martes, 14 de junio de 2016

EL DEBATE

El debate a cuatro del 14 del corriente, un plomizo coñazo soporífero.
Sólo Mariano Rajoy me rescató del marasmo en un instante brillante, cuando mentó a la Inquisición. Me provocó una carcajada que ya tenía olvidada y que casi me mata, pues a punto estuve de estrellarme contra el suelo, cosa que no ocurrió porque la silla en la que yo yacía es tan recia como la pícara mendacidad de don Mariano.

Para un argonauta del Pacífico, si hubiera visto el debate, la España de sus representantes le debería parecer cosa de locos, teatro del absurdo o de títeres de varas, que no de hilos.
Bendito sea el señor.

Don Mariano, opositor profesional, abordó el debate como si aquello fuera una oposición y, claro, lo superó en grado de excelencia. Se estudió el temario con la fruición con la que lee El Marca y, e voilá, sacó su plaza de presidente del Gobierno como sacó su plaza de registrador de la propiedad en Santa Pola, con la cola.

Albert Rivera, cual adolescente del Opus Dei obsesionado con la epistemología de San Agustín, en su enjuto bagaje vital, deglutiendo sin pudor alguno la dicotomía consenso-disenso, según cómo y para quién, oficio de monaguillo del oficio de tinieblas imposible que nunca llega a nada.
Pero, eso sí, feliz y optimista como Induráin en la pista.

Pedro Sánchez, absolutamente errado en la estrategia que, sin duda, marca la sombra alargada de Felipe González Duque del Gas Natural, habló mal.

 Confundido en la identificación del enemigo o no, mostró su natural impostado, su precaria gestión de lo político, su previsible indefinición, su absurda temeridad frente al adversario (que no es otro que el PP) y, en lo que le dio tiempo a explicarse, ganó decenas de miles de votos para la abstención.

Pablo Iglesias, correcto.

Bueno, pues, en la esperanza de que no nos aburran hasta la extenuación, dejemos que el tiempo corra y para el domingo 26 de junio pongamos nuestra mejor papeleta en la urna.

Y, en fin, que sea lo que la gente (nosotros) quiera.

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