viernes, 25 de febrero de 2022

NACIONAL DARWINISMO



En una escena de la reciente novela “Otoño”, de la escritora británica Ali Smith, aparece un debate radiofónico en el que uno de los personajes dice lo siguiente, todo ello en los días siguientes al referéndum sobre el Brexit: “No es sólo que hayamos fomentado de manera retórica y práctica lo contrario a la integración de los inmigrantes en el país. Es que también nosotros nos hemos animado de forma retórica y práctica a no integrarnos. Ha sido una autorregulación que nos hemos impuesto desde que Thatcher nos enseñó a ser egoístas y no sólo a pensar, sino también a creer, que la sociedad no existe”. Y el otro participante del diálogo contesta: “Eso es típico de vosotros. Superadlo. Madurad. Se acabó. Votación democrática. Habéis perdido”. 


Y efectivamente, una apreciable mayoría del pueblo inglés –pero exigua del pueblo británico- acababa de votar a favor del Brexit. De hecho, el resultado de la votación no podía ser más lógico. Si  la sociedad inglesa, que siempre ha destacado por su ausencia de solidaridad social –recuérdese la feliz época victoriana, sembrada de millones de trabajadores en la miseria , en el caso de los hombres, o de miles de prostitutas, en el caso de las mujeres-, había dejado de sentir la menor implicación emocional hacia sus propios ciudadanos, ¿qué empatía podía quedar para los inmigrantes? 

Y hay que aclarar que esa hostilidad no se reservaba únicamente hacia los musulmanes, sino también a los ciudadanos de países como España o Polonia, que eran considerados como “parásitos” a pesar de desempeñar oficios o tareas que , apenas cuatro años más tarde, con la llegada de la pandemia del covid, serían considerados como “esenciales”. Según los apóstoles del thatcherismo primero y del Brexit después, sólo debían quedar dos principios inalterables dentro de esa sociedad que, por otra parte, decían que no existía; el nacionalismo y el sálvese quien pueda predicado por la dama de hierro. Claro está que Samuel Johnson, uno de los grandes tótems de la cultura inglesa, dijo en su día que “el patriotismo es el último refugio de los canallas”. 

Pero la mayoría de los votantes ingleses no estaban para recordar a esos pensadores tan poco acordes con sus ideas.


El encargado de hacer realidad el gran proyecto del Brexit fue Boris Johnson. Johnson pertenece a ese linaje de los políticos providenciales que se han puesto de moda en todo el mundo en las últimas décadas, compartiendo reparto con personajes tales como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Narendra Modi, Recep Tayyip Erdogan, Viktor Orban, Benjamin Netanyahu, o el mismísimo Vladimir Putin. Todos ellos tienen en común la etiqueta de líderes providenciales, de personajes difícilmente reemplazables, un papel que en gran medida ya había ocupado –aunque con tonalidades ligeramente distintas- la propia Margaret Thatcher, y, de hecho, se hace difícil concebir la existencia de al menos algunos de estos sin semejante predecesora. 

Porque cuando se rehúye por completo de cualquier proyecto de solidaridad o justicia social, de hecho la única herramienta identitaria susceptible de dotar de personalidad a un pueblo es el chauvinismo. Y cuanto peor entendido, tanto mejor. No basta con el simple orgullo nacional, sino que tiene por fuerza que ir acompañado de una cierta desconfianza a todo lo que sea extranjero o foráneo –ya no digamos si a eso se añaden temas de religión y raza-, de la afirmación constante de que las virtudes y símbolos  propios son únicos e irrepetibles,  ya se trate del cricket o de la tumba del Cid Campeador, según las latitudes y los gustos del folklore de cada país. 

En España, es Abascal el que aspira a este título de líder providencial carismático e irremplazable, y en un país en apariencia más maduro política y culturalmente que el nuestro como Francia, no son uno sino dos los líderes que aspiran a ese estatus casi divino: Marine Le Pen y el periodista reconvertido en político ultranacionalista Eric Zemmour.
 

Por supuesto que el ser un líder providencial implica unos determinados privilegios, uno de ellos la invulnerabilidad ante las consecuencias de los propios actos. Por ejemplo, a pesar de ser pillado con las manos en la masa saltándose las restricciones impuestas por su propio gobierno en sus ya famosas francachelas en el número 10 de Downing Street, Boris Johnson se niega en redondo a dimitir, algo que habría parecido inconcebible en los políticos británicos de generaciones anteriores que eran pillados en falta. Pero una vez más, volvamos a Margaret Thatcher: ¿de verdad podía creerse que la doctrina del “todo vale” a la hora de enriquecerse no iba a transformar también la ética –o ausencia de la misma- de los individuos?


Pero el ejemplar más logrado de esta clase de líderes lo ha ofrecido el llamado Monstruo Naranja, Donald Trump. Si hay una cosa que un líder providencial y providencialista no puede aceptar de ninguna de las maneras, puesto que supone la negación de su misma razón de ser, es una derrota electoral. Por eso tiene una profunda lógica desde ese punto de vista que Trump descalificase como falsos los resultados electorales que le echaban de la Casa Blanca para poner en su lugar a un político viejuno y decadente, representante inconfundible del establishment que desde hace ya décadas controla el Partido Demócrata, como Joe Biden. 

Y eso tiene todavía más lógica puesto que, desde el punto de vista por completo identitario del propio Trump y probablemente la mayoría de sus 70 millones de votantes, el único voto que debería valer es el voto blanco, y no el de esas minorías negras y latinas que fueron parte decisiva a la hora de negarle la presidencia en un segundo mandato. 

Boris Johnson's support is slipping away in true blue territory | News |  The Times

 

Llegados a este punto, cabría preguntarse por las razones del éxito de toda esta retahíla de políticos populistas de derechas y demagógicos en tantos países. En parte, lo que subyace es un rechazo al neoliberalismo y a su globalización mal entendida, que ha encontrado nexos de unión con el nacionalismo más carrinclon de viejo cuño. 

Pero hay algo más profundo en todo esto; el éxito de la propaganda neoliberal en desacreditar casi cualquier idea vinculada con la izquierda, la cual, sobre todo en su versión “woke” y progre tanto europea como estadounidense, es también globalista  e internacionalista, con lo cual encuentra un serio freno psicológico a la hora, por ejemplo, de limitar la inmigración en los países que gobierna. Este tipo de socialdemocracia o pseudo socialdemocracia, además,  cree también en su mayoría en el evangelio capitalista, y es también neoliberal pero con unos escasos matices “sociales” que no diluyen para nada la esencia misma del sistema. De esta forma, las clases trabajadoras se han encontrado poco menos que sin representantes políticos a ambos lados del Atlántico, aunque esto se perciba de una manera todavía más notoria en Estados Unidos. 


