viernes, 19 de noviembre de 2021

EL DERECHO A LA PEREZA

 Paul Lafargue escribió su libro “El derecho a la pereza” en 1883. En sus páginas analizaba el proceso por el cual el capitalismo se había extendido por toda Europa, literalmente arrancando a las antiguas clases campesinas y arrastrándolas a trabajar a las fábricas, donde hombres, mujeres y niños trabajaban durante jornadas de hasta dieciséis horas en algunos casos, mientras que “los presidiarios de las mazmorras trabajaban 10 horas de promedio, los esclavos de las Antillas nueve horas, y en la Francia que había hecho la revolución de 1789 y que había proclamado los pomposos Derechos del Hombre había manufacturas donde la jornada era de dieciséis horas, sobre las que se otorgaba a los obreros una hora y media para comer”. Lafargue, apoyándose en relatos diversos de médicos de la época, explica como la mitad de los niños de las familias de tejedores y obreros de las hilanderías de algodón no alcanzaban la edad de dos años. La esperanza de vida de los trabajadores en esas fábricas no solía exceder los treinta y seis. Paul Lafargue fue un médico, periodista y teórico revolucionario franco-cubano. Además de eso, era también el yerno de Karl Marx, y sacó de él muchas de sus ideas. Participó también en las luchas revolucionarias de su tiempo, y en ese opúsculo de apenas un centenar de páginas avanzaba la idea de que los progresos de la técnica iban a posibilitar que las jornadas laborales de las generaciones futuras durasen sólo unas cuatro horas mientras que el resto del día se podría dedicar a varios menesteres como la lectura, la caza, la pesca, etc. 

Leyendo a Lafargue uno comprueba que los slogans del capitalismo apenas han cambiado después de más de siglo y medio, y menos todavía en esta época de neoliberalismo intenso y desatado. Por ejemplo, se insistía una y otra vez por parte de los patronos de la época en que rebajar la jornada laboral de 13 a 11 horas diarias podía tener efectos desastrosos para la economía, a la vez que se exaltaba la llamada moral del esfuerzo, se decía que no había que gravar a las grandes fortunas “porque eran los grandes productores de riquezas”, y los grandes pensadores de la época –o los tenidos como tales- como Hegel o Comte apuntalaban el sistema y el estado burgués con sus enrevesados sistemas filosóficos. En la actualidad, este tipo de explotación laboral se ha trasladado a los “sweat shops” de países como Bangladesh y tantos otros de Asia y América Latina. Mientras que en Occidente la explotación ha tomado formas distintas, con jornadas laborales ya no tan largas pero sometidas a una constante precarización. 

Y sin embargo, se sigue insistiendo en la supuesta necesidad de trabajar largas horas, como demuestra la constante polémica en Francia sobre la jornada de 36 horas, inasumible, dice la derecha, para la economía francesa. En el fondo, no es sino repetir una vez más la misma polémica del siglo XIX bajo una forma ligeramente distinta. Y todo ello en un marco global de creciente robotización del trabajo que afecta ya a casi todos los sectores de la economía. En la banca española se están viendo claros ejemplos de esto, cuando entidades gigantescas como Caixabank  cierran sus oficinas a centenares en todo el territorio poniendo de patitas en la calle a sus siempre fieles empleados, la infantería que trataba con los clientes al pie del cañón día tras día, y lo mismo se produce en otras instituciones bancarias. A partir de ahora, los clientes-vasallos sólo podrán expresar su descontento a través de “Noa”, el asistente telemático de Caixabank, diseñado para descorazonar y amilanar al más pintado.  Y es sólo cuestión de tiempo que una gran cadena de supermercados, en una maniobra que sin duda será saludada como innovadora por la prensa económica del sistema, decida prescindir de su personal de caja para realizar pagos exclusivamente automáticos en establecimientos enormes que quizá estén a cargo de un solo supervisor y un par de vigilantes de seguridad. Es muy probable que, si no lo han hecho ya, sea por el temor a una posible reacción de sus clientes, que quizá sigan prefiriendo antiguallas como el calor humano de una joven cajera –o cajero- a ser despachados por una máquina. Hace ya más de un siglo que el sistema comprendió – si no con el fordismo, quizá antes- que la productividad no dependía tanto del número de horas de trabajo de cada operario sino de la racionalidad y eficiencia de los procesos de producción y, sobre todo, de la sofisticación de la maquinaria. Pero la vieja moral de que es necesario “ganarse el pan con el sudor de la frente” sigue siendo considerada como muy necesaria para mantener un determinado orden social. 

