viernes, 20 de noviembre de 2020

MAS FICCION QUE CIENCIA

 Son incontables –o eran- los admiradores de las novelas de Julio Verne. No sólo por sus tramas , que solían enganchar al lector como lo hacen todos los grandes best-sellers, sino por la en apariencia prodigiosa capacidad del autor para adelantarse a los grandes progresos de la ciencia. Casi todas las profecías del autor francés se cumplieron. Desde el viaje de ” 20.000 leguas de viaje submarino” a “De la Tierra a la Luna” pasando por “París Siglo XX”, una novela póstuma en la que llegó incluso a predecir la Internet. Aún hoy en día, nos admira su perspicacia e intuición para adivinar los caminos que iban a tomar las nuevas tecnologías. Pero en “París Siglo XX” Verne muestra el pesimismo que subyacía bajo su aparente entusiasmo por la ciencia y la técnica. Aunque Verne narra un París imaginario de 1960, la atmósfera social  que describe se parece más a la de los años 90, una década ya sin utopías, en la que el mercantilismo y el cientifismo se han apoderado incluso de los últimos reductos del pensamiento. Esta novela futurista fue rechazada por su editor, Pierre Jules Hetzel, quien le escribió a Verne que nadie leería una novela tan pesimista, añadiendo que la publicación de dicho texto podría suponer un verdadero desastre para la reputación de Verne como escritor. La novela en cuestión no fue publicada hasta 1994. Coincidiendo con el surgimiento de la propia Internet. 

Por contra, tengo que admitir que la lectura de las novelas de ciencia ficción modernas me produce cada vez un mayor desapego. Estoy un poco aburrido de leer narraciones de viajes intergalácticos que ni se producen ni tienen visos de irse a producir, o de supuestas razas extraterrestres que nos superan en todos los aspectos tecnológicos además de en sabiduría. El mismo Asimov me despierta cada vez menos entusiasmo, y lo mismo podría decir de la mayoría de los demás autores del género. Los que más me interesan son los que han dedicado sus narrativas más a las distopias terrestres que a las utopías de viajes a las estrellas: por ejemplo, Philip K. Dick, Chuck Palaniuk y, sobre todo, el británico J. G. Ballard,  a mi juicio uno de los autores más lúcidos y más infravalorados de nuestra época. Estos autores muestran los demonios que habitan entre nosotros, y como el narcisismo, el hedonismo y la insatisfacción van apoderándose de las mentes en estos tiempos de capitalismo avanzado y  poco a poco van desintegrando los lazos de convivencia de la sociedad.  




 

A diferencia de Verne, que se mantenía muy informado acerca de la ciencia de su época y sus posibles desarrollos, los autores de ciencia ficción que he mencionado antes especulan de manera desenfrenada sobre las supuestas consecuencias de la teoría de la relatividad o de la teoría de los quanta o cosas como la telequinesis para explicar los futuros viajes astrales. Pero incluso en este campo de la fantasía desbocada está teniendo lugar una reacción cultural que tiene visos de poner en su lugar estas entelequias cuya realización parece cada vez más lejana. El libro “Rare Earth: Why Complex Life Is Uncommon  in the Universe”, de los norteamericanos Peter D. Ward y Donald Brownlee, geólogo el uno y astrónomo el otro, explica las razones por las que la Tierra es un planeta verdaderamente excepcional al albergar ese experimento casual que es la vida inteligente. El libro explica las numerosos razones por las que la inmensa mayoría de los sistemas solares son del todo estériles salvo quizá en vida microbiana: o bien son sistemas planetarios dotados con dos estrellas, lo que produce unas temperaturas del todo incompatibles con la vida como la conocemos en la Tierra, o bien su estrella ya ha colapsado convirtiéndose en una supernova o un agujero negro, o sus planetas son demasiado pequeños para tener una atmósfera conveniente, o son planetas  arrasados de manera constante por lluvias de meteoritos u otros astros minúsculos de los cuales nos protege el planeta Júpiter a modo de pantalla en nuestro Sistema Solar. Otro producto cultural en este sentido ha sido la película “Ad Astra”, dirigida por James Gray,  en la que se narra la infructuosa búsqueda de vida en otros planetas realizada por el padre del protagonista, interpretado por Brad Pitt, con un esquema narrativo que recuerda fuertemente al de “En el corazón de las tinieblas”, la novela de Joseph Conrad. Vista desde esta perspectiva, la aventura humana y su vida supuestamente inteligente parece como una gran excentricidad dentro del Universo, algo que no puede encontrar su réplica ni siquiera en galaxias muy lejanas. De manera que es muy probable que el temor de Stephen Hawking de que un contacto con alguna civilización extraterrestre fuera nefasto para nosotros no pase de ser una ensoñación en el fondo optimista que parece un residuo cultural de las novelas de H. G. Wells. Tal riesgo no existe porque incluso si esas civilizaciones hostiles existieran se encontrarían a una distancia desmesurada que haría imposible cualquier encuentro con ellas. 