Este desprestigio generalizado y sistemático de las ideas de la izquierda ha permitido a los partidos neofascistas de nuevo cuño, más o menos agrupados bajo la égida ideológica y de métodos del gurú de la extrema derecha mundial Steve Bannon, actuar con una mayor naturalidad en sus postulados y renegar por completo de la mera idea del socialismo en su afán de atraer a las masas trabajadoras descontentas, un lujo que ni Hitler – con su nacional socialismo de boquilla- ni Mussolini se pudieron permitir. De ahí que estos modernos partidos neofascistas –Vox sería un claro ejemplo de ello- se proclamen a sí mismos neoliberales y privatizadores en lo económico, y furiosamente nacionalistas en lo social.


Una constante de determinados historiadores liberales ha sido menospreciar o disimular el darwinismo mal asimilado del propio Adolf Hitler, quien, de hecho, integraba su propio racismo enfermizo dentro de una más amplia visión darwinista de la sociedad y de la especie humana en su conjunto. Entre los méritos de la monumental biografía del Führer obra del historiador británico Ian Kershaw se cuenta el de  sacar a relucir estos vínculos de la ideología nazi no sólo con las tradiciones medievales más xenófobas y antisemíticas, sino también con el mundo empresarial y militar alemán, y, sobre todo, con  el giro más moderno del darwinismo visto como instrumento de codificación social, tal y como fue ya establecido por personajes como Thomas Huxley, conocido como “el bulldog de Darwin”, una ideología concebida en la ya mencionada sociedad victoriana, la cual, lo mismo que los Estados Unidos de nuestros días y su aplicación de la famosa sociobiología, necesitaba una coartada que justificara el oprobio de la miseria de millones de personas en su seno. 


De ahí que la ideología que verdaderamente defina a estos partidos del neofascismo o fascismo 3.0, aunque no se proclame de manera explícita como tal,  sea un nacionalismo  que probablemente se radicalice cada vez más  combinado con un darwinismo que no se declarara tanto en lo social , a fin de no enajenarse a las clases más populares, sino que se ensañara con las minorías raciales de cada país. Lo cual será una consecuencia muy probablemente inevitable de la incapacidad de estos líderes “providenciales” de resolver los profundos problemas que entraña el capitalismo moderno, tales como solucionar el problema de la automatización del trabajo y la consiguiente pérdida masiva de empleos, por ejemplo. La “fortaleza Europa”  forma parte de las soluciones que esta ralea de políticos van a proponer. Pero los problemas que se presentarán  son mucho más complejos. 

Veletri

viernes, 18 de febrero de 2022

Sol, Luna y Talía

Pasatiempo quinto de la jornada quinta

Talía muere por una arista de lino y es abandonada en un palacio, por el que pasa un rey, que le deja dos hijos. La mujer del rey, celosa, se apodera de ellos y manda que sean cocidos y dados como pitanza al padre, y que Talía sea quemada: el cocinero salva a los hijos y Talía es liberada por el rey, que luego manda arrojar a la mujer al mismo fuego que había preparado para Talía.

   Aunque el caso de las ogras habría podido suscitar alguna pizca de compasión, al final fue motivo de satisfacción, alegrándose todos de que los asuntos de Parmetella hubiesen salido bastante mejor de lo que se pensaba. Y siendo el turno de Popa de ponerse a razonar, ella, que estaba con un pie en el estribo, dijo así:

   Había una vez un gran señor que, habiéndole nacido una hija llamada Talía, convocó a los sapientes y adivinos de su reino para que le dijesen su ventura. Aquéllos, tras varias consultas, concluyeron que corría gran peligro por una arista de lino: debido a lo cual prohibió que en su casa entrasen nunca lino o cáñamo o cualquier cosa semejante, para eludir ese mal encuentro.

   Pero siendo ya Talía grandecita y hallándose a la ventana, vio pasar a una vieja que hilaba; y, pues no había visto jamás copo ni huso y gustándole mucho aquel rodar que hacía, le entró tal curiosidad que le pidió que subiera y, empuñando la rueca, se puso a extender el hilo, pero por desgracia le entró una arista de lino en la uña y cayó muerta al suelo.
   Viendo lo que había ocurrido, la vieja sin más escurrió la bola. Y el pobre rey, una vez al tanto de la desgracia y después de que hubo pagado con barriles de lágrimas aquel tonel de asperino1, la puso en ese mismo palacio, que estaba en el campo, sentada en una silla de terciopelo, debajo de un palio de brocado; y, tras cerrar las puertas, abandonó para siempre aquel palacio, causa de un dolor tan grande, para borrar en todo y por todo de la memoria esa desgracia.

   Pasado un tiempo, a un rey que estaba de caza por aquellos parajes se le escapó un halcón, el cual desapareció por una ventana de aquella casa. Así, como el halcón no acudiera al reclamo, mandó llamar a la puerta, creyendo que la casa estaba habitada. Pero después de llamar durante un buen rato, el rey, tras pedir una escalera de vendimiador, quiso escalar en persona aquella casa y ver lo que había dentro. Subió, pues, y una vez en su interior se quedó como una momia al no dar con persona viva.

   Por fin llegó a la estancia en la que estaba Talía como encantada, y al verla el rey, creyendo que dormía, la llamó. Pero como no despertaba por mucho que hiciese y gritase, y habiendo quedado encandilado ante sus beldades, la llevó en brazos hasta un lecho y allí recogió los frutos de amor, y, dejándola acostada, regresó a su reino, donde no se acordó durante mucho tiempo de lo que le había sucedido.
   Al cabo de nueve meses, Talía descargó un par de criaturas, un varón y una hembra, que eran dos preciosidades de cuyo cuidado se encargaron dos hadas que aparecieron en aquel palacio, las cuales las pusieron en los pechos de la madre. Y una vez, queriendo chupar y no hallando la mama, le agarraron el dedo y chuparon tanto que le sacaron la arista, tras lo cual pareció como si Talía despertase de un profundo sueño y, viendo a su lado aquellas joyas, les dio el pecho y las quiso como a su vida.

   Y mientras ella no sabía lo que le había ocurrido, encontrándose del todo sola en ese palacio, y con dos hijos, y viendo que le llevaban algún refrigerio aunque no sabía quién, el rey se acordó de Talía y, aprovechando una ocasión de salir de caza, fue a verla. Así, al hallarla despierta y con dos huevos pintados2 de belleza, sintió un placer inmenso. Contó entonces a Talía quién era y cómo había pasado todo, surgiendo entre ambos una amistad y un entendimiento grandes. Y, tras pasar unos días en su compañía, se despidió con la promesa de volver para llevársela. Ya en su reino, mencionaba a cada rato a Talía y a sus hijos: si comía, tenía a Talía en la boca, y a Sol y a Luna, que así había llamado a sus hijos; si se acostaba, llamaba a uno y otro.