¿Pero era la idea de Paul Lafargue de trabajar sólo cuatro horas diarias el delirio de un teórico revolucionario del siglo XIX? Este es uno de los temas que analiza en su libro “Bullshit Jobs” un teórico más moderno, el recientemente fallecido David Graeber, considerado como el principal ideólogo del movimiento “Occupy Wall Street”, algo que le valió que su carrera universitaria en Estados Unidos se fuese al garete, porque la muy “democrática” universidad de Yale no creyó conveniente renovarle el contrato a un pensador que era capaz de inspirar movimientos tan poco reverentes con el sistema (con esta decisión, Yale no hacía sino seguir la estela de todas las universidades norteamericanas que, en la década de los ochenta, decidieron purgar a los profesores y catedráticos de economía que no siguieran los dogmas de la doctrina totalitaria neoliberal). En su libro, Graeber describe dos categoría distintas de trabajos de mierda: los “Bullshit Jobs”, que son trabajos básicamente innecesarios pero muy bien retribuidos y bien considerados socialmente, y los “shit Jobs”, que son los trabajos de mierda propiamente dichos, aquellos que suelen ser socialmente muy necesarios, pero que están muy mal pagados y limitarse a  derechos laborales mínimos. Dicho de otro modo, estas categorías coinciden casi por entero con las de aquellos trabajadores que durante la pandemia fueron descritos como “esenciales”. Y a menudo obligados a trabajar sin ni siquiera las más elementales protecciones sanitarias, por no hablar de los numerosos establecimientos que, en Estados Unidos prohibían a sus empleados usar mascarillas porque se consideraba que eso era malo para la moral necesaria en vistas a  desarrollar con vigor la economía de consumo. 

Según Graeber, los beneficiarios –nunca mejor dicho- de los Bullshit Jobs son aquellos empleados o ejecutivos de grado medio o incluso superior cuyas funciones serían perfectamente prescindibles, pero que cumplen el papel de constituirse en una especie de corte de los milagros valleinclanesca en torno a la figura de sus jefes y superiores. Dichos empleados, por lo general de alto standing, pueden llegar a acumular frustraciones en su trabajo cuando empiezan a darse cuenta de su propia insignificancia real, pero dicho sentimiento queda relegado ante el consuelo de contar con una retribución solida que permite afrontar los azares económicos de la vida diaria bajo el capitalismo. Por lo demás, sí que cumplen un rol dentro del sistema, aunque sea perverso. Constituyen el material humano necesario para que el capitalismo nutra sus ejércitos de futuros votantes y/o ciudadanos que tengan más a perder que a  ganar ante la perspectiva de un cambio de paradigma económico y social. 

Dichos Bullshit Jobs abundan tanto en la burocracia de las grandes empresas privadas como en la empresa pública, y Graeber cita casos divertidos, como el funcionario español que estuvo ausente de su oficina durante dos años  sin que ni siquiera sus superiores se percatasen mientras él se dedicaba al estudio de las obras de Spinoza. Pero son parte del engranaje que permite que el sistema sobreviva, aparte de sus inmensos medios de desinformación masiva, que difunden una imagen del mundo a menudo distorsionada pero que está en total acorde con los intereses de las clases dirigentes. 

Mientras tanto, los shit Jobs se han diversificado e intensificado casi hasta el infinito en el mundo laboral contemporáneo. Ya no le basta al sistema con los contratos temporales, ahora ya se estilan empresas como Uber o Deliveroo, por no citar a la inefable Amazon, gran promotora del turismo espacial, que basan todo su negocio en tener bajo su férula a un capital humano siempre creciente de supuestos autónomos que en realidad dependen casi por completo de las gigantescas empresas que contratan sus servicios, y que han sufrido una pérdida de derechos laborales que habría parecido impensable a sus padres o incluso abuelos. Todo esto se mitiga con slogans del pensamiento positivo del tipo “puedes conseguir lo que quieras si te lo propones”, “eres el jefe de tu propia vida”, y cosas por el estilo que ignoran por completo la realidad social y económica de los seres humanos de nuestro tiempo, a la par que generan una moral individualista hasta el suicidio en la que cada individuo se ocupa exclusivamente –y, por lo general, en vano- de sí mismo. El propio Graeber pone también de manifiesto que también Keynes tenía razón cuando en los años 30 anticipaba un futuro en el que las personas deberían trabajar sólo unas pocas horas al día para garantizar su sustento. Pero señala que el llevarlo a la práctica iría contra los intereses del propio capitalismo en diversas maneras. En efecto, uno de los métodos de frenar las reivindicaciones tanto laborales como sociales es hacer la vida del común de los individuos tan penosa y complicada que se suprima al máximo el tiempo necesario para tomar conciencia colectiva de los  problemas reales y de adquirir medios de información y herramientas de conocimiento que de alguna manera contradigan la propaganda omnipresente del sistema. Si un trabajador de Amazon apenas tiene tiempo para ir al lavabo, mucho menos lo tendrá para organizarse frente a sus amos corporativos. Y también el esparcimiento debe de consistir en elementos reforzadores del sistema, tales como Hollywood, Netflix o las retransmisiones de eventos deportivos. Incluso la borrachera puede ser sospechosa de subvertir al sistema, pues para su realización suele precisar un local público, y estos servían de lugar de reunión de los sindicalistas a la salida de la jornada laboral, uno de los auténticos motivos de la promulgación de la ley seca en los Estados Unidos en los años 20 del pasado siglo, como contara David Nobel en su libro “The Free and the Unfree”. 

Frente a todas estas circunstancias, especialmente el problema de la creciente robotización de los procesos productivos, la solución –o parche- que ofrecen los sectores más ilustrados del sistema es la conocida como renta básica, denostada por todos los moralizadores de la derecha a pesar de que uno de sus promotores fuera el pope Milton Friedman, consciente de que llegaría el día en el que el capitalismo no podría proporcionar empleos a capas enteras de la población. El que la izquierda sea incapaz de presentar sus propias alternativas no hace sino demostrar su actual anemia ideológica y de implantación social ante el discurso monocorde del capitalismo. 

Veletri