Es típico de los seres humanos buscar soluciones y líderes providenciales cuando se producen las grandes catástrofes. En el sistema capitalista, estas grandes catástrofes suelen producirse con cierta frecuencia, y la frecuencia es también mayor cuanto más capitalista es el sistema. Por ejemplo, no habíamos salido realmente de la crisis de los años 2008-2010 cuando nos encontramos con la del 2020, que sólo en parte ha sido producida por el Covid-19. Como bien dijo Joseph Schumpeter –o sus discípulos, para el caso da igual– cuando hablaba de la famosa “destrucción creativa”, cada crisis es también una oportunidad. Cuando el sistema capitalista se encuentra en plena crisis, la reconduce hacia unas mayores vueltas de tuerca del sistema; por ejemplo, el austericidio decretado por la Troika –Comisión Europea, BCE y FMI– contra los países del sur de la UE. Y cuando la presión de estas vueltas de tuerca se hace insufrible, el sistema puede optar entre dos opciones; ese traje de los domingos que es el fascismo, o, si se siente muy amenazado, ceder e implementar reformas dentro del mismo que lo hagan más tolerable a la población. Durante los años 30, los Estados Unidos fueron un ejemplo del segundo caso; tras la victoria electoral de Franklin Delano Roosevelt, poco a poco se fueron encauzando las reformas de lo que después se conocería como el New Deal. No porque los capitalistas lo quisieran. De hecho, Roosevelt estuvo a punto de ser víctima de un golpe de estado, el llamado Business Plot de 1933, https://en.wikipedia.org/wiki/Business_Plot, en el que estuvieron implicados entre otros el holding Dupont y varios banqueros. El mismo Roosevelt, lejos de ser un “comunista” o “socialista”, como aún hoy le imputa la extrema derecha norteamericana y sus hooligans europeos, no perseguía otra cosa que salvar al sistema capitalista de sus propios desatinos. Sea como sea, el New Deal triunfó e hicieron falta unas seis décadas y varias presidencias republicanas y demócratas para desmontarlo por completo. Quien le dio la puntilla fue el nefasto presidente Bill Clinton, demócrata, por cierto, pero eso ya implicaría entrar en otro tema.
En la Alemania de los años 30, cargada de revanchismo y con una casi nula tradición democrática, la clase dirigente de los Krupp, Thyssen y compañía hizo una elección distinta. Se fijaron en un pintor de brocha gorda resentido llamado Adolf Hitler, que se hacía llamar a sí mismo y a su partido nacionalsocialista para aumentar la confusión, y le encomendaron la misión de “librar a Alemania del comunismo”. Alemania salía no sólo de una derrota sangrienta y muy mal digerida en la Primera Guerra Mundial (1914-1918), sino de una horrorosa década de los años 20 definida por una monstruosa superinflación, supuestamente causada por las onerosas indemnizaciones de guerra que había que pagarles a los aliados, la cual terminó enlazando con la Gran Depresión causada por el crack del 29 en Estados Unidos, rápidamente extendido a todo el mundo. Las políticas que se les ocurrieron a los últimos cancilleres de la república de Weimar, como por ejemplo Heinrich Brüning, asesorados por los economistas de la escuela austríaca –entre ellos Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y demás azotes de la Humanidad–, fueron muy similares a las recetas que el Eurogrupo emplearía décadas después para desollar a Grecia. La ascensión del paro a 6 millones de personas y la tensión política subsiguiente crearon las condiciones ideales para que Hitler, el supuesto personaje providencial de su época, y su NSDAP subieran al poder. Lo que siguió después es harto conocido.
Y como diría Marx, la historia se repite, primero como tragedia y luego como otra tragedia que no sabemos si será aún mayor que la anterior. La Gran Recesión del 2008-2010 creó una crisis económica muy mal resuelta por el quantitative easing, la solución escogida por el sistema para reparar el desbarajuste que había dejado tras de sí la especulación financiera que quedó sacralizada por Reagan, refrendada y posibilitada por las leyes del periodo Clinton, y llevada a la locura absoluta en tiempos de George W. Bush, el genocida de Iraq. El presidente Barack Obama nunca pretendió ser Roosevelt –de haberlo intentado, el sistema le habría decapitado en el acto–, pero sí que desde luego se esperaba de él mucho más de lo que hizo, tanto a nivel de reformas en la economía como de reivindicación de los derechos civiles. El Partido Republicano ha sido históricamente el que ha causado las mayores catástrofes económicas de la historia de los Estados Unidos, pero son pocas las veces que los republicanos han ganado unas elecciones sin que previamente los demócratas hayan defraudado por completo a su base electoral. Y Obama fue una gran decepción que dio paso a la figura “providencial” que nos ocupa: Donald Trump, ¿Qué es lo que mueve a los votantes de Trump? ¿Cómo es posible votarle?