   La mujer del rey, a la que la demora del marido en la caza ya le había hecho concebir alguna sospecha, con todo aquel nombrar a Talía, Luna y Sol, empezó a calentarse y no precisamente por efecto del sol, así que llamó al secretario y le dijo: «Óyeme, hijo mío, tú estás entre Escila y Caribdis, entre la jamba y la puerta, entre el atizador y la rejilla. Si tú me dices de quién está enamorado mi marido, he de hacerte rico; y, si me ocultases este hecho, no dejaría que te encontrasen ni vivo ni muerto».

   El compadre, de un lado descompuesto por el miedo, de otro halado por el interés, que es una venda en los ojos del honor, una mortaja de la justicia, un castrapuercas de la fe, le dijo al pan pan y al vino vino, debido a lo cual la reina mandó al mismo secretario en nombre del rey a visitar a Talía, con el mensaje de que aquél quería ver a sus hijos, y aquélla, con enorme alegría, se los envió. Pero ese corazón de Medea ordenó al cocinero que los degollase y que preparase con ellos varias sopitas y salsitas para dárselas a comer al desdichado marido.

   El cocinero, que era tierno de pulmón, cuando vio aquellas dos hermosas manzanas de oro tuvo compasión y, dándoselas a su esposa para que las escondiese, guisó dos cabritos en cien manjares variados.

   Y, llegado el rey, la reina con un placer enorme mandó que llevasen las viandas; y, mientras el rey comía con gran placer, diciendo: «¡Oh, qué rico está esto, por la vida de Lanfusa3 ! ¡Oh, qué bueno está esto otro, por el alma de mi abuelo!», aquélla siempre decía: «¡Come, que de lo tuyo comes!». Dos o tres veces el rey no prestó atención a este estribillo, pero al cabo, oyendo que seguía con la música, le respondió: «¡Ya sé que como de lo mío, que tú no has traído nada a esta casa!». Y se levantó encolerizado y se fue a una villa poco alejada de allí para desahogarse.

   Pero entretanto, no satisfecha la reina de todo lo que había hecho, volvió a llamar al secretario y le mandó que fuese a buscar a Talía con la excusa de que el rey la estaba aguardando; y Talía al momento acudió ansiosa de ver su luz, sin saber que la esperaba el fuego. Así, una vez ante la reina, ésta, con una cara de Nerón, de lo más furiosa, le dijo: «¡Sed bienvenida, doña Zorrilla! ¿Tú eres aquella fina pieza, esa hierba mala que goza de mi marido? ¿Tú eres la perra que me da tantas jaquecas? ¡Anda, que has llegado al purgatorio, donde pagarás por el daño que me has hecho!».

   Talía, oyendo esto, empezó a disculparse diciendo que no era culpa suya y que el marido había tomado posesión de su terreno hallándose ella dormida. Pero la reina no quería oír excusas y, haciendo prender dentro del mismo patio del palacio una gran hoguera, mandó que la arrojasen dentro. Talía, que vio las cosas mal encauzadas, arrodillándose ante aquélla le rogó que al menos le diese tiempo para despojarse de la ropa que llevaba. La reina, menos por misericordia de la pobre muchacha que por quedarse con esas prendas bordadas de oro y de perlas, dijo: «Desvístete, te lo concedo».

   Y Talía empezó a desvestirse, y con cada prenda que se quitaba lanzaba un chillido: así, habiéndose quitado el ropón, la falda y el jubón, cuando fue a quitarse la saya lanzó el último grito, mientras la arrastraban a hacer la cernada para la coladita de las bragas de Caronte. Pero en ese preciso instante apareció el rey, que, encontrándose con ese espectáculo, quiso conocer todo el asunto. Y, al preguntar por sus hijos, su propia mujer, que le reprochaba la traición sufrida, le contó cómo había hecho que se los comiese.

   Oído esto, el pobre rey, sumido en la mayor desesperación, empezó a decir: «¡De modo que yo mismo he sido el lobo de mis corderitos! ¿Y por qué las venas mías no reconocieron las fuentes de mi propia sangre? ¡Ay, turca renegada, cómo has podido ser tan perra! ¡Ve, que tú ahora mismo vas a recoger los tronchos, que no pienso mandar tu cara de tirano en penitencia hasta el Coliseo!».

   Y, dicho esto, ordenó que fuese arrojada al mismo fuego que había prendido para Talía, y junto con ella el secretario, que había sido manubrio de ese amargo juego y urdidor de aquella maligna trama; y, queriendo hacer lo mismo con el cocinero, al que creía triturador de sus hijos, aquél se arrojó a sus pies y le dijo: «¡En verdad, señor, no merecería otra plaza muerta4 por el servicio que te he prestado que un horno de brasas, no merecería otra ayuda de costa5 que un palo detrás, no merecería otro pasatiempo que el de retorcerme y encogerme en el fuego, no merecería otra ventaja que la de mezclar las cenizas de un cocinero con las de una reina! ¡Pero no es ésta la gran merced que espero por haberte salvado los hijos a despecho de aquella hiel de perro, que los quería matar para devolver a tu cuerpo lo que era parte suya!».

   El rey, que oyó estas palabras, quedó fuera de sí y le parecía soñar, y no podía creer lo que oían sus oídos. Luego, volviéndose hacia el cocinero, le dijo: «¡Si es verdad que has salvado a mis hijos, puedes estar seguro de que te exoneraré de girar los espetones y que te meteré en la cocina de este pecho para que gires como te plazca mis deseos, dándote un premio tal que te considerarás feliz en el mundo!».

   Mientras el rey decía estas palabras, la esposa del cocinero, que vio el apuro del marido, llevó a Luna y a Sol ante su padre, que, poniéndose a tocar tresillos con su mujer y sus hijos, hacía un molinete de besos ora con uno y ora con otro. Y, tras entregar una buena propina al cocinero y nombrarlo gentilhombre de cámara, tomó a Talía por esposa, la cual disfrutó de larga vida con su marido y con sus hijos, constatando después de todas sus vicisitudes que a quien Dios bien quiere,

durmiendo le llueven los bienes.