Por supuesto que esta exclusividad de la vida humana en el Cosmos puede ser reciclada y utilizada por las religiones monoteístas como una prueba de la excepcionalidad de la especie humana. Como afirmaban los papas del pasado, no puede haber otra vida inteligente que no sea la terrestre, porque de lo contrario Jesucristo habría tenido que predicar en una infinidad de planetas, convirtiéndose en una especie de misionero cósmico de travesías estelares interminables. Pero el argumento opuesto a este podría ser que en ese caso, si la vida inteligente es el auténtico propósito del Universo, Dios sería algo así como un cocinero que necesita varios millones –quizá billones- de huevos (panetas) para hacer una sola tortilla (la Tierra). Ignoro qué clase de consuelo o explicación podría ser ese. 

 



Mi sospecha personal es que si la raza humana llega a vivir los siglos XXII y XXIII, dichas novelas de aventuras galácticas –incluso las de un escritor tan excepcional como Stanislaw Lem- dejarán de ser consideradas premonitorias para convertirse en un género literario parecido a las novelas de caballerías de las que Cervantes se mofaba en su Don Quijote; historias absurdas que ya sólo sirven para el mero entretenimiento. Porque la tecnología está derivando hacia otros caminos. El progreso tecnológico que de verdad se está desarrollando sirve sólo para materializar un determinado tipo de sociedad del divertimento a la vez que del control de la ciudadanía. Las posibilidades de participar en la sociedad de manera principalmente estéril se multiplican (Twitter, Facebook, Instagram, etc.) , a la par que el predominio de las grandes fortunas se consolida en todas las sociedades occidentales. La brecha entre ricos y pobres no ha hecho sino agrandarse en casi todas ellas, especialmente en Estados Unidos y Gran Bretaña, los dos países que más suelen marcar tendencia en los asuntos sociales. Vivimos en unas sociedades embotadas en el individualismo cuando no en la angustia económica, pero es un individualismo que es del todo incapaz de salir del ensimismamiento para plasmarse en iniciativas colectivas o que se escapen de la disciplina aceptada. Uno de los ejemplos punteros en este sentido en China, un país en el que tener una conducta intachable según los baremos establecidos por el gobierno es vital para cada ciudadano que aspire a tener un empleo digno, ostentar el menor cargo público o incluso obtener préstamos bancarios. Bajo una justificación diferente, los Estados Unidos están emprendiendo un camino parecido. La Patriot Act, instaurada por la administración Bush en el nefasto año 2001 –en nada parecido al que auguraran Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke en su película-, y renovada de manera indistinta bajo égida republicana o demócrata, establece una serie de controles que permiten rastrear hasta lo más ínfimo de la vida de cualquier ciudadano. De manera que la tecnología está cada vez más ceñida a lo profano y terrestre más que a cualquier tentación exploratoria de latitudes espaciales lejanas. 

Hay, sin embargo, una excepción: la exploración y explotación del espacio inmediatamente cercano para mantener a toda costa el modo de vida capitalista y la actual afluencia de recursos naturales. De la Luna y Marte se espera extraer los minerales y metales raros necesarios. Esa es la razón de ser última del cuerpo espacial del ejército creado por Donald Trump que debe impedir que Rusia o China colonicen los planetas y astros del Sistema Solar en el futuro. Una nueva carrera del espacio iniciada por los propios norteamericanos en la esperanza o la creencia de que ningún otro país será capaz de seguirles. Se ha calculado que para que todos los habitantes de la Tierra pudiesen “disfrutar” del nivel de vida y, sobre todo, de consumo de los Estados Unidos, harían falta siete planetas como la Tierra. ¿Contaría entre esos el pobre Plutón, degradado a la triste condición de planeta enano por la astronomía oficial? Pero la pregunta más acuciante sería la del destino de la propia Tierra, la cual, en palabras de Jeff Bezos, podría acabar convirtiéndose en un parque temático para el recreo humano. (https://www.counterpunch.org/2020/11/06/the-origins-of-commercial-capitalism/ ), mientras su empresa, Blue Origin, coloniza el espacio a la manera en que las empresas capitalistas de los siglos XVII-XIX colonizaron la India o las Américas. 


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