Sus votantes se dividen entre los fanáticos religiosos fundamentalistas protestantes, los misóginos empedernidos, los racistas y los neonazis, aunque bien es verdad que estos grupos humanos suelen solaparse entre sí. Pero para mí, el grupo más misterioso y más difícil de descifrar, son las personas que alegan tener sentimientos progresistas o de izquierdas pero simpatizan con él y , sin duda, le votarían/votan si viviesen/viven en Estados Unidos. Suelen ser gente algo amargada, y que lo primero que te dicen es que Trump es el único que ha combatido el neoliberalismo y sus prácticas de deslocalización de las empresas. Le agradecen el haber desmontado el TTIP y el, según ellos, combatir la tecnología 5G. A cambio de eso, le perdonan su interesado y peligroso despotismo, su machismo, su racismo porque, claro, combatir las “nefastas” radiaciones de 5G es un mérito que, según ellos, compensa con creces el haber favorecido como nadie la expansión del coronavirus en su país –ahora mismo 26 de los 50 estados de la Unión están en plena escalada de casos–, haber roto el Tratado de París para combatir el cambio climático, y haber roto también todos los tratados de limitación del armamento nuclear. https://www.eldiario.es/internacional/Trump-tratado-acusar-Rusia-pervertirlo_0_1029947317.html
Tampoco son conscientes estos defensores “progresistas” de Trump de que su supuesta cruzada a favor de los puestos de trabajo de los trabajadores norteamericanos, aunque fuera sincera, resultaría inútil, ya que el proceso de automatización de la producción capitalista es ya imparable, y muy probablemente se acelere como una de las muchas consecuencias de la actual pandemia. Por no hablar de la carrera de ratas que podría suponer poner los salarios norteamericanos a la altura de los chinos o los vietnamitas, una de las pocas razones que podrían convencer a las grandes empresas para volver a establecerse en Estados Unidos.
Por supuesto Trump no es el único personaje “providencial” con que hemos sido afligidos. Están personajes como Bolsonaro, probablemente el más necio de todos estos monstruillos fascistoides, Boris Johnson, el famoso campeón del Brexit, “Bojo” para los amigos, por no hablar de los inefables Erdogan –Turquía–, Netanyahu –Israel–, Urban –Hungría–, Putin –Rusia–, etc. Entre todos ellos, configuran la generación más nefasta de políticos que hayan pisado el planeta Tierra en décadas. ¿Será posible salir de esta situación peor que orwelliana? Lo veo difícil en Europa y quizá todavía más en Estados Unidos, donde el Partido Demócrata prefiere presentar a un candidato con tan poca capacidad de ilusionar a sus bases como Biden antes que buscar una genuina alternativa de progreso como habría podido ser Bernie Sanders quien, como Roosevelt, tampoco es un socialista, sino simplemente alguien que quiere humanizar el sistema, ese sistema capitalista que en Estados Unidos anda absolutamente desbocado. Sin embargo, la oportunidad que el destino le deparó a Roosevelt le ha sido negada a Sanders. En mi opinión, porque ante la ausencia de una alternativa ideológica real como era la URSS y el socialismo en los años 30, el capitalismo y sus tocayos que dirigen el Partido Demócrata se sienten tan seguros de sí mismos que creen que el parche que representa Joe Biden, insisto, probablemente el candidato más decepcionante e incluso alienante para sus bases que el partido podía encontrar, será suficiente para difuminar la ira que se ha extendido por todo el país a raíz de la pandemia y sus consecuencias, la concomitante crisis económica y la brutalidad policial que ha motivado las recientes protestas encabezadas por el movimiento Black Lives Matter. Es posible que el sistema capitalista haya salido de crisis peores, pero pocas veces ha dando tantos motivos para ser abolido.
Veletri
viernes, 26 de junio de 2020
viernes, 19 de junio de 2020
Rejas…
Don Juan de las ideas que cortejas
todas las teorías, libertino
del pensamiento, eterno peregrino
del ansia de saber, sé que te quejas
de hastío de inquirir y que aconsejas
á los mozos que dejen el camino
de la ciencia y encierren su destino
de la santa ignorancia tras las rejas.
M. de Unamuno
Todo grupo humano, pronto o tarde, establece unas normas que rigen derechos y obligaciones en su seno. En las sociedades democráticas, el poder legislativo elabora los cuerpos legales al amparo de un teórico consenso y es el poder judicial, a continuación, quien las interpreta y las hace cumplir, o toma medidas contra quien las incumple.
Las sentencias establecen, entre otras, la privación de libertad como medida aplicable a los sujetos que incumplen determinados preceptos incluidos en estos diferentes cuerpos legales. La finalidad prioritaria de esta medida es, al menos teóricamente, la reinserción social, es decir, establecer un ‘tratamiento’ durante la reclusión, formativo, compensatorio o reparador, que le haga posible a la persona privada de libertad adquirir conciencia de su delito, recolocar sus principios y valores para adaptarlos a lo que la sociedad admite como permisible, ayudarlo a solventar conflictos de orden psicológico o de otra índole que le dificultaran la adaptación social, dotarle en la medida de lo posible de una formación personal y profesional que le sirva de cimiento y le dé firmeza cuando se reincorpore de nuevo a la sociedad.