NOTAS:

1. Cfr. supra, El garfio, nota 6.

2. Cfr. supra, El mirto, nota 4.

3. Véase supra, El crisol, nota 1.

4. En el original chiazza morta, derivado del español: véase además supra, El mercader, nota 11.

5. En el original aiuto de costa, término también derivado del español.


Giambattista Basile (El Pentamerón)

domingo, 13 de febrero de 2022

ROBO DE BEBÉS: NEGOCIO REDONDO

Distintas asociaciones calculan que 300.000 recién nacidos fueron robados para ser vendidos a familias pudientes entre 1940 y 1990 en el estado español, después de que la Justicia lo haya certificado por primera vez. Y aunque actualmente se estén promoviendo iniciativas parlamentarias para que este tipo de delitos no prescriban lo cierto es que sólo se puede indagar sobre los casos sucedidos en la década de los 90. Uno de los más conocidos traficantes de niños, que se enriqueció con su comercio durante décadas, el doctor Vela, no ha podido ser condenado por estos hechos pues prescribieron hace ya más de 35 años. La inmensa mayoría de los casos que llegaban a los juzgados eran archivados casi inmediatamente ante la imposibilidad de encontrar a muchos de los implicados o testigos, entre doctores, sanitarios, religiosos, padres biológicos y aquellos que no lo son, etc., ya fallecidos cuando se comenzó a investigar. Y no sólo eso, sino también por la eliminación de cualquier rastro administrativo y otros documentos que avalaran el robo del bebé, principalmente los expedientes de nacimiento en los que deberían figurar las personas que atendieron a los partos y que las clínicas aseguran no encontrar bajo el pretexto de tratarse de archivos que con el tiempo se han perdido.
Me propongo en esta entrada narrar de primera mano mi propia experiencia en un asunto de esta índole que, sin saber nada de principio ni pretenderlo, me situó como testigo de excepción en un caso típico sobre esta manera de proceder, y que mi propia indignación por lo sucedido me llevó a indagar con los resultados que al final veremos.

Tendría entonces unos 25 años. No hacía mucho que había obtenido la licencia militar después de haber estado más tiempo del, para mí, necesario vistiendo uniforme, y teniendo compañera estábamos ya haciendo planes de futuro para intentar pasar la vida juntos. Mi futura suegra me tenía en gran aprecio, siendo también el mío a la recíproca, y me confiaba todas las cuitas que creía conveniente pidiéndome siempre el parecer de las mismas… Y sucedió, que una hermana de la entonces novia mía (hoy mi mujer con más de 48 años de convivencia), que también tenía novio y que estaba haciendo la mili como marinero en Cartagena, se lió la manta a la cabeza en un repentino “contigo, pan y cebolla” marchándose a vivir con el novio mientras este cumplía su servicio militar. Algo así, y en aquella época, no fue tomado muy bien por mi suegra y, aunque no pudo impedir que se marchara, un buen día, por las no muy buenas noticias que le llegaban de su hija, decidió ir a buscarla para traérsela a casa… Y me pidió que la acompañase. Cosa a la que accedí sin ningún pero. Y nos encajamos en Cartagena en un autobús de línea…

Llegamos al cuchitril, porque vivienda no se le podía llamar, donde se alojaban cuando el novio no estaba en el cuartel, en compañía de otra chica que estaba embarazada y a punto de dar a luz. Nunca supe quien fue el autor del embarazo, ni tampoco me pareció relevante ese detalle. La cuestión es que cuando pusimos, mi suegra y yo, pie en aquella “casa”, sólo estaban ellas dos: mi futura cuñada con cara de “diosmío que he hecho yéndome de casa” y esta chica que, según supe, tenía 16 años. Madre e hija se abrazaron llorando a moco tendido, la otra con cara de compunción no sabía a dónde mirar y yo me quedé estático esperando la sugerencia de irnos a la estación de autobuses para volver a casa en cualquier momento… Y en estas que se presenta el marinero, el novio de mi cuñada a quien no conocía. Cuando vio el panorama se encabritó sobremanera y empezó a insultar y a decir que su novia no se iba de allí, mientras mi suegra porfiaba que no podía retener a nadie en contra de su voluntad. Yo, por decir algo, le comentaba con la mayor serenidad posible que en aquellas condiciones no se podía hacer una vida “normal”, y como militar que era mientras estuviese en servicio podría tener problemas por lo que estaba haciendo reteniendo a la fuerza a una chica que, por muy novia que fuese de él, no quería estar más tiempo allí… El tío, por toda respuesta cogió unos “chacos” de los que se utilizan en las artes marciales y me dio un fuerte golpe en la cabeza con ellos… Y ahí se acabó mi aplomo y paciencia enviándole una certera hostia a mano abierta que lo tumbó en el suelo. Y aunque se levantó para seguir dándome la cara volví a cruzársela de la misma manera hasta dejarlo aturdido. Y en ese momento aproveché para decirle a mi suegra que tirara de su hija, se fuesen a la estación de autobuses, pues de antemano sabíamos la hora en que salía uno para Barcelona y estaba próxima, y que no se preocupase por mí, que si no llegaba a tiempo de cogerlo ya lo intentaría con el siguiente. Y que me llevaría la ropa, o lo que sea, que mi cuñada tuviese por allí… Y así hicieron poniendo pies en polvorosa…

El marinero volvió a levantarse otra vez intentando agredirme con aquellos dos palos atados por una cadena en los extremos, pero pude agarrarlos antes de que golpeara y se los quité de un tirón mientras volvía a darle otro manotazo advirtiéndole que podíamos estar así toda la tarde… quiso salir detrás de mi suegra y cuñada y tuve que retenerlo con la suficiente fuerza como para que se aviniese a razones y dejara de hacer el burro porque conmigo no iba a poder… Y en estas que la chica, nerviosa y asustada como estaba por el espectáculo que contemplaba rompió aguas y se puso de parto poniéndose a gritar. El cobardón del marinero, cuando vio la situación, se zafó de mi agarre y se quitó de en medio dejándome solo mientras le hacía la advertencia de que no se le ocurriese acercarse a la estación de autobuses y retener a mi cuñada contra su voluntad porque le iba a dejar la cara más inflada que la que la tenía, además de llevarlo al acuartelamiento donde estaba y contar a sus superiores lo que estaba pasando… Ni me contestó, y salió como alma que lleva el demonio… En esos momentos, mi preocupación estaba en la situación de la chica aquella y sobre qué tenía que hacer para remediarlo. Le pedí que se tranquilizase, que saldría a la calle a buscar un taxi y le llevaría al hospital más próximo para que pudieran atenderla. Entre sollozos asintió, salí a la calle y con ayuda de un vecino llamamos a un taxi para que viniese rápidamente y llevar a la parturienta al hospital. Entramos de urgencias y rápidamente se la llevaron para que diera a luz. Mientras, me quedé respondiendo a los datos que me pedían y una vez terminado me indicaron que esperase en una salita, cosa que hice con agrado pues quería saber cómo acababa el parto y la solución que iban a darle a la singular situación en que se encontraba aquella chica y su futuro hijo.

