viernes, 12 de junio de 2020

EL ASILO DURÁN (Centro Reformatorio)


“Si te portas mal irás al Asilo Durán”, era una amenaza recurrente a los hijos díscolos por parte de padres humildes.

El hoy olvidado Asilo Durán nació en 1890 gracias a un legado de Toribio Durán, un hijo de Castelló d’Empúries (Girona) que hizo fortuna en América y dejó al ayuntamiento medio millón de pesetas para ayudar a los niños “difíciles”. Anteriormente, el Ayuntamiento de Barcelona disponía de una “casa de corrección” para menores que no gozaba ni de buena fama ni de condiciones. En la época una revista satírica la rebautizó como “casa de corrupción”, y el legado permitió levantar una de nueva planta en Gràcia. Los “Hermanos de San Pedro ad Vincula”, orden religiosa regente, más tarde, ocuparon una casona a la entrada de lo que fue la torre Vilana, que actualmente es la ubicación de la Clínica Teknon, donde van a parir las Infantas.

El Asilo Durán, fue uno de los exponentes de la tradición de centros residenciales cerrados dedicados a niños y jóvenes con presuntos problemas de adaptación social, centros con poco control socioprofesional, generalmente, en manos de órdenes religiosas menores, con un personal que no tenía el más mínimo grado de formación pedagógica y que creían que todo se solucionaba con “tortazos, patadas, correazos y oraciones”, modelo que ha tenido muchos seguidores en nuestra historia asistencial. Se creía que los pequeños internos llevaban el mal en su propia naturaleza por ser descendientes de republicanos, o simplemente descarriados. En este sentido resulta explícito el estremecedor discurso de Sor Eulalia Arqué, siendo superiora de las monjas de la Casa de la Caridad, cuando se inauguró el centro de Vilana: “¡Estáis en desgracia permanente y por esta razón habrá que coger el látigo para sacar vuestro demonio, que vive en vuestras oscuras almas con tan morbosa satisfacción! ¡Habrá que borrar el pasado y de hoy en adelante seréis sometidos a la más estricta obediencia!”

Quien daba con sus huesos en el Asilo Durán mordía el polvo de verdad. Su “terapia educativa” se podía comparar con la de los campos nazis. Sodomía, abusos, corrupción y malos tratos de una crueldad poco cristiana eran impartidas con católica devoción. Las historias que se contaban del Asilo Durán eran terroríficas. Más tarde, a pesar de los buenos y altruistas deseos de su fundador, se convirtió en lo que siempre fue: un correccional de menores que vio crecer a lo más florido de la delincuencia preconstitucional. En su novela biográfica, “Tanguy” (1957) el escritor Michel del Castillo trata su experiencia personal en este centro. Manuel Vázquez Montalbán en el prólogo de “Tanguy”, manifiesta:
    “He visto marchar hacia el Asilo Durán varios compañeros de la calle, del barrio, de colegio y, algunos, los he visto volver sin identidad, rotos para siempre, condenados a una vileza adquirida bajo la sombra corruptora de los hermanos del asilo; más tarde encontré delincuentes comunes en prisión que habían iniciado su aprendizaje en el Asilo Durán y la habían continuado en la Legión.”

Mi hermano menor y yo ingresamos en este asilo el 1 de Enero de 1958, como solución más inmediata tras el fallecimiento de nuestra madre, a la espera de que nuestro padre, trabajador de la construcción, tuviera mejor oportunidad en lo económico que le permitiese sacarnos definitivamente del centro, vivir en un piso normal y poder incorporarnos a un colegio público abierto y, en mi caso, ya con 14 años cumplidos cuando salí, también al mundo del trabajo mientras seguía formándome con los estudios.

Fuimos recibidos por el director del centro, un sacerdote enjuto, con la cara llena de surcos, que olía a orines rancios cuando lo tenías próximo y se movía. No vi que sonriera en ningún momento y una vez que mi padre se despidió de nosotros, prometiéndonos que vendría algún domingo que otro a vernos si el trabajo se lo permitía, quedamos a merced de una situación que a mí se me antojaba tétrica, tanto como la mortecina luz de la sala donde estábamos, como de algo que no tiene nombre ni sabes identificar creándose un sentimiento de indefensión que producía angustia. Mi hermano, nada más irse mi padre se echó a llorar pegándose a mí y eso aumentó aún más mi desasosiego. El cura, supongo que acostumbrado a escenas parecidas y carente de toda palabra de consuelo, después de un lacónico “esperad aquí” desapareció y a los pocos minutos llegó otro ensotanado, más joven, de cara redonda y gafas gruesas, un “hermano”, que sin más preámbulos nos pidió que cargáramos con la maleta y el atillo yendo detrás de él en dirección al pabellón dormitorio; un local enorme, de alto techo con vigas metálicas entramadas que contenía varias filas de catres, sin mobiliario, y que olía a miseria y humedad.


La limitada extensión de la entrada no da para contar pormenorizadamente todo lo que el recuerdo me invita a hacer; baste, no obstante, esbozar algunas pinceladas de lo que durante el transcurso de casi tres años fue el pan nuestro de cada día en esa cárcel para niños, pues no se trataba de otra cosa.