Hay otra finalidad, que es la puramente disciplinaria o punitiva, cuyo objetivo es que el individuo inadaptado y con posibilidades de reincidencia (o de fuga), deje de representar un peligro, del orden que sea, para la sociedad. Mantenerlo lejos de sus conciudadanos evita la comisión de nuevos delitos, porque evita la ocasión.
Pero algunas penas vigentes en países del entorno democrático ponen en tela de juicio que el objetivo prioritario de la acción penitenciaria sea la reinserción o la resocialización. Se diría que es controlar el riesgo –para la sociedad–, aplicar la disciplina, mantener el orden y punir con mayor o menor proporcionalidad, lo que persiguen.
La prisión permanente revisable y la pena de muerte tienen defensores en sociedades democráticas que dicen (ellas) apoyar y favorecer la reinserción. La pregunta que se suscita es si estas sociedades utilizan el discurso de la resocialización como un bonito e hipócrita telón que esconde, en realidad, su verdadera –quizá única– preocupación: el aislamiento de todo individuo que ponga en peligro la tranquilidad social. No sabemos (tal vez no queremos saber) si en realidad nos da igual el tratamiento al que vaya a ser sometido el recluso; quizá basta que algún artículo legal enuncie que ese –la resocialización– es el principio rector del sistema, para acallar la conciencia… con tal de que lo que no falte –ni falle– sea la reclusión.
Por otro lado, casi todos estaríamos de acuerdo en que un entorno depauperado (en lo social, familiar, económico, psicológico) en las primeras etapas vitales, conlleva una mayor probabilidad de terminar ‘bordeando’ ambientes delictivos. Si esto es así, sería antes (durante el desarrollo y formación) y no después, cuando habría que dedicar recursos a compensar situaciones y reconducir conductas. Pero ¿qué ocurre con los casos de corrupción, cohecho y otros delitos semejantes, perpetrados por políticos, servidores públicos u otra serie de personas cuyo entorno no ha sido en absoluto carencial ni les ha ‘empujado’ a delinquir? En esos casos la acción penitenciaria no es necesario que sea prioritariamente resocializadora ni formativa. Quizá se pueda suponer que una mayoría social, en esos casos, se da por bien satisfecha con punir. Y punir a base de bien.
En otro orden de cosas, ¿por qué no hay una demanda social amplia que reclame el uso de trabajos sociales y otras formas similares de ‘castigo’, que sustituyan en los casos menos peligrosos a la privación de libertad, y sí en cambio cada vez se oyen más voces descontentas con dar comida y cama gratis a la población reclusa?
Y por último, el peligro para la sociedad ¿está en el grado de gravedad de los delitos que se cometen o en el grado de disfunción social/psíquica/personal de quien los comete? Porque quizá hay individuos que solo una vez en la vida cometen un gravísimo delito –homicidio– y otros que encadenan actividades delictivas constantes –maltratadores, pederastas, abusadores– (no estoy diciendo que estos no sean muy graves). No sabemos si el sistema es capaz de detectar con eficacia el perfil de quien tiene verdadera posibilidad de reincidir, ni si acierta, ni si actúa en consecuencia.
En fin, creo que no se puede hacer esto muy largo. No hay aquí respuestas ni demasiadas certezas. Solo preguntas. Es una invitación a responderlas o a pensar en voz alta para completar lo escrito… si os animáis.
zim
todas las teorías, libertino
del pensamiento, eterno peregrino
del ansia de saber, sé que te quejas
de hastío de inquirir y que aconsejas
á los mozos que dejen el camino
de la ciencia y encierren su destino
de la santa ignorancia tras las rejas.
M. de Unamuno
Todo grupo humano, pronto o tarde, establece unas normas que rigen derechos y obligaciones en su seno. En las sociedades democráticas, el poder legislativo elabora los cuerpos legales al amparo de un teórico consenso y es el poder judicial, a continuación, quien las interpreta y las hace cumplir, o toma medidas contra quien las incumple.
Las sentencias establecen, entre otras, la privación de libertad como medida aplicable a los sujetos que incumplen determinados preceptos incluidos en estos diferentes cuerpos legales. La finalidad prioritaria de esta medida es, al menos teóricamente, la reinserción social, es decir, establecer un ‘tratamiento’ durante la reclusión, formativo, compensatorio o reparador, que le haga posible a la persona privada de libertad adquirir conciencia de su delito, recolocar sus principios y valores para adaptarlos a lo que la sociedad admite como permisible, ayudarlo a solventar conflictos de orden psicológico o de otra índole que le dificultaran la adaptación social, dotarle en la medida de lo posible de una formación personal y profesional que le sirva de cimiento y le dé firmeza cuando se reincorpore de nuevo a la sociedad.