Al cabo de unos minutos entró en la sala un hombre ya algo mayor vestido con bata blanca por lo que supuse que era médico, y una mujer, también de mediana edad vestida de monja. El hombre se presentó como director del centro hospitalario y presentó a la monja como coordinadora de no se qué. Volví a repetirles las respuestas a las preguntas que me hacían y que ya la enfermera me hizo en recepción y, sin entrar en muchos detalles les relaté lo sucedido. Insistían una y otra vez en si conocía a los posibles padres de la chica o algún otro familiar de la misma, así como su lugar de nacimiento y cosas parecidas. Todo esto lo negué porque en verdad, salvo que acababa de conocerla en esa situación y que tenía 16 años, poco, o nada más, podía contar de ella… “Bien, bien… (soltaba el médico), pues no se preocupe usted y ya puede irse”… “Pero, antes de hacerlo, le dije, me gustaría saber cómo está la chica y si la criatura ha nacido bien”… “¿Y qué van a hacer con ella y el bebé?”… Y me contestó con el consabido “no se preocupe, eso es cosa nuestra, está en buenas manos”… y casi me empujaban para que me fuese… Pero, insistí en quedarme pues quería saber si todo había ido bien, “creo que tengo derecho a saberlo”, acabé diciendo con cierta insistencia… Y con caras de no muy buenos amigos acabaron despidiéndose.

Nació la criatura y me avisó la misma enfermera de recepción por si quería verla detrás del cristal. Me dijo que todo fue bien y que tanto la madre como el niño estaban descansando. La chica ni se percató de que estaba yo allí, detrás del cristal que separaba la habitación, compartida con otras madres que también habían dado a luz, y ya con esa satisfacción de que todo estaba bien me fui y busqué una pensión barata donde pasar la noche. Me dije a mí mismo que al día siguiente antes de irme para Barcelona le haría una nueva visita a ver si me podía despedir personalmente de ella y si necesitaba algo. Y así lo hice…

Al entrar no estaba en su puesto la enfermera recepcionista, pero como ya me sabía el camino entré para adentro y me dirigí al pabellón donde la noche anterior dejé a la chica y su bebé. Me asomé al cristal y allí le vi, sola, sin el recién nacido, lloriqueando, y como no vi a nadie me metí para adentro dirigiéndome a su cama. Me reconoció enseguida y le pregunté cómo estaba ella y la criatura, y al nombrar a esta última se echó a llorar explicándome que durante la noche, de madrugada, se llevaron al crío con una excusa y cuando volvieron por la mañana le dijeron que el niño había muerto, diciéndome que no se lo creía, que estaba segura de que se encontraba bien y aunque insistían en su fallecimiento, a pesar de que ella lo pedía, no le dejaron ver el cuerpo… Y en ese momento empecé a atar cabos con la clase de preguntas que el día anterior me hicieron con insistencia para asegurarse de que yo era un anónimo circunstancial que se había cruzado en su vida pero nada más…

“¿¡Qué hace usted aquí!?… escuché de mala manera a mi espalda… me giré y era la monja del día anterior la que me inquiría por mi presencia. Le quise explicar que mientras esperaba el autobús que me llevaría a mi ciudad me parecía bien visitar por última vez a la chica y saber si tanto ella como el niño estaban bien… “¿¡Supongo que le habrá explicado lo que ha pasado!?”… “Sí, me ha dicho que según ustedes el niño falleció”… “¡Eso es, y como no tiene remedio váyase despidiendo porque no puede estar aquí!”, volvió a decirme imperativamente… Y mis sospechas ya se hicieron más evidentes, recordando por aquel entonces haber oído rumores a ese respecto de robar los hijos de madres solteras (y no solteras) para vendérselos a familias pudientes y sin hijos… “¿Y cómo es que no le han permitido ver el cadáver del niño, es su madre y tiene derecho?”… “¡A usted no tengo que darle ninguna explicación de nada, así que váyase de una vez!”… “¿Por qué no me enseña el certificado de defunción?”… “¡Que se vaya o llamo a la guardia civil!”… “Pues llámela, aquí espero sentado a que venga, a ver si se aclara esto”… Y, sí, al rato se presentó un cabo de la guardia civil acompañado de un número en compañía de la monja y con cara de “pero qué coño quiere el tío este”…

Me preguntó por la razón de mi insistencia, sobre lo cual la “madre” (como dijo el guardia) ya le dio explicación. Le dije que no tenía por qué poner en duda lo que me explicaron, pero habiéndome constituido en la “persona más cercana” a aquella chica por haberla ayudado tampoco era una barbaridad pedirles que me enseñaran el Certificado de Defunción que, supongo, les dije, también le habrán entregado una copia a la madre para que constase la defunción de su hijo… La discusión empezó a subir de tono, desmontándoles todas las contradicciones en que aquellos dos compinches incurrían, hasta que echaron manos de esa autoridad amenazante que se empleaba en otros tiempos para desde posiciones de autoridad atemorizarte y ser el miedo el que por fin liberase aquella controversia con la discreta retirada por mi parte. El cabo me amenazó con detenerme por “escándalo público” y que me iban a inflar a hostias en el cuartelillo, pidiendo hipócritamente perdón a la monja por lo que había dicho, y ya, encarándome a la monja le dije de “pe a pa” cuáles eran mis sospechas, y ésta, en un acto de sinceridad provocada por la alteración que tenía me contestó “que los niños nacidos del pecado no tienen futuro y que estarían mejor con una buena familia que los acogiese y quisiera, proporcionándoles una buena educación”… “Y al mismo tiempo ustedes se llenan el bolsillo... eso sí que es pecado”..., añadí yo… Y ahí el guardia no se lo pensó más, me echó las esposas a las muñecas y a empujones me sacó del hospital mientras se quedaba atrás la arrebolada monja con la cara desencajada y como un tomate…
Me metieron en el “cuatro latas” del cuerpo y durante el camino hacia el cuartel, el cabo me fue echando la filípica como si fuera mi padre… En cierto modo me daba cuenta de que al guardia tampoco le hacía mucha gracia aquellas prácticas, pero con colectivos de médicos y con representantes de la Iglesia no se discutía, participando también de la idea de que si el crío estaba vivo estaría mejor con otra familia que con su madre biológica… “Vale, le decía yo, pero al menos que le pidan permiso a la madre, ¿no?... Y la convenzan de eso”… “Ya”… respondía el cabo. Me llevó a la estación de autobuses y me soltó en ella pues consideraba que no valía la pena acusarme de nada, ya que si la cosa iba a más me veía capaz de montar un buen escándalo público porque ya vio que su presencia con otro número en el hospital no me había impresionado mucho. Lamenté que estas cosas ocurriesen impunemente y que se tendría que investigar para saber qué se hace con esos niños, a lo que el zorro viejo del guardia me contestó: “Sí, para que te encuentres el que sea el mismo fiscal quien reclama la criatura”… Me despedí y al rato monté en el autocar que me llevaba a Barcelona.

