¿Son treinta años un período lo suficientemente largo para evaluar los fundamentos, logros y consecuencias de toda una civilización? Algunos historiadores como Eric Hobsbawm o Moshe Lewin hablan de que habría habido un siglo soviético iniciado en 1917 y finiquitado en 1991, con la disolución definitiva de la URSS. Un siglo corto pero de enormes implicaciones y consecuencias, entre ellas el aparente triunfo de la causa anticolonialista en grandes partes del mundo, la división de Europa en dos mitades con sistemas económicos y políticos incompatibles y un triunfo en la mayor parte del mundo occidental de lo que se dio en llamar el “estado de bienestar”. Según esta teoría, el auténtico “siglo americano” no habría comenzado de verdad hasta después de la caída del Muro de Berlín y de la URSS, es decir, en 1991. Dicho de otro modo, a partir del momento en que los Estados Unidos se sintieron totalmente libres de imponer su voluntad incluso en el último rincón del mundo.
De hecho, esta teoría ha sido dada por buena de manera directa e indirecta por numerosos analistas norteamericanos. Por ejemplo, George Friedman escribió sin tapujos que el auténtico siglo estadounidense sería el siglo XXI. Lo cierto es que, desde la desarticulación del estado soviético, los Estados Unidos se han convertido prácticamente en el único juez y parte de la política internacional. Hechos que en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial habrían parecido impensables, como por ejemplo, la invasión de Iraq, la destrucción
del estado yugoslavo o el derrocamiento del líder libio Muamar el Gadafi (“We went, we saw and he died”, en las regocijadas palabras de Hillary Clinton), actuando totalmente al margen de los mandatos de las Naciones Unidas, se convirtieron en la nueva realidad. En palabras de Donald Rumsfeld, con motivo de la guerra de Iraq, “nosotros hacemos historia mientras que los demás se dedicarán a estudiar lo que hacemos”, y, por supuesto, esa idea contiene la presunción de que también la Historia se escribirá según los mandatos de la única superpotencia mundial.
Todo esto ha implicado en la práctica un retorno al colonialismo disfrazado de “protección de los derechos humanos”, de la misma forma que Rudyard Kipling y otros apologistas del Imperio Británico y el estadounidense hablaban con el mayor convencimiento y desparpajo de “the White man’s burden”. el título del poema con el que el autor de “El libro de la selva” exhortaba a los Estados Unidos a asumir el control colonial del pueblo filipino y su país sobre las ruinas del caduco imperio colonial español.
Este esperpento ideológico de Kipling, con todas sus implicaciones racistas y supremacistas, concordaba a la perfección con la doctrina del supuesto “Manifest Destiny” que informa y explica las bases ideológicas y mesiánicas del propio imperialismo norteamericano, que estaría justificado en su expansionismo constante por ser el país elegido por Dios para liderar la Tierra. Esta idea fue puesta en circulación de manera explícita en 1845 con ocasión de la anexión de Texas por el periodista John O’Sullivan por medio de la siguiente parrafada, publicada en la revista “Democratic Review” de Nueva York :
“El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino.”
Por supuesto, “este gran experimento de libertad y autogobierno” no incluía a la masa negra esclavizada , de los cuales se esperaba que aceptasen su papel de servidumbre de manera indefinida. La misma anexión de Texas era parte del plan de extender la actividad económica esclavista. Como es sabido, la joven república tuvo luego que superar determinados trastornos de crecimiento, como la Guerra de Secesión de los años 1861-1865, el desenlace de la cual puso en peligro durante una década –el llamado periodo de “Reconstruction”- el racismo institucionalizado de los estados del Sur. Pero el territorio del incipiente imperio fue creciendo de manera ininterrumpida, primero arrebatando sus tierras y sus vidas a la población nativa india por medio de una expansión constante hacia el oeste –uno de los auténticos motivos de la Declaración de Independencia- que implicaba un genocidio gradual y constante, y adquiriendo otros territorios como Luisiana o Alaska de manera más pacífica. En cuanto a las naciones del sur del continente americano, se daba por descontado que serían unos meros territorios de expansión del coloso del norte. Era sólo cuestión de tiempo que Estados Unidos extendiese esta condición de comparsas a todos los países del globo.
Sin embargo, la primera incursión abierta de los Estados Unidos en territorio europeo con motivo de la Primera Guerra Mundial (1917), coincidió con un acontecimiento imprevisto y que de inmediato fue percibido por toda la prensa burguesa mundial como algo aberrante; la Revolución Octubre en Rusia. El hecho de que el régimen bolchevique se consolidara al mismo tiempo que Estados Unidos presentaba sus credenciales en el continente europeo fue una especie de presagio de una rivalidad que duraría más de siete décadas y que incluso después de la desaparición del estado soviético se perpetuaría por razones a las que volveré más adelante.
Quedaba por consolidar la expansión por el Pacífico, y en ese terreno el principal obstáculo era el Japón. Numerosos analistas norteamericanos y del resto del mundo –Lenin entre ellos- previeron que la guerra entre los dos países era inevitable, aunque el enfrentamiento no empezó a plantearse de manera inmediata en los años 30 , a medida que se desarrollaba el expansionismo japonés y cuando los Estados Unidos de Franklin D. Roosevelt obtuvieron de varías de las monarquías petroleras del Medio Oriente que se negasen a venderle petróleo al Japón. El ataque a Pearl Harbour no fue más que la materialización de una guerra que figuraba en casi todos los pronósticos.
