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Hasta las revoluciones que inauguran la Contemporaneidad, el devenir material se corresponde con la lenta descomposición de la la estructura feudal, a modo de pecio que se resiste a la corrosión que más tarde que pronto le pondrá fin. Y sobre el pecio, un pulpo llamado Estado.
Hasta las revoluciones que inauguran la Contemporaneidad, el devenir material se corresponde con la lenta descomposición de la la estructura feudal, a modo de pecio que se resiste a la corrosión que más tarde que pronto le pondrá fin. Y sobre el pecio, un pulpo llamado Estado.
El Estado Moderno no es más que la sofisticación de la organización
burocrática de la cohorte de privilegiados apartados de la producción de la que
hemos venido hablando desde el Neolítico, por razón de sus servicios -no siempre o pocas veces razonables- a la comunidad, y en cuyo auxilio para
justificar la permanencia eterna acudirá en breve todo el andamiaje ideológico
alrededor de los términos Nacionalismo, Nación y Pueblo.
Un pulpo cuyos tentáculos abarcan cada vez
más, en el terreno económico mediante ese símbolo del poder estatal, los
impuestos, y mediante su avance en el terreno jurisdiccional, arrebatando las
funciones de este tipo que desde el final del Imperio Romano y hasta el
s.XV-XVI habían monopolizado los estamentos de oratores y bellatores.
El campesinado occidental y no digamos el oriental o el sudamericano,
desposeído o no de la tierra de la que subsiste, en general vive aplastado por
el expolio a la que es sometido en forma de extracción de rentas. Rentas de las
propiedades, rentas por derechos feudales diversos (uso de molinos, equipos,
puertas, puertos...) rentas al Estado, los famosos impuestos.
Rentistas
privados por aquí y rentistas estatales por allá, todos con un rasgo común: no
mueven un dedo por producir algo de utilidad; ni por agitar, innovar o al menos
chequear qué funciona bien y qué mal, ¿para qué, si así ya les va fenómeno? Y
ese aplastamiento y esta parsimonia allana el camino para lo que vendrá
después.
La economía campesina está abocada a ser de mera subsistencia en gran
medida porque la estructura de la propiedad heredada del feudalismo, hasta las
desamortizaciones políticas masivas, determina que aquella sea estática: la
tierra no puede ser vendida y comprada, no es mercancía. En estas condiciones
de freno a la penetración de la idea de lo mercantil en el sector
todavía ampliamente mayoritario de la producción, el desarrollo material tiene
que ser por necesidad muy lento.
Y no porque dicha idea le sea del todo ajena
al campesino: cuando puede, el pequeño y mediano productor acude a ferias y
mercados de ciudades, de manera espontánea, porque sabe que eso le proporciona
el excedente para elevar su nivel de vida. Y alrededor de tal actividad urbana
su clase típica, los burgueses, crecen a la par que su propio excedente, a
pesar de que como el campesinado también se ve sometido a la extracción de los
rentistas. Como vemos, siempre el excedente como clave.
Pero si el campo al margen del mercado ralentiza el proceso imparable de
mercantilización de la economía, este proceso sí prospera a buen ritmo en la
industria manufacturera de los burgos, en muchas regiones europeas, con
su indispensable complemento de la banca, las finanzas y el sector seguros,
donde los gremios son un escollo menos insalvable que el anquilosamiento rural.
El capitalismo mercantil es una realidad global a mediados de siglo XVII, con
Holanda e Inglaterra de puntas de lanza, y es este último país donde la
enajenación de tierras (actas de cercamiento) combinado con la acumulación de
capital comercial ultramarino y un propicio mediambiente político y cultural en
favor de la libre empresa y la innovación técnica, da el pistoletazo de salida
para la primigenia acumulación de capital industrial.
La Revolución Francesa cambia el escenario de un único golpe que
perdurará muchas décadas en el imaginario colectivo: el pulpo estatal, que ya
estaba notablemente desarrollado con la Monarquía borbónica, acaba por derruir
el pecio feudal y todo su ornamento mental de injustas desigualdades por
nacimiento, en nombre del Pueblo y Nación del que aspira a ser instrumento de
su sacrosanta voluntad. Un paso de gigante en el Progreso tal y como es
esbozado por "Las Luces", sin duda.
Pero los revolucionarios de la liberté,
egalité y fraternité se pasan de frenada en la sustitución del Antiguo
Orden por el orden -o desorden- de la
Razón, a golpe de guillotina y decretos de obligado cumplimiento que no
preguntan ni se detienen ante nadie, aunque en el uso legítimo de aquella
libertad e igualdad, muchos prefieran el imperfecto mundo anterior al paraíso
de absolutos racionales y felices ciudadanos que se les promete.
Amanece el siglo XIX, el de los mayores cambios sociales de la historia
humana, en un vértigo de procesos entrecruzados de acción / reacción política,
imparable evolución tecnológica, explosión demográfica, trasvase campo-ciudad,
y sí, amigos, lo que todos estabais esperando leer desde el principio de la
saga Iguales y Pobres: la configuración de las ¿actuales? clases sociales, proletariado
y capitalistas, materia de la que hablaré en siguientes episodios.