Voy a contar una historia que en su momento me fascinó, pues conocí a las personas que fueron participantes de la misma y las emotivas circunstancias que intervinieron, así como por la singularidad de las situaciones que tuvieron lugar.
Cuando nos casamos, la modesta “luna de miel” que mi mujer y yo hicimos consistió en visitar tanto mi pueblo de nacimiento como el de mi mujer para poder conocer a las respectivas familias. Yo soy de un pueblo de la provincia de Badajoz y ella lo es de otra pequeña población de la provincia de Sevilla.
Conocí a la abuela de mi mujer ya muy mayor, pero despierta y vivaracha, que vivía en la misma casa con un hijo casado, padre de varios hijos, que eran por tanto tíos y primos de mi esposa. Sin embargo, no me enteré que también tenía abuelo hasta después de las primeras elecciones generales que, como todo aquel que tenga memoria política sabe, se celebraron el 15 de junio de 1977.
El abuelo de mi mujer resultó ser un “topo de la guerra”. Se llamó así a aquellas personas de ideas izquierdistas y/o republicanas que se ocultaron tras la guerra civil para escapar de la represión franquista.
Hubo en España cientos de “topos” que ya a finales de los años sesenta, a través de un decreto que dictaba la prescripción de los presuntos “delitos” políticos cometidos antes del final de la guerra, fueron saliendo a la luz sin más consecuencias aparentes. Sin embargo, el abuelo de mi mujer no quiso salir a la calle, insistiendo en su actitud de ocultamiento público, hasta el día en que se celebraran las primeras elecciones generales.
Voy a contar los hechos tal como me los contaron a mí diversos protagonistas de este caso particular, incluido el testimonio de esta persona, el topo, el abuelo de mi mujer, a quien tuve el honor y el placer de conocer poco tiempo después de las primeras elecciones generales.
Cuando estalló la guerra civil, esta persona era concejal por el Partido Comunista y pertenecía al Comité Antifascista que enseguida se formó en su localidad, como en otras tantas de toda España, una vez enterados del levantamiento militar apoyado por el poder económico, la ultra-derecha política y el clero eclesiástico. Como medida preventiva, del mismo modo que sucedió en tantas otras poblaciones españolas, los más destacados miembros de la derecha radical locales fueron encerrados para así anular cualquier capacidad de maniobra ante el peligro real que representaba el movimiento de tropas franquistas y el asalto a las poblaciones republicanas para reducirlas por la fuerza de las armas y reprimirlas. Todos sabemos por la historia, que la represión en Sevilla fue brutal, que de allí partió el ejército del sur, la llamada “columna de la muerte”, comandada por el teniente-coronel Yagüe a través de la llamada “ruta de la plata” entrando a saco en todas las poblaciones y diezmando a sus habitantes por el solo hecho de saber que los mismos eran de izquierdas o habían votado a partidos de esa significación.
Cuando los nacionales entraron en el pueblo de mi mujer hallaron intactos a todos los presos derechistas (como pasó en otros muchos), a pesar de la insistencia de linchamiento por parte de gentes que huían desde otros pueblos ocupados y que iban contando lo que moros, legionarios y falangistas hicieron con muchos de sus familiares, queriendo vengarse. El abuelo de mi mujer y otros miembros del comité impidieron que se cometieran tales barbaridades. Ocupado militarmente el pueblo, tanto él como una docena más de compañeros fueron hechos prisioneros y, en reata de presos, sacados a las afueras del casco urbano, llevados junto a la tapia del cementerio para ser fusilados sin más contemplaciones y ser enterrados allí mismo en una fosa común.
De la ejecución se encargaron los falangistas, como sucedió en tantas localidades, pues fueron los que se dedicaron en retaguardia a la labor de reprimir y masacrar a sus propios paisanos sospechosos de izquierdistas mientras el ejército seguía su avance por Extremadura hasta Madrid.