Hay otra finalidad, que es la puramente disciplinaria o punitiva, cuyo objetivo es que el individuo inadaptado y con posibilidades de reincidencia (o de fuga), deje de representar un peligro, del orden que sea, para la sociedad. Mantenerlo lejos de sus conciudadanos evita la comisión de nuevos delitos, porque evita la ocasión.
Pero algunas penas vigentes en países del entorno democrático ponen en tela de juicio que el objetivo prioritario de la acción penitenciaria sea la reinserción o la resocialización. Se diría que es controlar el riesgo –para la sociedad–, aplicar la disciplina, mantener el orden y punir con mayor o menor proporcionalidad, lo que persiguen.
La prisión permanente revisable y la pena de muerte tienen defensores en sociedades democráticas que dicen (ellas) apoyar y favorecer la reinserción. La pregunta que se suscita es si estas sociedades utilizan el discurso de la resocialización como un bonito e hipócrita telón que esconde, en realidad, su verdadera –quizá única– preocupación: el aislamiento de todo individuo que ponga en peligro la tranquilidad social. No sabemos (tal vez no queremos saber) si en realidad nos da igual el tratamiento al que vaya a ser sometido el recluso; quizá basta que algún artículo legal enuncie que ese –la resocialización– es el principio rector del sistema, para acallar la conciencia… con tal de que lo que no falte –ni falle– sea la reclusión.
Por otro lado, casi todos estaríamos de acuerdo en que un entorno depauperado (en lo social, familiar, económico, psicológico) en las primeras etapas vitales, conlleva una mayor probabilidad de terminar ‘bordeando’ ambientes delictivos. Si esto es así, sería antes (durante el desarrollo y formación) y no después, cuando habría que dedicar recursos a compensar situaciones y reconducir conductas. Pero ¿qué ocurre con los casos de corrupción, cohecho y otros delitos semejantes, perpetrados por políticos, servidores públicos u otra serie de personas cuyo entorno no ha sido en absoluto carencial ni les ha ‘empujado’ a delinquir? En esos casos la acción penitenciaria no es necesario que sea prioritariamente resocializadora ni formativa. Quizá se pueda suponer que una mayoría social, en esos casos, se da por bien satisfecha con punir. Y punir a base de bien.
En otro orden de cosas, ¿por qué no hay una demanda social amplia que reclame el uso de trabajos sociales y otras formas similares de ‘castigo’, que sustituyan en los casos menos peligrosos a la privación de libertad, y sí en cambio cada vez se oyen más voces descontentas con dar comida y cama gratis a la población reclusa?
Y por último, el peligro para la sociedad ¿está en el grado de gravedad de los delitos que se cometen o en el grado de disfunción social/psíquica/personal de quien los comete? Porque quizá hay individuos que solo una vez en la vida cometen un gravísimo delito –homicidio– y otros que encadenan actividades delictivas constantes –maltratadores, pederastas, abusadores– (no estoy diciendo que estos no sean muy graves). No sabemos si el sistema es capaz de detectar con eficacia el perfil de quien tiene verdadera posibilidad de reincidir, ni si acierta, ni si actúa en consecuencia.
En fin, creo que no se puede hacer esto muy largo. No hay aquí respuestas ni demasiadas certezas. Solo preguntas. Es una invitación a responderlas o a pensar en voz alta para completar lo escrito… si os animáis.
zim
viernes, 12 de junio de 2020
EL ASILO DURÁN (Centro Reformatorio)
El hoy olvidado Asilo Durán nació en 1890 gracias a un legado de Toribio Durán, un hijo de Castelló d’Empúries (Girona) que hizo fortuna en América y dejó al ayuntamiento medio millón de pesetas para ayudar a los niños “difíciles”. Anteriormente, el Ayuntamiento de Barcelona disponía de una “casa de corrección” para menores que no gozaba ni de buena fama ni de condiciones. En la época una revista satírica la rebautizó como “casa de corrupción”, y el legado permitió levantar una de nueva planta en Gràcia. Los “Hermanos de San Pedro ad Vincula”, orden religiosa regente, más tarde, ocuparon una casona a la entrada de lo que fue la torre Vilana, que actualmente es la ubicación de la Clínica Teknon, donde van a parir las Infantas.
El Asilo Durán, fue uno de los exponentes de la tradición de centros residenciales cerrados dedicados a niños y jóvenes con presuntos problemas de adaptación social, centros con poco control socioprofesional, generalmente, en manos de órdenes religiosas menores, con un personal que no tenía el más mínimo grado de formación pedagógica y que creían que todo se solucionaba con “tortazos, patadas, correazos y oraciones”, modelo que ha tenido muchos seguidores en nuestra historia asistencial. Se creía que los pequeños internos llevaban el mal en su propia naturaleza por ser descendientes de republicanos, o simplemente descarriados. En este sentido resulta explícito el estremecedor discurso de Sor Eulalia Arqué, siendo superiora de las monjas de la Casa de la Caridad, cuando se inauguró el centro de Vilana: “¡Estáis en desgracia permanente y por esta razón habrá que coger el látigo para sacar vuestro demonio, que vive en vuestras oscuras almas con tan morbosa satisfacción! ¡Habrá que borrar el pasado y de hoy en adelante seréis sometidos a la más estricta obediencia!”
