martes, 14 de enero de 2020

PREDICA, QUE ALGO QUEDA…


Era frecuente, en aquella España de hambre y miseria de la postguerra, que de vez en cuando aparecieran por los pueblos grupos de frailes predicadores que organizaban jornadas de reflexiones espirituales consistiendo, sobre todo, en prédicas dentro de los templos con el objetivo de reavivar la tibieza espiritual de la que siempre han hecho gala los españolitos de a pie.

El pueblo de mi nacimiento y niñez no se libró de tan “sanas y santas costumbres”, y aún recuerdo el “volandeo” de hábitos y sotanas por las calles anunciadores de tan “benignos y aprovechados acontecimientos”.

Estas prédicas, como era preceptivo, se impartían por sexos. Era inconcebible que uno y otro sexo estuvieran juntos y revueltos en tan piadosos saraos.

Llegada la tarde del domingo, y entre el no tener otra cosa mejor que hacer, y también por aquello del qué dirán si no te ven acudir a tan exigente e inexcusable convocatoria, la fauna masculina del lugar se aglomeró en el interior de la iglesia parroquial a la espera de que el fraile piquito de oro de turno, desde el púlpito, arremetiese contra los allí congregados con toda la artillería semántico-celestial de la que era capaz en el intento de redimir sus pecadoras almas.

Resultó, que el día antes, un vecino había fallecido de muerte súbita, sin padecer ninguna enfermedad aparente que provocara tal desenlace. Una de esas muertes que sobrecoge a quien recibe la noticia porque, por inesperada y cierta a la vez, es trasladada al propio psiquismo creando la posibilidad de que te hubiera pasado ya que todos tenemos, dentro del bombo de la suerte, uno de los números de tan macabra lotería.

Conocedor el fraile orador de este hecho, le vino que ni pintiparado para explotarlo en su prédica, y a base de expresivos e ilustrados ejemplos lanzar a los allí concurridos toda suerte de exhortaciones sobre la realidad de que, la muerte, puede visitar en cualquier momento, y sin avisar, a cada uno de los allí presentes.

Y si la muerte, que no reconoce condición ni acepta plazos, treguas, acuerdos ni cualquier otro pacto para negociar su llegada, se presenta de golpe y los encuentra en pecado mortal ¿qué sucedería?... Pues que el alma de quien en suerte la Parca le tocase el hombro se iría irremisiblemente al infierno, sin tiempo para la posibilidad de la reparación y la reconciliación con Dios mediante el arrepentimiento previo y la confesión.

La iglesia estaba de bote en bote. No cabía un alfiler. Matías el limpiabotas, mutilado de guerra a quien un trozo de metralla lo dejó cojo, trataba el hombre en vano de acomodarse como mejor podía aupándose en uno de los laterales de un confesionario, con tan mal tino que resbaló y en su caída al suelo arrastró tras de sí, acompañado de un estentóreo grito, el vetusto confesionario de madera que crujió en un gran estruendo que fue rebotando por todas las bóvedas del templo.

Esto sucedió en lo más álgido de la tenebrosa predicación del exaltado fraile, cuando estaba ya pintando con expresivas imágenes en qué consistían las penas y sufrimientos del infierno por toda la eternidad, donde horribles demonios de toda índole ensartaban una y otra vez con sus tridentes las almas condenadas y las arrojaban a las calderas de Pedro Botero.

El sobresalto general fue mayúsculo. Influenciados por la prédica del fraile todo el mundo coligió que por causa de sus pecados alguno de los allí presentes había sido fulminado de inmediato por la ira divina, indignada hasta el extremo por la comisión de quién sabe qué cuantiosas y horrendas faltas contra las leyes divinas. La cuestión es que un pánico irracional se apoderó de todos los presentes, hasta el punto de salir cada uno por su lado en desbandada, por encima de bancos y demás mobiliario, arrastrando en su huida a algún que otro santo y su peana, en dirección a la puerta en el intento de escapar de lo que parecía un “ajuste de cuentas” divino sobre el que más, y quién sabe si también, sobre el que menos.

De nada sirvieron los gritos del fraile llamando a la tranquilidad y la cordura, incapaz de detener aquella marabunta humana que entre gritos, empujones, forcejeos e imprecaciones de toda laya trataban de llegar hasta la calle convirtiéndose la puerta de salida en un tapón humano que ríete tú de los sanfermines cuando tal cosa ha sucedido alguna vez a la entrada de la plaza de toros, teniendo en cuenta que, en esta ocasión, el "toro" era nada más y nada menos que el dedo divino apuntando a discreción de un lado a otro.

En días sucesivos, y una vez aclarado el suceso, el choteo y la inventiva popular sobre aquel chusco episodio quedaron asegurados. De hecho, y durante años, sirvió de chascarrillo doméstico que siempre provocaba la hilaridad de los oyentes. Yo, aún hoy, no puedo reprimir la risa al recordar el suceso, sobre todo cuando suena en mi cabeza la manera en que lo contaba una tía abuela que tenía, que había sido la hermana del abuelo carabinero republicano que murió enfrentándose a las tropas de Yagüe en su avance hacia Madrid. La gracia con que lo contaba, aderezado de todo tipo de comentarios de corte anticlerical (no se cortaba un pelo para la época) nos hacía disfrutar de lo lindo.

¿La moraleja?… Pues servíos vosotros mismos. Creo que no hace falta añadir nada más, cada cual es muy libre de sacar las conclusiones que más le apetezcan.

Flan Sinnata