportunos en el país que en aquel momento sea el blanco de los dos imperios occidentales de referencia, el norteamericano y el británico –el segundo, eso sí, muy subordinado al primero-, acompañados de los compañeros de viaje ocasionales ( Alemania, Francia, Italia, España, etc…). Si se busca un cambio “pacífico”, el método elegido suele ser el de “la revolución de colores”, siguiendo el manual redactado en su día por el politólogo Gene Sharp ( https://es.wikipedia.org/wiki/Gene_Sharp ) Sería el caso de países como Ucrania . En el caso de regímenes muy sólidos y/o totalitarios en los que tal estrategia resulta improductiva, se recurre a la intervención militar directa (Iraq, Libia, Siria). En otros , como Venezuela, se ha intentado un procedimiento mixto de revolución de colores e intervención militar. Y luego estarían los casos de los golpes de estado en el sentido más clásico, reminiscencia del infame golpe de estado en España del 1936, como el golpe de Pinochet en Chile en 1973 –el auténtico inicio de la era neoliberal que luego arrasaría el mundo entero- o, más recientemente, Honduras y Paraguay. Tomas de poder por parte de los militares con el sabor añejo del típico alzamiento decimonónico que se hizo famoso en todo el mundo partiendo de España. 

Pero quizá el colmo de la duplicidad de la propaganda occidental se da en casos como la estigmatización y condena simbólica a la hoguera de personajes como Julian Assange o Edward Snowden. Los que para nuestra desgracia ya tenemos una edad recordamos como se canonizó en su día a disidentes de la antigua URSS como Aleksandr Solzhenitsyn  o Andrei Sajarov, ambos premiados con sendos premios Nobel. Quizá por eso sea para nosotros un motivo de consternación aún mayor el trato que están sufriendo tanto Snowden como, sobre todo, Assange, sometido en Londres a un juicio a medio camino entre los procesos de Moscú del padrecito Stalin y la ira inquisidora del senador de infausto recuerdo Joseph McCarthy. Y resulta más escandalosa todavía la manera en la que la muy democrática e ilustrada “main stream media” occidental ha dejado en la estacada a quien fuera en su día un antiguo colaborador, cuyos wikileaks fueron publicados por los más destacados periódicos liberales del mundo (The New York Times, The Guardian, El País, Der Spiegel, Le Monde…). Los mismos medios que ahora le difaman y condenan. Como es bien sabido, Assange se enfrenta ahora a una más que probable cadena perpetua en Estados Unidos en cuanto se de vía libre a su extradición, algo que parece inminente y que se sabrá con certeza el próximo 4 de enero. 

Por todo eso sería quizá mejor dejar de lado tanta hipocresía y aparcar la palabrería sobre los derechos humanos para sustituirla por una humanización de los derechos. Una ética que reconociera que no puede existir nada que se parezca a una auténtica democracia sin el reconocimiento explícito de  una serie de derechos humanos esenciales tales como el derecho  a la vivienda, el derecho a una educación gratuita e independiente de tutelas políticas y religiosas o el derecho a una sanidad universal gratuita y un respeto elemental a las minorías inmigrantes. Una ética política que aceptara el hecho de que si estos derechos no están al alcance de la totalidad de la población, la supuesta libertad de expresión no es más que un estéril derecho al pataleo , en el ejercicio del cual acaban prevaleciendo los sofistas y los bufones del sistema, convenientemente apoltronados en sus cátedras universitarias, en sus salas de redacción y en sus tribunas televisivas o radiofónicas, sin olvidar los ejércitos de cibermercenarios a sueldo que repiten a diario el argumentario recibido de sus superiores en los laboratorios de pensamiento como quien repite el padrenuestro en sus oraciones diarias. Aunque sean oraciones al dios Mammón.  

Veletri