Al principio comenté que años más tarde conocí a aquel niño hecho ya un hombre, y no fue por casualidad sino que cuando llegué a Barcelona y le conté lo sucedido a mi suegra a ésta le faltó tiempo para ponerse en contacto con un comerciante con dinero que conocía de su pueblo, que no podía tener hijos con su mujer y estaba deseando “adoptar” por el medio que fuese un niño. De manera que se pusieron en contacto con el hospital y consiguieron comprar el niño por 200.000 pesetas de entonces que, a buen seguro, se repartirían la monja y el médico. Y se llevaron al crío al pueblo de mi suegra que he visitado varias veces en mi vida.

A este chico llegué a verlo y hablar con él dos veces. Una siendo adolescente pudiendo apreciar que era el verdadero retrato de su madre tal como la recordaba, y la segunda vez tenía ya más de 30 años… Hoy día, tendrá unos 45 o 46 años… Y, de momento, aún me estoy quedando con las ganas de haberle explicado lo que pasó y de cómo involuntariamente participé en su nacimiento. Es una cuestión muy difícil de abordar porque se mezclan muchas cosas y la gran mayoría tienen que ver con las emociones y los sentimientos que nunca sabes cómo van a responder ante un hecho así…

Como sabemos, la compra-venta de bebes robados ha sido una práctica que el nacional-catolicismo de la época y la mal llamada “modélica” Transición no supo, o no quiso, resolver. Es una de las grandes vergüenzas sociales que padecemos y a la que tan poca atención y recursos se le está facilitando para esclarecer todo el daño que hizo y repararlo.

Flan Sinnata

viernes, 4 de febrero de 2022

El cuento del ogro

Pasatiempo primero de la jornada primera

Antuono de Marigliano es despedido por su madre por ser el archipámpano de los idiotas y se pone al servicio de un ogro; este le hace regalos cada vez que Antuono quiere regresar a su casa y no hay vez que Antuono no se deje embaucar por un posadero. Al final, el ogro entrega a Antuono un garrote que castiga su necedad, se hace resarcir por el posadero y enriquece a su familia.

   Quien dijo que la Fortuna es ciega demostró ser más sabio que Maestro Lanza1 (¡que lo parta!), pues aquella da en verdad manotazos de ciego, encumbrando a gente a la que uno no echaría ni de un campo de habichuelas y echando por tierra a los más granados de entre los hombres, como os explicaré con un ejemplo.

   Se cuenta que había una vez en el pueblo de Marigliano2 una mujer de bien llamada Masella, la cual, además de seis hijas solteras, flacas como seis estacas, tenía un hijo varón, tan patán y tan bruto que no valía ni para el juego de la nieve3, tanto es así que la madre estaba como gorrina con vinco y no pasaba día sin que le dijese: «¿Qué haces todavía en esta casa, pan maldito? ¡Ahueca el ala, granuja! ¡Largo de aquí, macabeo! ¡Que la tierra te trague, cenizo! ¡Apártate de mi vista, zampabodigos! ¡Me robaron de la cuna un niñito lindo, un pimpollo de oro, y en su lugar me pusieron a un marrano papanatas como tú!». Pero mientras ella no cesaba de decirle estas cosas, él no hacía sino silbar.

   Comprendiendo que no podía albergar esperanzas de que Antuono (así se llamaba el hijo) cambiase de vida, un día cualquiera, después de que le hubo lavado bien la calamorra sin jabón, cogió un varapalo y empezó a ponerlo como chupa de dómine. Antuono, que cuando menos se lo esperaba viose escaldado, cardado y forrado, en cuanto se le presentó la ocasión de zafarse de las manos de su madre puso pies en polvorosa y anduvo tanto que, a eso de las veinticuatro horas –cuando empezaban a encenderse los candiles en las bodegas de la Luna–, llegó a los pies de una montaña tan alta que se toqueteaba con las nubes y donde, dentro de una gruta cavada en piedra pómez y encima de la raíz de un álamo, estaba sentado un ogro, la cosa más fea que imaginarse pueda.

   Era enano y contrahecho, cejijunto, tenía la cabeza más grande que una calabaza, la frente repleta de verrugas, los ojos bizcos, la nariz chata y con dos ventanillas que parecían dos cloacas, una boca tan grande como una rueda de molino y de la que salían dos colmillos que le llegaban a los talones, el pecho velludo, los brazos en aspa, las piernas torcidas como un arco y los pies tan anchos como los de un pato: parecía, en suma, un diablo, un espíritu maligno, un repulsivo pordiosero y un perfecto fantasma que habría ahuyentado a un Orlando, espantado a un Skanderbeg4 y hecho palidecer al mejor espadachín.
   Pero Antuono, al que no movía ni el chasquido de una honda, hizo una reverencia y le dijo: «¡Hola, maese! ¿Qué te cuentas? ¿Cómo andas? ¿No hay nada que se te ofrezca? ¿Cuánto falta de aquí hasta el sitio al que voy?». El ogro, cuando hubo oído estas palabras sin pies ni cabeza, se echó a reír, y, como le hizo gracia el humor de aquel bruto, le dijo: «¿Quieres ser mi criado?». Y Antuono le respondió: «¿Cuánto das de jornal?». Y el ogro le repuso: «Si me sirves dignamente podremos llevarnos bien y no te faltará de nada». Sellaron así el pacto y Antuono se quedó al servicio del ogro, en cuya casa se comía a manos llenas y se pisaba el sapo en lo que hacía a la faena, tanto que en cuatro días Antuono se volvió gordo como un turco, orondo como un buey, airoso como un gallo, rojo como un cangrejo, verde como un ajo y panzudo como una ballena, y tan rollizo y rebultado que ya casi no podía ni ver.

   Mas cuando aún no habían pasado dos años, ya harto de toda esa grasa, se apoderó de él un enorme deseo de echarle un vistazo a Marigliano y, de tanto pensar en su casita, se había reducido casi a su traza de antes. El ogro, que podía verle hasta las entrañas y se olía cuál era la comezón de culo que lo tenía como casada insatisfecha, lo llamó aparte y le dijo: «Antuono mío, sé que ardes de ganas de ver a los de tu carne; por eso, y porque te quiero como a las niñas de mis ojos, acepto complacido que hagas este viaje y que satisfagas tus deseos. Toma, pues, este burro, que te evitará las fatigas del viaje, pero que jamás se te ocurra decirle arre, cacaoro, pues por el alma de mi abuelo juro que si lo haces te arrepentirás».

