martes, 16 de julio de 2019

FRÁGILES Y RECIOS



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Qué frágiles somos. Todos sabemos que cada uno tiene un punto débil que nos puede quebrar, desarmar, desmoronar. Los griegos clásicos ya nos lo contaron con el talón de Aquiles. Cuánto se avanzaría si los adolescentes leyeran la mitología, y se dieran cuenta de que todo está escrito, que sus héroes virtuales son patéticas caricaturas de la encarnación de las pasiones humanas que existen desde el principio de los tiempos.

Resulta que el gran Zeus, el más poderoso dios, vivía sólo para copular con todo lo que pillara: diosas, humanas, efebos y ninfas. A pesar de sus hermosas y divinas esposas, era capaz de desencadenar sufrimiento y caos con cada uno de sus estrambóticos polvos, que se usaron para dar marchamo divino a algunas estirpes de reyes.

¿En cuántas ocasiones nosotros, simples mortales, hemos puesto en la cuerda floja una relación satisfactoria (ninguna perfecta, claro), cuando hemos entrado en el juego de la seducción con una tercera persona? Pero es que incluso en el mundo virtual, hay relaciones que se tambalean cuando se coquetea por internet, o cuando se fantasea con imágenes o vídeos tóxicos que son artificios para el consumo, alejados de la realidad.

La mitología griega tiene decenas de relatos de las estupideces que se cometen por ambición, deseo de poder, curiosidad, inconsciencia. Tantísimos, que se puede entender mucho mejor como un manual de prevención para la vida humana que como una sarta de aventuras irreales de seres divinos, semidivinos o humanos alucinados.

Vuelvo a la fragilidad, pero en el sentido oriental del taoísmo y el budismo. La profunda lucidez de Lao Tse (fuera real o la personificación de varios pensadores) plantea que todo es un Tao innombrable e inconcebible. Pero nos hace el favor de poder intuir las manifestaciones de ese Absoluto: energías de atracción y repulsión, de armonía y caos, en un equilibro imprescindible para el devenir. Me fascina que la física cuántica haya demostrado experimentalmente cómo existe materia y antimateria, cómo la energía de convierte en materia y viceversa. La obsesión de algunas personas por el Orden, por el Control, por Dominar intelectualmente el Universo y sus leyes refleja su empeño en levantar un castillo de arena a la orilla del mar: o se lo lleva la marea, o el invierno, o el final de la propia vida que no suele alcanzar el siglo.

Y entro en lo más frágil de todo: el Ego. Un globo que se infla con las definiciones, positivas y negativas, que nos dan en nuestra infancia. Que se modifica y amplía en nuestra adolescencia, etapa tan vulnerable que nos deprimimos por un desamor, dejamos los estudios por un profesor gilipollas o arriesgamos nuestra salud temerariamente. Un Ego que se suele esclerotizar con los años, donde acabamos presos de ser el personaje que nos hemos construido: determinado empleo, familia, posesiones, estatus social, aficiones e ideología. PERO que se resquebraja, como nuestra autoestima, con cualquier circunstancia: el paro, los cuernos, la enfermedad…Pero en vez de hacernos más humildes y lúcidos, solemos volvernos más temerosos e intransigentes y reconstruir “nuestro” Ego (una mera imagen mental) con mayor afán, casi siempre de una forma más conservadora e inmovilista.

Nuestra fragilidad se manifiesta en cualquier situación: un episodio de tráfico nos convierte en energúmenos dispuestos a morder; una bajada de miligramos en nuestro nivel de litio nos deprime hasta llegar a incapacitarnos; una palabra desabrida de quien estimamos nos entristece profundamente y hace cuestionar esa relación. Que nuestro líder carismático se compre un chalet nos hace dudar de un movimiento de millones de indignados (y cada líder tiene lo suyo…).

Somos frágiles física, mental, afectiva y hasta éticamente. En “A puerta cerrada”, de Sartre, se ve cómo varios personajes han traicionado la más valiosa de sus respectivas convicciones. 
El famoso chiste del comunista que quiere que se reparta todo, salvo los cerdos, porque él sí tiene dos cerdos. La respuesta ante el cinismo de la Derecha acaparadora y depredadora, es que se Comparta, que se Redistribuya, que se cubran las Necesidades antes que las desmesuradas ambiciones de unos pocos.

PERO también somos RECIOS, hasta extremos inconcebibles: personas que soportaron torturas aberrantes sin haber delatado a sus compañeros; superación de adversidades de todo tipo; logros inconcebibles en el plano físico, artístico, intelectual y social, por encima de cuantos obstáculos se presentaran. Desde la superación de un ictus a pintar con la boca o los pies, desde realizar una carrera universitaria un síndrome de Down a lograr movilizar a una comunidad una sola persona, a veces una niña: el ejemplo de actualidad es Greta Thumberg, con 15 años y con espectro autista.

Recios como la encina son mis padres: nacidos al final del reinado de Alfonso XIII, superaron la dictadura de primo de Rivera, se ilusionaron como niños (lo eran) con la Segunda República, sobrevivieron a la guerra in-civil y a la oscura posguerra. Contribuyeron a construir una España moderna, civilizada y se asombraron cuando elegimos a quienes creíamos socialistas. Cuando vieron los politicuchos que medraron en la Transición, asumieron que el Poder seguía estando en manos de los de siempre, y siguieron ocupándose de sus hijos, nietos y hasta bisnietos. La vida sigue, pase lo que pase.

Personas recias, que no tenían tiempo para mirarse el ombligo y deprimirse porque había que sacar un hogar adelante, que pasaban las enfermedades al pie del cañón, que exponían sus convicciones con sus actos, sin palabrería vacua. Personas con inevitables contradicciones pero con un sentido del humor que conservaba su salud mental.

Personas/encina que han dado frutos, ofrecido cobijo y sombra, entregado su tiempo y energía. Irremisiblemente, un día dejarán de respirar, se detendrá su sangre y su savia, por puro desgaste al cabo de un siglo. Pero sus genes permanecen, las personas que han aprendido con ellos esta verdad: somos tan frágiles como un beso, pero el recuerdo de esa ternura incondicional nos hace tan recios como la higuera centenaria a la que subían ellos para coger los higos frescos, la misma a la que nos ayudaron a subir de pequeños, la misma que enseñaremos a nuestros hijos.

Sentido común