Costó un tiempo poder adaptarnos. El brusco cambio que supuso salir de los espacios abiertos de las zonas rurales donde vivíamos, a ingresar por fuerza en una auténtica prisión en la que no se aplicaba ni el menor paliativo psicológico para poder adaptarse poco a poco a la nueva realidad, inducía en nuestro ánimo el temor y la desesperanza de quien se siente verdaderamente vulnerable ante la ignorancia de lo que puede suceder en cada momento. El temor era una constante. Y cuando veías los motivos y empezabas a ser “merecedor” de los mismos las dudas sobre el esperado auxilio comprensivo a tus anhelos personales acaban desapareciendo definitivamente y entras en la fase de supervivencia a toda costa. Entre la chiquillería imperaba, lógicamente, la ley del más fuerte, y en las situaciones de enfrentamiento había que intentarlas suplir, en lo posible, con astucia y “buen hacer”. Llegué a pelearme con medio colegio a causa de mi hermano. Cuando le veía aparecer llorando ya sabía lo que me tocaba hacer si quería que lo dejaran en paz. Unas veces ganaba y otras veces perdía. Pero me granjeé fama de bravo, de no echarme atrás ante las provocaciones. No las buscaba, y en lo posible trataba de evitar el enfrentamiento físico usando, como digo, un poco de inteligencia y la mayor empatía posible, pero no siempre se conseguía, de manera que la pertenencia a un grupo concreto fue lo que nos salvó de nuestra vulnerable individualidad.

Dedicábamos más horas al trabajo en los diferentes talleres (zapatería, carpintería, hojalatería, ferretería y el recién creado horno de baquelita donde se hacían las empuñaduras redondas de las palancas de cambio de los coches de la época) que a la enseñanza. Casi cada día se producían accidentes de una u otra consideración a consecuencia de las inexistentes medidas de seguridad. Y a los que les tocaba trabajar en el horno, normalmente niños huérfanos y sin reclamo familiar para evitar preguntas inconvenientes, acababan adquiriendo una enfermedad de los párpados y se les ponía purulentos, de manera que se les quedaban pegados costándoles mucho abrirlos. La tiranía de los encargados de talleres, a base de insultos, vejaciones, patadas y palizas, era un “extra” añadido a la explotación a que estábamos sometidos.


La comida, asquerosa siempre, las más de las veces patatas cocidas en una especie de mejunje extraño, que no sólo no pelaban sino que ni siquiera llegaban a lavarse para eliminar la tierra que te encontrabas en el fondo del plato. Gracias a las latas de conservas y otros alimentos no perecederos que de vez en cuando nos traía nuestro padre, complementábamos la escasez nutritiva de aquella bazofia. Por esa razón la maleta siempre estaba cerrada con llave y atada con una cadena a la pata de la cama. Eso no quitaba que, en ocasiones, compartiera con otros chicos algunas de las viandas. Llegué a ver cómo uno de ellos, apellidado Crespi, se comía hasta el cordel del trozo de chorizo que puse en sus manos, “porque tenía pringue y estaba bueno”, justificó.

El mayor problema era el de los abusos sexuales. Había “hermanos” que, a plena luz del día, con la excusa de “inocentes” juegos, metían mano a los niños de su predilección sin recato alguno. Y me daba cuenta. Muchas noches, no me dormía hasta ver como el niño de turno, acompañado por un canalla mayor, era llevado hasta la habitación de quien ya sabíamos que aquella semana le tocaba de tutor del pabellón y dormía en una habitación interna, dentro del mismo. Procuraba estar despierto hasta asegurarme que no venían a por mi hermano, cosa que imagino no se atrevían a hacer después de haber comprobado cuál era mi actitud ante eso, y aunque personalmente nunca recibí insinuaciones de nadie, lo achacaba al hecho de poner cara de pocos amigos cada vez que intuía que algún pajarraco negro pudiera mirarme con ojos golositos yéndome a otra parte sin ningún disimulo, sabiendo además que no me cortaba un pelo si me tiraban de la lengua, aunque después lo pagara caro a base de castigos.

Y aún vive el cura (entonces “hermano”, siendo además el que me dejó sordo del oído izquierdo al reventarme el tímpano de un soberana hostia) que, teniendo unos 10 años más que yo, y estando el mameluco apalizando al menor de los hermanos Briones (uno de ellos, Francisco, está actualmente en la cárcel por la estafa del Fondo Filatélico) porque el niño no se había comido la bandeja de comida que le sirvieron ya que se encontraba en cama con fiebre y no le apeteció comer, me pareció tan injusto e indignante lo que estaba haciendo con él que estando yo unos metros más atrás, debajo de mi cama intentando abrir la maleta-despensa para mitigar la gazuza que tenía y por lo tanto no pudo verme, ciego de ira por el espectáculo que contemplaba, cogí una lata de sardinas y se la lancé con tal fuerza y puntería que le di en plena base del cráneo derribándolo. Se montó la “dios es cristo”, avisaron a mi padre para notificarle mi expulsión y tuve que ver cómo el hombre se rebajaba hasta lo indecible aceptando como castigo, para que yo pudiera seguir en el centro, trabajarles gratis los fines de semana en trabajos de albañilería y mantenimiento. Tampoco me libré, por esta causa, de pasar por la “pelona”, una habitación sin muebles cuyas ventanas acristaladas daban al patio donde se agolpaban los niños para contemplar cómo entre tres o cuatro ensotanados apalizaban a los “díscolos” irredentos como yo… Lo único “positivo” de tal acción de castigo era el “prestigio” que te daba entre la chiquillería, como si te hubieses “doctorado” en resistencia o algo así…

Flan Sinnata