   Antuono cogió el burro y sin decir buenas tardes montó y partió al trote. Pero no había avanzado ni cien pasos cuando se apeó del burro y empezó a gritarle arre, cacaoro. Y no bien hubo abierto la boca el jumento se puso a evacuar perlas, rubíes, esmeraldas, zafiros y diamantes, cada uno del tamaño de una nuez. Antuono, con la boca abierta de par en par, miraba fijamente esas preciosas caquitas, esas soberbias diarreas y esas ricas disenterías del burrito, y, radiante de júbilo, llenó una alforja con todas las joyas, volvió a montar el burro y prosiguió su camino a buen paso, hasta que llegó a una posada. Y al momento de apearse dijo al posadero: «Ata este burro en el pesebre y dale bien de comer, pero que no se te ocurra decirle arre, cacaoro, pues si lo haces te arrepentirás. Y guárdame estas cositas en lugar seguro».

   El posadero, que era uno de los Cuatro del Arte5, un rodaballo, un maestro de malevolencia, cuando oyó esa orden estrafalaria y vio las joyas que valían una fortuna, quiso averiguar el significado de aquellas palabras. Así que atiborró a Antuono de comida y le hizo beber cuanto pudo, tras lo cual lo ayudó a acurrucarse entre un costal y una manta de paño burdo. Y apenas advirtió que se le cerraban los párpados y empezaba a roncar como un descosido, fue corriendo al establo y dijo al burro: arre, cacaoro. Y el burro, con la medicina de estas palabras, realizó la consabida labor, arrojando del cuerpo despeños de oro y torbellinos de joyas. Cuando hubo visto esa preciosa evacuación, al posadero se le ocurrió cambiar el burro y burlarse del necio de Antuono, estimando que sería fácil cegar, atar, engañar, aturdir, enflautar, coger en la soleta y dar gato por liebre a un puerco, zopenco, mentecato, badulaque y simplón como el que le había caído entre manos.

   Y al despertarse Antuono por la mañana –a la hora en que sale la Aurora a arrojar el orinal de su viejo, lleno de arenilla roja, por la ventana de Oriente– y después de que acabó de restregarse los ojos con ambas manos, de desperezarse durante media hora y de bostezar y de tirarse unos sesenta pedos dialogísticos, llamó al posadero y le dijo: «Acércate, compadre, cuentas claras y larga amistad, seamos amigos y que litiguen las bolsas: échame la cuenta y cóbrate».

   Y así, tanto de pan, tanto de vino, esto de sopa, estotro de carne, cinco de cuadra, diez de cama y quince de a vuestra salud, apoquinó la chatarra, y, llevándose el burro con una alforja llena de piedras pómez en lugar de las de engarce, partió a buen paso hacia su pueblo.

   Llegó, pues, a Marigliano, y antes de poner pie en su casa se lanzó a gritar como si le escociesen unas ortigas: «¡Corre, mamita, corre, que somos ricos! ¡Despliega manteles, extiende toallas, estira sábanas y verás tesoros!».
   La madre, con inmensa alegría, abrió un baúl en el que guardaba el ajuar de las hijas casaderas y sacó sábanas que volaban con un soplo, manteles que olían a colada, mantas de brillo deslumbrante, y lo extendió todo sobre el suelo. Antuono puso encima al burro y empezó a entonar el arre, cacaoro, mas ya podía seguir diciendo todos los arres cacaoros que quisiese, pues el burro hacía tanto caso de esas palabras como del sonido de la lira6. Con todo, Antuono repitió tres veces seguidas las mismas palabras, a las que se llevó el viento, y luego cogió un garrote inmenso y comenzó a golpear al desdichado animal; y tanto y con tal saña lo apaleó que la pobre bestia se fue de cámaras y soltó una formidable boñiga amarilla sobre los paños blancos.

   La pobre Masella, viendo esa descarga de vientre y que cuando se había hecho esperanzas de enriquecer la pobreza suya hallaba una financiación tan abundante que bien podía apestarle la casa entera, agarró un bastón y, sin darle a Antuono tiempo de mostrarle las piedras pómez, le propinó una paliza en toda regla. Y Antuono al punto se escabulló y marchó en busca del ogro.

   Éste, al verlo llegar más al trote que al paso, y dado que sabía lo que le había ocurrido porque estaba hadado, lo reprendió con dureza por haberse dejado engañar por un posadero y le dijo que era un tonto de capirote, un calzonazos, un gaznápiro, un cernícalo, un simplón, un bobalicón y un botarate por haber permitido que a cambio de un burro lúbrico de tesoros le diesen una bestia pródiga en excrementos comunes y corrientes. Antuono se tragó esa píldora y juró que nunca, pero que nunca más se dejaría burlar por un ser vivo.

   Mas no había transcurrido todavía un año cuando le volvió la misma jaqueca, muriéndose de ganas de ver a su familia. El ogro, que era feo de cara pero bueno de corazón, le otorgó su permiso y además le regaló un hermoso mantel, diciéndole estas palabras: «Llévale esto a tu madre, pero guárdate de hacer el borrico como ya hiciste con el burro y, hasta que no llegues a tu casa, no digas ábrete ni ciérrate mantel, pues si te ocurre otra desgracia sabe que la culpa será solo tuya. Y ahora vete con mis mejores deseos y regresa pronto».

   Y Antuono partió, mas apenas se había alejado de la gruta cuando puso el mantel en el suelo y dijo ábrete y ciérrate mantel, y al abrirse éste aparecieron, a millaradas, gemas, primores y archimaravillas que dejaban sin aliento.

   Antuono exclamó entonces ciérrate mantel, y, una vez que hubo recogido todas las cosas, se encaminó hacia la misma posada de la vez anterior, donde nada más llegar dijo al posadero: «Toma, guárdame este mantel, pero que no se te ocurra decirle ábrete ni ciérrate mantel». El posadero, que sabía más que Lepe, le respondió: «Pierde cuidado», y, una vez que le hubo dado de comer y de beber hasta embotarlo, lo mandó a dormir. En seguida tomó el mantel, dijo ábrete mantel, éste se abrió y ante sus ojos aparecieron portentos tales que no se lo podía ni creer. Así, habiendo encontrado un mantel igual al otro, al momento de despertarse Antuono fue y se lo endilgó.

   Y así Antuono, andando a buen paso, llegó por fin a la casa de su madre y se puso a gritar: «¡Esta vez sí que vamos a dar en los morros a la pobreza, esta vez sí que acabamos con trapos, harapos y andrajos!».