Quien daba con sus huesos en el Asilo Durán mordía el polvo de verdad. Su “terapia educativa” se podía comparar con la de los campos nazis. Sodomía, abusos, corrupción y malos tratos de una crueldad poco cristiana eran impartidas con católica devoción. Las historias que se contaban del Asilo Durán eran terroríficas. Más tarde, a pesar de los buenos y altruistas deseos de su fundador, se convirtió en lo que siempre fue: un correccional de menores que vio crecer a lo más florido de la delincuencia preconstitucional. En su novela biográfica, “Tanguy” (1957) el escritor Michel del Castillo trata su experiencia personal en este centro. Manuel Vázquez Montalbán en el prólogo de “Tanguy”, manifiesta:
“He visto marchar hacia el Asilo Durán varios compañeros de la calle, del barrio, de colegio y, algunos, los he visto volver sin identidad, rotos para siempre, condenados a una vileza adquirida bajo la sombra corruptora de los hermanos del asilo; más tarde encontré delincuentes comunes en prisión que habían iniciado su aprendizaje en el Asilo Durán y la habían continuado en la Legión.”
Mi hermano menor y yo ingresamos en este asilo el 1 de Enero de 1958, como solución más inmediata tras el fallecimiento de nuestra madre, a la espera de que nuestro padre, trabajador de la construcción, tuviera mejor oportunidad en lo económico que le permitiese sacarnos definitivamente del centro, vivir en un piso normal y poder incorporarnos a un colegio público abierto y, en mi caso, ya con 14 años cumplidos cuando salí, también al mundo del trabajo mientras seguía formándome con los estudios.
Fuimos recibidos por el director del centro, un sacerdote enjuto, con la cara llena de surcos, que olía a orines rancios cuando lo tenías próximo y se movía. No vi que sonriera en ningún momento y una vez que mi padre se despidió de nosotros, prometiéndonos que vendría algún domingo que otro a vernos si el trabajo se lo permitía, quedamos a merced de una situación que a mí se me antojaba tétrica, tanto como la mortecina luz de la sala donde estábamos, como de algo que no tiene nombre ni sabes identificar creándose un sentimiento de indefensión que producía angustia. Mi hermano, nada más irse mi padre se echó a llorar pegándose a mí y eso aumentó aún más mi desasosiego. El cura, supongo que acostumbrado a escenas parecidas y carente de toda palabra de consuelo, después de un lacónico “esperad aquí” desapareció y a los pocos minutos llegó otro ensotanado, más joven, de cara redonda y gafas gruesas, un “hermano”, que sin más preámbulos nos pidió que cargáramos con la maleta y el atillo yendo detrás de él en dirección al pabellón dormitorio; un local enorme, de alto techo con vigas metálicas entramadas que contenía varias filas de catres, sin mobiliario, y que olía a miseria y humedad.
La limitada extensión de la entrada no da para contar pormenorizadamente todo lo que el recuerdo me invita a hacer; baste, no obstante, esbozar algunas pinceladas de lo que durante el transcurso de casi tres años fue el pan nuestro de cada día en esa cárcel para niños, pues no se trataba de otra cosa.
Costó un tiempo poder adaptarnos. El brusco cambio que supuso salir de los espacios abiertos de las zonas rurales donde vivíamos, a ingresar por fuerza en una auténtica prisión en la que no se aplicaba ni el menor paliativo psicológico para poder adaptarse poco a poco a la nueva realidad, inducía en nuestro ánimo el temor y la desesperanza de quien se siente verdaderamente vulnerable ante la ignorancia de lo que puede suceder en cada momento. El temor era una constante. Y cuando veías los motivos y empezabas a ser “merecedor” de los mismos las dudas sobre el esperado auxilio comprensivo a tus anhelos personales acaban desapareciendo definitivamente y entras en la fase de supervivencia a toda costa. Entre la chiquillería imperaba, lógicamente, la ley del más fuerte, y en las situaciones de enfrentamiento había que intentarlas suplir, en lo posible, con astucia y “buen hacer”. Llegué a pelearme con medio colegio a causa de mi hermano. Cuando le veía aparecer llorando ya sabía lo que me tocaba hacer si quería que lo dejaran en paz. Unas veces ganaba y otras veces perdía. Pero me granjeé fama de bravo, de no echarme atrás ante las provocaciones. No las buscaba, y en lo posible trataba de evitar el enfrentamiento físico usando, como digo, un poco de inteligencia y la mayor empatía posible, pero no siempre se conseguía, de manera que la pertenencia a un grupo concreto fue lo que nos salvó de nuestra vulnerable individualidad.