Se formó el pelotón de ejecución, comandado por el más significativo de ellos y descargaron sus cerrojos sobre aquel grupo de republicanos cuyo único delito era el de pensar diferente y defender el régimen legal constituido. Los baleados cayeron al suelo y el falangista que los mandaba se dedicó con su pistola a descargar sobre las cabezas de los fusilados, uno a uno, el tiro de gracia para acabar de rematarlos. Al abuelo de mi mujer no le propinó el tiro de gracia pues vio que tenía la cara destrozada de un balazo y consideró que ya estaba muerto, por lo que ahorraba munición. Como la tarde caía el pelotón volvió al pueblo con el ánimo de mandar al día siguiente una cuadrilla de hombres y enterrar allí mismo, sin más miramientos, a los asesinados.
Y aquí empieza la odisea de este hombre, el abuelo de mi mujer. Según parece, como consecuencia de la descarga, recibió un tiro que le dio en la cara destrozándole un pómulo causándole una aparatosa herida y cayó al suelo. A causa del impacto quedó conmocionado, según él mismo me relató, y perdió el conocimiento, pero la herida no era mortal de necesidad pues el proyectil no entró en el cráneo sino que haciendo pedazos un pómulo, entró transversalmente y siguió su trayectoria.
Era ya noche cerrada cuando recuperó el sentido y poco a poco fue dándose cuenta de la situación. Intentó moverse, cosa que logró a pesar del dolor que sentía en la cara y pudo incorporarse poniéndose de pie. No sabiendo qué otra cosa hacer se dirigió al pueblo, en dirección a su casa. Ocultándose entre las sombras de la noche consiguió llegar hasta la puerta falsa trasera del corral y se introdujo en él. Su familia estaba en esos momentos llorando lo que consideraba una muerte segura, así que la sorpresa fue mayúscula cuando lo vieron aparecer desfallecido y ensangrentado.
Me contaba este hombre que a consecuencia de su irrupción en la casa, los gritos de lloros y alegría se mezclaban de tal manera que tuvo que decirles que siguieran con el disimulo de los llantos pues podían ser oídos desde fuera y causaría sospecha semejante jolgorio en casa de un ajusticiado. Lo curaron como pudieron y se escondió de la mejor manera posible a la espera de acontecimientos. Era absurdo que pretendiese huir pues en ese estado no llegaría muy lejos y sería cazado como un perro.
A la mañana siguiente cuando fueron a enterrar al grupo de republicanos fusilados, entre los que abrieron la fosa no se hallaba ninguno de los que el día anterior les habían dado muerte. Ni les dijeron quiénes eran, o si eran tantos o cuantos, sólo llevaban la tétrica orden de abrir a toda prisa un hoyo lo suficientemente grande como para que cupieran todos los cuerpos y cubrirlos de tierra, sin practicarse anotaciones de ningún tipo. Esa gente represaliada sumariamente simplemente no existían, no eran nadie, ni siquiera se les “contabilizaba” como muertos.
Pasaron los días y nadie vino a molestarlos. Al contrario, siendo la casa de uno de los fusilados, la mala conciencia de algunos, el respeto sincero de otros, o el temor de entablar relación con semejantes estigmatizados hacían que prácticamente nadie se interesara por nada y, ni paisanos ni autoridades, removían ninguna cuestión relativa a los sucesos ocurridos. El abuelo de mi mujer se fue recuperando de las heridas, acondicionó lo mejor que pudo el agujero donde vivía y aprendió el oficio del hermano, que era zapatero, para colaborar en la economía de la casa. Nadie jamás se enteró de que aquel hombre, que se había salvado de una muerte segura, vivía entre sus paisanos en la más absoluta clandestinidad. Durante algún tiempo la familia públicamente siguió haciendo el “paripé” del lloro de su muerte hasta que poco a poco las cosas fueron volviendo a la normalidad. La “normalidad” que el régimen dictatorial que vino después imponía, desde luego.