El desenlace de la Segunda Guerra Mundial terminó de consagrar la expansión de la férula estadounidense por más de la mitad del planeta. Pero el dolor de muelas que significaba para el Imperio la existencia de la Unión Soviética seguía allí, como el dinosaurio en el microcuento de Augusto Monterroso. La URSS también había salido victoriosa de la guerra, pero al precio de una pérdida de más de veinte millones de vidas humanas a manos de los nazis y de la destrucción de una buena parte de su territorio. Consiguió tras la cumbre de Yalta protagonizada por Roosevelt, Stalin y Churchill extender su dominio a la mitad más pobre del continente europeo, y, de manera más importante todavía, creo la ilusión a nivel mundial de que existía una potencia que podía servir de contrapeso a los Estados Unidos. Incluso hubo lugar a que muchos pensaran que las guerras genocidas libradas en Corea y Vietnam eran, más que una aplicación inteligente de la nefasta y , como se vería, totalmente errónea “Teoría del dominó”, una muestra de la desesperación del gigante capitalista por excelencia ante el avance de las ideas socialistas en casi todo el planeta.
Pero la guerras asiáticas de los Estados Unidos , una saldada con unas dolorosas tablas y la otra con la primera derrota militar reconocida en la historia del imperio, no fueron sino un episodio más de la interminable guerra de desgaste en que Estados Unidos, muy superior económicamente, consiguió arrastrar a la URSS mediante la creación de la OTAN y un cerco económico , militar y tecnológico constante. Los errores de planificación y desarrollo de la economía soviética , y quizá su misma filosofía económica, que rechazaba conceptos como el de la obsolescencia programada y con ello renunciaba de antemano a un consumismo permanente, más los fiascos de Afganistán –ese “Vietnam para soviéticos” ideado por Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional y política exterior del presidente Carter- y Chernobyl terminaron de hundir la reputación del proyecto soviético en su propio país y propiciaron la llegada al poder de personajes como primero Gorbachov y luego Boris Yeltsin y su corte de los milagros a lo Valle-Inclán pero representada en ruso con patrones marcados desde Goldman Sachs y los think-tanks americanos.
Y aquí sí. Aquí llegó el éxtasis. El orgasmo americano del fin de la Historia, en palabras del inefable Francis Fukuyama, con la derecha volviendo a cooptar el pensamiento hegeliano después de décadas de haberlo rechazado ferozmente por considerarlo una de las bases del historicismo marxista. El único pensamiento político y económico posible sería el del triunfante neoliberalismo de los Chicago Boys de Milton Friedman y sus acólitos, en una especie de religión dogmática profana que , a través del mismo concepto de destino manifiesto ya mencionado, entroncaría para muchos con el dogma religioso propiamente dicho y a la vez con el sociodarwinismo. El hecho de que la desigualdad social aumentase a escala universal era ni más ni menos que una consecuencia deseada y buscada del sistema, disimulada a través del fraude intelectual del “trickle down theory” para mejor enredar a los crédulos. Y la vuelta en oleada del colonialismo con el disfraz de la “intervención humanitaria” la mejor prueba del éxito alcanzado. Además, esta intervención humanitaria, hermanada estrechamente con el concepto de “cruzada mundial contra el terrorismo”, implicaba una nueva concepción de la guerra, en la que la victoria militar no era tan importante como la destrucción a varias generaciones vista de los mismos países invadidos o atacados.
En realidad, estos treinta años de “pax americana” han sido treinta años de genocidios y guerras sordas; Ruanda, Yugoslavia, Iraq, Libia, etc. por no mencionar las guerras de bloqueo económico contra países como Venezuela o la teocracia iraní y, en realidad, cualquier país que se oponga a los dictados del Imperio. Porque esta es la gran tragedia del Imperio Americano, la misma a la que arrastra al planeta entero; su necesidad inescapable de la creación permanente de nuevos enemigos , sean reales o inventados. En lugar del “peace dividend” prometido tras el fin de la Guerra Fría, la única realidad existente es la de una guerra continua que ahora se pretende extender incluso al espacio, buscando el desangramiento económico de China y Rusia como antes se consiguió el de la URSS y, sobre todo, la perpetuación de la supuesta necesidad de mantener una industria armamentística y militar sin paralelo ni precedente en la toda la Historia, la cual absorbe año tras año más dinero que el que emplean en sus ejércitos los diez países que le siguen en gasto militar, varios de los cuales , para mayor absurdo, son además aliados incondicionales.
Todo ello en base al ya mencionado concepto del “destino manifiesto” que, cuando uno lo piensa, en sí no está muy alejado de los delirios nazis.
Bibliografía:
https://www.counterpunch.org/2021/04/28/the-russia-china-space-weaponization-treaty/
El Siglo Soviético (Moshe Lewin, editorial Crítica, 2021)
https://en.wikipedia.org/wiki/Manifest_destiny
https://es.wikipedia.org/wiki/Siglo_estadounidense