Dedicábamos más horas al trabajo en los diferentes talleres (zapatería, carpintería, hojalatería, ferretería y el recién creado horno de baquelita donde se hacían las empuñaduras redondas de las palancas de cambio de los coches de la época) que a la enseñanza. Casi cada día se producían accidentes de una u otra consideración a consecuencia de las inexistentes medidas de seguridad. Y a los que les tocaba trabajar en el horno, normalmente niños huérfanos y sin reclamo familiar para evitar preguntas inconvenientes, acababan adquiriendo una enfermedad de los párpados y se les ponía purulentos, de manera que se les quedaban pegados costándoles mucho abrirlos. La tiranía de los encargados de talleres, a base de insultos, vejaciones, patadas y palizas, era un “extra” añadido a la explotación a que estábamos sometidos.
La comida, asquerosa siempre, las más de las veces patatas cocidas en una especie de mejunje extraño, que no sólo no pelaban sino que ni siquiera llegaban a lavarse para eliminar la tierra que te encontrabas en el fondo del plato. Gracias a las latas de conservas y otros alimentos no perecederos que de vez en cuando nos traía nuestro padre, complementábamos la escasez nutritiva de aquella bazofia. Por esa razón la maleta siempre estaba cerrada con llave y atada con una cadena a la pata de la cama. Eso no quitaba que, en ocasiones, compartiera con otros chicos algunas de las viandas. Llegué a ver cómo uno de ellos, apellidado Crespi, se comía hasta el cordel del trozo de chorizo que puse en sus manos, “porque tenía pringue y estaba bueno”, justificó.
El mayor problema era el de los abusos sexuales. Había “hermanos” que, a plena luz del día, con la excusa de “inocentes” juegos, metían mano a los niños de su predilección sin recato alguno. Y me daba cuenta. Muchas noches, no me dormía hasta ver como el niño de turno, acompañado por un canalla mayor, era llevado hasta la habitación de quien ya sabíamos que aquella semana le tocaba de tutor del pabellón y dormía en una habitación interna, dentro del mismo. Procuraba estar despierto hasta asegurarme que no venían a por mi hermano, cosa que imagino no se atrevían a hacer después de haber comprobado cuál era mi actitud ante eso, y aunque personalmente nunca recibí insinuaciones de nadie, lo achacaba al hecho de poner cara de pocos amigos cada vez que intuía que algún pajarraco negro pudiera mirarme con ojos golositos yéndome a otra parte sin ningún disimulo, sabiendo además que no me cortaba un pelo si me tiraban de la lengua, aunque después lo pagara caro a base de castigos.
Y aún vive el cura (entonces “hermano”, siendo además el que me dejó sordo del oído izquierdo al reventarme el tímpano de un soberana hostia) que, teniendo unos 10 años más que yo, y estando el mameluco apalizando al menor de los hermanos Briones (uno de ellos, Francisco, está actualmente en la cárcel por la estafa del Fondo Filatélico) porque el niño no se había comido la bandeja de comida que le sirvieron ya que se encontraba en cama con fiebre y no le apeteció comer, me pareció tan injusto e indignante lo que estaba haciendo con él que estando yo unos metros más atrás, debajo de mi cama intentando abrir la maleta-despensa para mitigar la gazuza que tenía y por lo tanto no pudo verme, ciego de ira por el espectáculo que contemplaba, cogí una lata de sardinas y se la lancé con tal fuerza y puntería que le di en plena base del cráneo derribándolo. Se montó la “dios es cristo”, avisaron a mi padre para notificarle mi expulsión y tuve que ver cómo el hombre se rebajaba hasta lo indecible aceptando como castigo, para que yo pudiera seguir en el centro, trabajarles gratis los fines de semana en trabajos de albañilería y mantenimiento. Tampoco me libré, por esta causa, de pasar por la “pelona”, una habitación sin muebles cuyas ventanas acristaladas daban al patio donde se agolpaban los niños para contemplar cómo entre tres o cuatro ensotanados apalizaban a los “díscolos” irredentos como yo… Lo único “positivo” de tal acción de castigo era el “prestigio” que te daba entre la chiquillería, como si te hubieses “doctorado” en resistencia o algo así…
Flan Sinnata
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viernes, 5 de junio de 2020
MOUSELAND - TIERRA DE RATONES
“La tierra de los ratones” es una fábula política, inspirada en el discurso de Tommy Douglas (1904-1986), político socialdemócrata de Canadá, originalmente contada por su amigo Clare Gillis y que adaptaría, en forma de corto de animación, su nieto, el actor londinense Kiefer Sutherland.
Resumidamente, y basándome en el discurso de Tommy Douglas, es la historia de un país llamado Mouseland. Éste era un lugar donde todos los ratoncitos vivían. De la misma manera que tú y yo lo hacemos. Incluso tenían un parlamento y cada cuatro años hacían elecciones. Algunos hasta obtenían alguna ventaja, una ventaja que recibían cada cuatro años, como es lo normal cuando hay elecciones. Tal como nos pasa a ti y a mí.
