domingo, 4 de septiembre de 2022

¿VOLVER…?

Hoy traigo una simple reflexión, casi de Perogrullo. La vida es una línea de tiempo de un solo sentido y no nos ofrece posibilidad de desandar ningún camino. Vamos, sí es posible reorientarla, enderezar o cambiar el rumbo, pero ningún giro de timón devuelve el tiempo invertido en un pasado derrotero... Ni tampoco puede borrarse el efecto que cada decisión tomada genera, aunque después se opte por la contraria.






En ese sentido, cada elección que hacemos supone el descarte de todas las demás y lo que cada una llevase aparejado. El cierre de todo camino no tomado. De esto no sé si somos conscientes solo cuando ya tenemos una edad. Mientras tanto, vivimos y optamos sin la presión que tendríamos si tuviéramos siempre presente lo determinante que es cada uno de estos momentos en que vamos dejando atrás opciones, adentrándonos en un sendero y casi renunciando para siempre a la exploración de cualquiera de los otros… o al menos a explorarlo tal como lo hubiéramos hecho en ese momento, porque volver o tratar de volver a él más tarde nos hace llegar distintos a como pasamos por esa misma encrucijada en su momento. No somos los mismos mientras vamos que cuando queremos retroceder.





Cómo hubiera sido nuestra vida de haber tenido los hijos que no tuvimos; de haber elegido vivir junto a una pareja distinta o incluso junto a ninguna; de haber aceptado un trabajo o haber rechazado otro; de haber arriesgado y cambiado de geografía o de habernos quedado en el pueblo que abandonamos… Una incógnita.

De hecho creo que gran parte de nuestra vida es producto del azar o de algo parecido a él, a fuerza de no ser siempre verdaderos actores de cada gesto, a fuerza de no tomar suficiente conciencia en su momento, de todas y cada una de las decisiones. Al llegar a un cruce se escoge... y luego solo queda seguir ese camino o los ramales que de él salgan.

Muchas veces tomamos uno que de pronto nos parece errado, y pasados los años alguna extraña concatenación de acontecimientos nos demuestra que quizá sin ese error previo no hubiéramos tenido opción a algo que se nos presenta después… pero también habrá casos
en que los errores son definitivos y solo cabe llorar por la leche derramada.





En fin, simple mi tercera contribución, pero ya no se me ocurre nada que añadir que no
resulte repetición, así que voy a añadir un corto relato que escribí hace catorce años, por si
ilustra un poco el tema, abusando de vuestra paciencia.




Miraba distraído el pasar de gente en el paseo del parque, el sombrero en las manos, el
bastón apoyado en el banco, mientras con un pie removía la arena bajo sus zapatos, una y
otra vez. Sus ojos pardos encontraban a menudo un telón líquido que los separaba del
mundo y que, también a menudo, acababa por despeñarse en forma de lágrimas
inoportunas y sin sentimiento mejillas abajo; por eso nunca le faltaba, blanco y planchado, el
pañuelo en el bolsillo. Una dentadura excesivamente perfecta había sustituido hacía mucho
los que fueran sus dientes, vencidos por el tiempo y por la caries. Sus manos, antaño
anchas, morenas y vigorosas, lucían un mapa impreciso de islas y archipiélagos hechos de
manchas con variadas tonalidades entre el tostado y el marrón. Se diría que de su antiguo
esqueleto y su musculatura habían extraído la fuerza que los sostenía y los alimentaba y
ahora, sobre ellos, las ropas parecían no acabar de querer acomodarse a las formas, como
si no se atrevieran a descansar su peso sobre tan endeble armadura.


Desde la residencia en la que dormía, comía y cenaba, aunque él no se atrevía nunca a
decir que viviera, en el sentido auténtico del término, tardaba en llegar al parque escasos
minutos caminando. Todas las tardes, a las cinco en punto, se acercaba hasta allí. Todas
desde que ella enviudó.
A lo lejos, la figura de ella caminaba despacio, casi imperceptiblemente. Era tan menuda
que, por el tamaño, era difícil valorar el avance, pensaba siempre él. Su pelo, gris plata,
vaporoso y recogido atrás en un moño flojo, era lo primero que distinguía en particular. Sus
pasos, cortos y a veces inseguros, la iban acercando poco a poco hasta ese banco en el
que siempre se encontraban. Ella no usaba bastón y, aunque nunca se lo dijo, él pensaba
que era más por coquetería que porque le resultara innecesario. Solía vestir faldas oscuras
acompañadas de blusas claras, abotonadas hasta el cuello, y la rebeca nunca faltaba en su
atuendo, a veces puesta, otras colocada sobre los hombros, y las más, doblada y colgando
del brazo izquierdo. Sus manos huesudas tenían siempre un ligero temblor, lo mismo que la
barbilla de él, pero a ella le parecía que en cambio su voluntad era maciza, inasequible al
desaliento, perseverante y de una pieza. Ella sonreía con los ojos más que con los labios, y
sabía también hablar con los primeros sin despegar los últimos. Olía a jabón de tocador y él
juraría que jamás había sudado.
Cuando por fin alcanzaba el lugar donde esperaba él, iniciaban un lento paseo que les
llevaba a otro banco, siempre el mismo, frente al estanque. Se sentaban, miraban las aguas
que se reflejaban en sus ojos, también líquidos, escuchaban su chapoteo al caer desde el
grifo central que la lanzaba a lo alto ignorante de que tan continuo empeño no impediría
jamás su caída. Hablaban a veces, con frases cortas y amables gestos. Normalmente
callaban y sólo sentían la proximidad del otro, el tenue calor que sus cuerpos emanaban, e
intentaban atrapar, en la corta hora que compartían, los días, los años que habían perdido
antes, desde que ella decidió aceptar a otro por marido. Él nunca se lo había reprochado; se
limitaba ahora a tomarle la mano marchita y a otorgar, en silencio, el perdón que los ojos de
ella parecían solicitarle a diario.



Espero que os apetezca añadir algo… o añadir mucho, aún mejor ;)

zim