Cuando le conocí le pregunté que por qué no se acogió al decreto de prescripción de penas que el régimen de Franco promulgó a finales de los sesenta. Este hombre, a pesar de su enclaustramiento estaba bien informado y al cabo de la calle de cuantos acontecimientos políticos y sociales sucedían tanto a nivel nacional como internacional. Su contestación fue que, aun sabiendo que efectivamente pudo hacerlo no quería “agradecer” nada a la dictadura, que la oportunidad de salir a la calle sería cuando acabara aquel infame régimen político y se hubiese implantado uno democrático. Más concretamente, decía, que saldría a la calle el día en que se celebrasen, ya en democracia, las primeras elecciones generales. Y cumplió su palabra.
Este hombre lamentaba que, siendo yo ya parte de la familia, mi esposa no me hubiese dicho nada de su existencia pero quería seguir en la más absoluta clandestinidad esperando hasta que llegara el momento oportuno. Había esperado 41 años metido en aquel agujero a causa de la intolerancia ideológica y quería que, cuando lo hiciese, la situación política fuese la misma que la que le obligaron a dejar en el 36 intentando matarle.
Por otra parte, él sabía que algunos de los falangistas que formaron el pelotón de fusilamiento aún vivían, y concretamente el que les dio uno a uno el tiro de gracia, que él conocía bien pues eran del mismo pueblo y poco más o menos tenían la misma edad. El abuelo de mi mujer tenía algo en mente y quiso ponerlo en práctica a toda costa llegado el momento.
Murió Franco, se inició el proceso de transición democrática y se celebraron las primeras elecciones generales del 15 de junio de 1977.
Aquella mañana de elecciones, el abuelo de mi mujer se aseó, se puso un traje que aún conservaba desde los años treinta que, a sus ya cumplidos 71 años, aún le caía bien porque siempre fue delgado. Desayunó por primera vez en el comedor de su casa, se levantó y se dirigió a la puerta de la calle para salir a la misma. Nadie reparó en él porque nadie había en esos momentos. Se dirigió al colegio donde sabía se estaban celebrando las elecciones. Por el camino una cara conocida, pero ya envejecida por los muchos años transcurridos, venía en dirección contraria a sus pasos, al llegar a su altura se miraron y con una sonrisa en la boca el abuelo de mi mujer le saludó llamándole por el mote que desde siempre era conocido. El sorprendido paisano se paró y giró sobre sí mismo viendo como aquel hombre también mayor que seguía su camino y que le había llamado por su mote volvía la cabeza para volverle a sonreír diciéndole: “¿Qué pasa, ya no te acuerdas de mí?”… Me contaba el abuelo de mi mujer que aquel amigo de juventud se quedó blanco como la cal, con la quijada desprendida del estupor, no dijo nada porque le pidió que no hablase, que no preguntara nada, que tiempo habría, y este hombre, confuso, sin salir de su asombro, se pegó a él y estuvo acompañándole por las calles del pueblo con la intuición de que estaba viviendo un acontecimiento extraño e insólito.
Entraron en el colegio electoral, se dirigió a la mesa de las papeletas y escogió una: la del Partido Comunista de España. La dobló y se la guardó en el bolsillo.
Evidentemente, aquella papeleta no la cogió para votar ya que él no existía, no constaba en censo alguno. El abuelo de mi mujer empezó a notar miradas y murmuraciones a su alrededor, sobre todo provenientes de las personas más mayores, pero me explicó que no les hizo caso, que le parecía bien que la gente empezara a hacerse preguntas sobre alguien que “murió” hacía 41 años porque fue injustamente fusilado. Me explicaba que nadie, en sus dudas, cuchicheos, sorpresas y vacilaciones se atrevía a acercarse y preguntar nada, como si él fuera un espectro viviente, proveniente de un pasado lejano, que venía a visitarles, pero que aún se encontraba vivo en la memoria de los más viejos. Salió del colegio electoral y se encaminó al bar social del pueblo, que todo el mundo conocía como “El Casino”, situado en la plaza mayor, donde había estado siempre. Detrás de él no sólo seguía acompañándolo el confuso y sorprendidísimo amigo de juventud, sino que algo así como media docena de personas más, todas mayores, también les seguían sus pasos, hablando entre ellas, sorprendidas, como intentando deshilvanar viejos recuerdos. Alguien con cierto temor y timidez, acercándose a él le hizo la pregunta directa de si acaso era familiar de alguien que murió durante la guerra civil y él, sin contestar, sólo se limitaba a sonreír mientras caminaba.