Y elegían un Gobierno formado por enormes y gordos gatos negros. Si pensáis que es extraño el elegir gatos siendo ratones, solo hace falta mirar la historia de España (y de tantos países) en sus últimos 40 años, entonces te darás cuenta que ellos –los ratones– no son más estúpidos que nosotros. No estoy diciendo nada en contra de los gatos, ellos eran buenos compañeros, conducían el gobierno dignamente, elaboraban buenas leyes, es decir, leyes buenas para los gatos. Y estas leyes que eran buenas para los gatos, no eran muy favorables para los ratones.
Una de las leyes decía, que la entrada a la ratonera debía ser tan grande como para que un gato pudiera meter su pata en ella. Otra ley decía, que los ratones solo podían moverse a ciertas velocidades, para que el gato consiguiera el desayuno sin realizar mucho esfuerzo físico.
Todas estas leyes, eran buenas para los gatos, aunque para los ratones eran bastante duras. Y cuando los ratones lo tuvieron más y más difícil, y se cansaron de aguantar, dijeron de hacer algo al respecto. Entonces, fueron en masa a las urnas, votaron contra los gatos negros y eligieron gatos blancos.
Los gatos blancos lanzaron una campaña genial, dijeron: “todo lo que necesita Mouseland, es una visión de futuro”, y terminaron prometiendo “el problema de Mouseland, son las entradas redondas de las ratoneras, si ustedes nos eligen, las construiremos cuadradas”. Y lo hicieron, las entradas cuadradas eran el doble de las redondas, ahora el gato podía meter las dos patas y la vida para los ratones, se tornó más complicada.
Y cuando no pudieron soportarlo más, votaron contra los gatos blancos y pusieron a los negros de nuevo. Para luego regresar a los blancos y de ahí a los negros otra vez. Incluso trataron con gatos mitad negro, mitad blanco y lo llamaron coalición.
En su desesperación, intentaron dar el gobierno a gatos con manchas, eran gatos que intentaban aparecer como ratones pero comían como gatos. Verán, el problema no estaba en el color de los gatos, el problema estaba en que eran gatos. Y como son gatos, naturalmente miraban por sus intereses de gato y no de ratones.
Finalmente, habló un ratoncito que tuvo una idea. Amigos míos, tengan cuidado con quien tiene una idea. Y estas fueron sus palabras: “Miren, compañeros: ¿Por qué seguimos eligiendo un gobierno hecho por gatos?, ¿Por qué no elegimos un gobierno de ratones?”…
“¡OOOH!” dijeron… “¡Está pidiendo el derecho a decidir!”… “¡Es un COMUNISTA!”... ¡Enciérrenlo!”… Así que lo metieron en la cárcel.
Pero quiero recordarles que pueden encerrar a un ratón, o a un hombre, pero lo que nunca podrán será encerrar las ideas.
Una vez viajó a China Felipe González siendo presidente del gobierno y volvió encantado por una frase que le había dicho Deng Xiaoping: “No importa si el gato es blanco, o si el gato es negro. Lo que importa es que cace ratones”… Y lo claro que se lo dejó a Felipe…Y a todos los demás gatos…
Y continuamos igual, viéndolo todo, sin hacer NADA. Parece como si esperásemos a que pase el tiempo para reencontrarnos de nuevo con nuestros sentidos: El sentido común, el sentido crítico, el más difícil aún, el autocrítico. El sentido de la UTOPÍA, el sentido del movimiento, el sentido del “día a día”. El sentido que da sentido a toda una vida. El sentido de cada sentimiento.
Y cuando ven que te mueves te obligan a retroceder. En derechos, educación, sanidad, en suma, en justicia social, que tanto sorprende hasta a los mismos lacayos de los gatos. Y no son gatos, precisamente. Nos prefieren “quietos”, pues tenían miedo de que llegásemos demasiado lejos.
En Mouseland los ratones también esperaban, como nos pasa a nosotros, que los gatos defendieran sus derechos, pero olvidaron que a los gatos no les gusta el queso. No sé hasta qué punto deberíamos extrañarnos, pues son eso, gatos. Unas veces visten de negro y otras lo hacen de blanco, pero, no lo olvidemos, son gatos al fin y al cabo. Ahora, eso sí, todas las decisiones que toman en nuestro nombre lo hacen “por nuestro bien”… ¡Ah!, y por “razones de Estado”. Por eso, todos sus eslóganes electorales acaban del mismo modo: “Os la daremos con queso”… Y muchos, a consecuencia de tanto maullido acaban convirtiéndose en gatos. O eso pretenden…
Flan Sinnata
Resumidamente, y basándome en el discurso de Tommy Douglas, es la historia de un país llamado Mouseland. Éste era un lugar donde todos los ratoncitos vivían. De la misma manera que tú y yo lo hacemos. Incluso tenían un parlamento y cada cuatro años hacían elecciones. Algunos hasta obtenían alguna ventaja, una ventaja que recibían cada cuatro años, como es lo normal cuando hay elecciones. Tal como nos pasa a ti y a mí.