   Dicho lo cual extendió el mantel en el suelo y empezó a decir ábrete mantel. Pero podría haber seguido diciéndolo hasta el día siguiente sólo para perder su tiempo y no sacar ni migajas ni pajuelas. Entonces, viendo que el asunto le salía a contrapelo, dijo a su madre: «¡Que un rayo me parta! ¡El posadero ha vuelto a jugármela! ¡Pero ahora se va a enterar! ¡Más le valdría que lo hubiesen machacado las ruedas de un carro! ¡Que me quede sin el mejor mueble de mi casa si, cuando pase otra vez por esa taberna para recuperar las joyas y el burro robados, no le hago trizas todos sus cacharros!».

   La madre, al oír estas nuevas burradas, echando chispas le dijo: «¡Calla ya, hijo excomulgado! ¡Ojalá te rompas el pescuezo! ¡Fuera, que me veo las tripas y no te puedo digerir, y se me hincha la hernia y la papada se me infla cada vez que te veo delante! ¡Lárgate ahora mismo y que esta casa te queme como el fuego! ¡Vete noramala y hazte cuenta de que nunca te he cagado!».

   El desdichado de Antuono vio el rayo y no quiso aguardar al trueno, y, como si hubiese robado una colada, cabizbajo y empinando los talones fue nuevamente en busca del ogro. Y este, al verlo llegar quedo y despacito, volvió a ponerlo como ropa de pascua: «¡No sé cómo me contengo de arrancarte un ojo, charlatán, boca de pedo, carne podrida, culo de gallina, tarará, trompeta de la Vicaría7, que de todo haces un bando y siempre vomitas cuanto tienes en el cuerpo! Si hubieses mantenido la boca cerrada en la posada no te habría ocurrido nada de esto, pero tu lengua es como una polea de molino y así has molido la felicidad que te había caído de mis manos».

   El pobre Antuono, con el rabo entre las piernas, se tragó esa música y permaneció tres años tranquilo al servicio del ogro, pensando en su casa tanto como en hacerse conde.

   Pero pasado este tiempo volvieron a entrarle ganas de ir a su casa y requirió la autorización del ogro, quien, por quitarse de encima ese chinche, se la concedió, dándole un estupendo garrote labrado y diciéndole: «Lleva contigo este garrote como recuerdo mío, pero cuídate mucho de decirle levántate garrote ni échate garrote, que yo no quiero tener vela en tu entierro». Antuono lo cogió y le dijo: «¡Anda, que ya me ha salido la muela del juicio y sé cuántos pares hacen tres bueyes! ¡Que ya no soy un niño, y quien quiera burlarse de Antuono antes tendrá que besarse el codo!». Y el ogro le respondió: «La obra halaga al maestro; hembras son las palabras y varones los hechos; esperemos a verlo; tú me has oído mejor que un sordo: guerra avisada no mata gente».

   Mientras el ogro seguía hablando Antuono ya estaba camino de su casa; mas aún no se había alejado ni media milla cuando dijo ¡levántate garrote!, lo que no fue solo palabra sino también ensalmo, ya que al punto el garrote, como si tuviese un duendecillo en la médula, empezó a dar vueltas como un torno sobre la espalda del pobre Antuono, tanto que los garrotazos llovían a cielo abierto y tras un golpe venía otro nuevo. El infeliz, que se vio pisoteado y zurrado como piel de cabra, gritó en seguida ¡échate garrote!, tras lo cual el garrote dejó de hacer contrapuntos sobre el pentagrama de su espalda. Así, aleccionado a su propia costa, dijo: «¡Cojo el que huye! ¡A fe mía, que esta vez no dejo que se me escape! ¡Todavía no se ha acostado aquel al que le toca pasar la mala noche!». Y con estas ideas llegó a la posada de siempre, donde se le brindó la mejor acogida del mundo, pues ahí se sabía bien cuál era el jugo que se sacaba de semejante mollera. Y Antuono, nada más llegar, le dijo al posadero: «Toma, guárdame este garrote, pero será mejor que no le digas ¡levántate garrote!, porque si lo haces correrías peligro. Hazme caso y no te quejes luego de Antuono, que prevenido estás y mis manos están limpias».

   El posadero, contentísimo por esta tercera ventura, lo embutió bien de sopa e hízole ver el fondo del tonel, y, no bien lo hubo acostado en una yacija, fue corriendo a coger el garrote y en presencia de su mujer, a la que había llamado para que asistiese al festín, dijo ¡levántate garrote!; y éste sin más empezó a aporrear las costillas de los posaderos y a retronar zis por allá y zas por acá, yendo y viniendo como un rayo, al extremo de que el marido y la mujer se creyeron perdidos y más que de prisa, perseguidos siempre por el garrote, fueron a despertar a Antuono para implorarle misericordia. Y este, al ver que el peso caía a plomo y que el pez había picado el anzuelo, dijo: «¡No hay remedio! Moriréis a garrotazos si no me devolvéis lo mío».

   El posadero, que tenía los huesos molidos, gritó: «¡Llévate todo lo que tengo pero quítame esta maldición de la espalda!». Y para darle más garantías a Antuono mandó que llevaran todo lo que le había robado. Y Antuono, cuando tuvo las cosas en su poder, dijo ¡échate garrote!, y este se tumbó y se apartó a un lado.

   Así, con el borrico y las demás cosas, marchó a casa de su madre, donde, después de hacer una justa real con el culo del burro y comprobar las bondades del mantel, acopió muchos reales, casó a las hermanas, enriqueció a la madre y ratificó la verdad del dicho:

Dios protege a los locos y a los niños.

NOTAS:

1. En el Esopo, poema giocoso in canti XII (Venecia, 1828), compuesto por varios miembros de la Nuova Accademia di belle lettere de Venecia, se lee: «con áureo y magistral sermón, acorde con el estilo metafórico de Lanza» (IX, 94). Y a pie de página esta nota: «Lanza fue un célebre narrador de fábulas en la plaza de San Marcos de Venecia, acorde con el estilo de los peores autores del siglo XVII».

2. Comarca situada a unos veinte kilómetros de Nápoles.

3. El juego de la nieve consistiría en lanzar bolas de nieve, juego sencillo donde los haya pero demasiado complicado para el hijo de Masella.

4. En el original Scannarebecco. Se trata de Giorgio Castriota, llamado Skanderbeg, famoso capitán albanés que estuvo al servicio de Fernando I de Aragón, rey de Nápoles.

5. Los «Cuatro del Arte» y los cónsules presidían las corporaciones de las artes y de los oficios.

6. «Asinus ad lyram», dice un proverbio latino.

7. El pregonero de la Gran Corte de la Vicaría de Nápoles se anunciaba tocando una trompeta.


Giambattista Basile (El Pentamerón)