Entraron en el casino, y el abuelo de mi mujer apenas avanzó unos metros lo vio sentando en la mesa habitual que siempre ocupaba con otros tres paisanos para jugar al dominó. Se trataba del antiguo falangista que mandaba el pelotón de fusilamiento y que, fusil también en mano, dio la orden de disparar sobre el grupo de asesinados para propinarles el tiro de gracia después.
Se acercó a la mesa. La espontánea comitiva detrás. Los ocupantes de la mesa ante la inesperada presencia de aquel hombre, en principio desconocido, levantaron la vista para mirarle. En ese momento el abuelo de mi mujer sacó la papeleta electoral del bolsillo de la chaqueta, alzándola con la mano para que todo el mundo la viera y con una serenidad que a él mismo le sorprendió, según me contó, levantó la voz y dijo; “Me llamo Fulanito de Tal (omito nombres por razones obvias), muchos de los que estáis aquí y tenéis mi edad me conocéis, y seguro que os acordaréis de mí. La mala puntería de los que nos fusilaron, como la de éste que se sienta aquí, hizo que me salvara y volviera a mi casa donde he estado escondido todos estos años”. Y agitando la papeleta en alto, alzando más la voz, con un punto de indignación, exclamó: “¡Mirad qué tengo en la mano!” “¡Una papeleta de voto del Partido Comunista de España. Por votar a este partido y por ser fiel a la República me quisieron quitar de en medio, como a tantos miles de españoles que no cometieron otro delito que pensar diferente. Tuve más suerte gracias a la mala puntería de éste, aunque después estuve enterrado en vida. De nada le ha servido a él y a tantos asesinos como él haber derramado tanta sangre!”. Dio un paso, se acercó al estupefacto y demudado viejo falangista, que instintivamente se echó para atrás, sin saber muy bien qué iba a pasar. Dando un manotazo con la papeleta encima de la mesa continuó: “¡Aquí tienes, el voto al Partido Comunista. Como puedes ver una papeleta electoral no mata a nadie. Las balas de la barbarie y la intransigencia, sí!”. Me comentó que se lo quedó mirando a los ojos un buen rato. El silencio que se creó en el bar fue tremendo. No esperó a que nadie dijese nada, dio media vuelta y salió del local por el pasillo que el ya numeroso público congregado le hizo. Me contó que en esos momentos empezó a emocionarse pues los ojos empezaron a humedecerse, pero guardó la compostura con la dignidad que dan más de cuarenta años de preparación y espera a que llegara un momento así.
Le pregunté qué hizo después. Me contestó que se dirigió al Ayuntamiento para presentarse a las autoridades y explicarles su situación. Declaró que no guardaba rencores ni deseo de venganza alguna, y que quería vivir lo que le quedaba de vida en paz y armonía con el resto de sus vecinos. Lo “rehabilitaron” en el registro civil como persona “aparecida” para poder ejercer sus derechos civiles. Ni qué decir tiene que el pueblo vivió unos días muy “entretenidos” a partir de entonces.
Conocí en él a una persona muy centrada, instruida, serena, pero con la lógica amargura contenida de a quien le han robado 41 años de vida a causa de la intransigente barbarie de las ideas únicas que reprimen todas las demás. Pero vivió lo suficiente como para utilizar la más mortífera de las armas: la razón moral que su ejemplo vivo de denuncia inesperada significó para tantas conciencias adormecidas.
Hace ya bastantes años que el abuelo de mi mujer murió. Me alegro sobremanera de haber conocido y conversado con personas que, dadas las circunstancias que vivieron, demostraron una entereza heroica digna de respeto y admiración.
Desde aquí mi más sentido homenaje.
Flan Sinnata