Y elegían un Gobierno formado por enormes y gordos gatos negros. Si pensáis que es extraño el elegir gatos siendo ratones, solo hace falta mirar la historia de España (y de tantos países) en sus últimos 40 años, entonces te darás cuenta que ellos –los ratones– no son más estúpidos que nosotros. No estoy diciendo nada en contra de los gatos, ellos eran buenos compañeros, conducían el gobierno dignamente, elaboraban buenas leyes, es decir, leyes buenas para los gatos. Y estas leyes que eran buenas para los gatos, no eran muy favorables para los ratones.
Una de las leyes decía, que la entrada a la ratonera debía ser tan grande como para que un gato pudiera meter su pata en ella. Otra ley decía, que los ratones solo podían moverse a ciertas velocidades, para que el gato consiguiera el desayuno sin realizar mucho esfuerzo físico.
Todas estas leyes, eran buenas para los gatos, aunque para los ratones eran bastante duras. Y cuando los ratones lo tuvieron más y más difícil, y se cansaron de aguantar, dijeron de hacer algo al respecto. Entonces, fueron en masa a las urnas, votaron contra los gatos negros y eligieron gatos blancos.
Los gatos blancos lanzaron una campaña genial, dijeron: “todo lo que necesita Mouseland, es una visión de futuro”, y terminaron prometiendo “el problema de Mouseland, son las entradas redondas de las ratoneras, si ustedes nos eligen, las construiremos cuadradas”. Y lo hicieron, las entradas cuadradas eran el doble de las redondas, ahora el gato podía meter las dos patas y la vida para los ratones, se tornó más complicada.
Y cuando no pudieron soportarlo más, votaron contra los gatos blancos y pusieron a los negros de nuevo. Para luego regresar a los blancos y de ahí a los negros otra vez. Incluso trataron con gatos mitad negro, mitad blanco y lo llamaron coalición.
En su desesperación, intentaron dar el gobierno a gatos con manchas, eran gatos que intentaban aparecer como ratones pero comían como gatos. Verán, el problema no estaba en el color de los gatos, el problema estaba en que eran gatos. Y como son gatos, naturalmente miraban por sus intereses de gato y no de ratones.
Finalmente, habló un ratoncito que tuvo una idea. Amigos míos, tengan cuidado con quien tiene una idea. Y estas fueron sus palabras: “Miren, compañeros: ¿Por qué seguimos eligiendo un gobierno hecho por gatos?, ¿Por qué no elegimos un gobierno de ratones?”…
“¡OOOH!” dijeron… “¡Está pidiendo el derecho a decidir!”… “¡Es un COMUNISTA!”... ¡Enciérrenlo!”… Así que lo metieron en la cárcel.
Pero quiero recordarles que pueden encerrar a un ratón, o a un hombre, pero lo que nunca podrán será encerrar las ideas.
Una vez viajó a China Felipe González siendo presidente del gobierno y volvió encantado por una frase que le había dicho Deng Xiaoping: “No importa si el gato es blanco, o si el gato es negro. Lo que importa es que cace ratones”… Y lo claro que se lo dejó a Felipe…Y a todos los demás gatos…
Y continuamos igual, viéndolo todo, sin hacer NADA. Parece como si esperásemos a que pase el tiempo para reencontrarnos de nuevo con nuestros sentidos: El sentido común, el sentido crítico, el más difícil aún, el autocrítico. El sentido de la UTOPÍA, el sentido del movimiento, el sentido del “día a día”. El sentido que da sentido a toda una vida. El sentido de cada sentimiento.
Y cuando ven que te mueves te obligan a retroceder. En derechos, educación, sanidad, en suma, en justicia social, que tanto sorprende hasta a los mismos lacayos de los gatos. Y no son gatos, precisamente. Nos prefieren “quietos”, pues tenían miedo de que llegásemos demasiado lejos.
En Mouseland los ratones también esperaban, como nos pasa a nosotros, que los gatos defendieran sus derechos, pero olvidaron que a los gatos no les gusta el queso. No sé hasta qué punto deberíamos extrañarnos, pues son eso, gatos. Unas veces visten de negro y otras lo hacen de blanco, pero, no lo olvidemos, son gatos al fin y al cabo. Ahora, eso sí, todas las decisiones que toman en nuestro nombre lo hacen “por nuestro bien”… ¡Ah!, y por “razones de Estado”. Por eso, todos sus eslóganes electorales acaban del mismo modo: “Os la daremos con queso”… Y muchos, a consecuencia de tanto maullido acaban convirtiéndose en gatos. O eso pretenden…
Flan Sinnata
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