miércoles, 26 de junio de 2019

La lluvia en los techos de cartón



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Hablemos del ritmo, ese flujo de movimiento ligado íntimamente a la vida. Cuando solo somos un embrión, aislados de todo agente exterior en el vientre materno, solo escuchamos los sonidos rítmicos del cuerpo de la madre, el latido del corazón, las crepitaciones articulares, el chapoteo del líquido amniótico.

Quizás la música sea la búsqueda de la emoción que nos provoca el recuerdo de esos ritmos maternos, y la rastreamos en la memoria genética colectiva, en ese almacén donde se encuentran los sentimientos y los sueños compartidos más nobles, almacén que no entiende de jerarquías, pues a veces puede emocionarnos más una percusión africana o el reencuentro con un arrullo de nuestra infancia o una canción que ligamos a nuestros primeros amores, más que una sinfonía bien construida.

Hasta los enfermos de Alzheimer reconocen canciones ligadas a sus recuerdos, o incluso aprenden pequeñas canciones nuevas, que recuerdan al día siguiente, algo que no hacen con las palabras ni con otros recuerdos.

Hoy se habla mucho de la música como terapia medicinal, algo que ya sabían los antiguos griegos y cuyos efectos todos hemos experimentado, pero ya se sabe que solo se tiene en cuenta lo que desde los poderes mediáticos parece que acaban de inventar. ¿A cuántos niños han calmado el llanto las nanas? ¿Quién no ha sentido al escuchar un blues una sensación de tranquilidad que le alivia de un momento de ansiedad, o ha puesto en orden su cerebro con alguna sinfonía, o ha sentido que se le renovaban las entrañas con Camarón, o se ha llenado de energía con el rock y de serenidad con la kora, o ha lubricado sus ojos mientras sonaba un fado, o ha aparcado la depresión por unos momentos con los latidos de la tierra que le ofrece una percusión africana o …? 
Como dice Tchaikovski, si no fuera por la música habría más razones para volvernos locos.

La música es además lo único que nos conecta como humanidad. Aún existen pueblos en los que todos sus miembros son intérpretes activos de los ritmos y de las danzas y cantos tribales. En el pasado lo mismo sucedía en nuestra sociedad occidental, la gente cantaba más en la calle, pero actualmente en nuestro sistema cultural solo participan como actores activos los especialistas, los profesionales, todos los demás nos hemos convertido en meros oyentes pasivos.

Nos ponen música en las grandes superficies para que compremos, en el trabajo para que produzcamos, las discográficas nos venden lo que quieren para hacer negocio. Y es que también hay una música del poder, un Hamelin al servicio de los que mandan, unas sirenas que nos engañan, unos ladrones de melodías que nos cambian la letra y que nos han arrebatado el espacio donde la música la creábamos entre todos. Ya no cantamos ni tocamos juntos en los acontecimientos grupales (la iglesia nos gana en esto). Con ello hemos perdido la conmoción colectiva, esa capacidad de cambiar las formas de entender la vida. No significa que una canción o un poema hayan cambiado alguna vez el mundo, pero sí han contribuido a generar cambios en las sociedades.

Hay cientos de canciones que movieron las conciencias de los pueblos a lo largo de la historia, y cientos de personas que dieron su vida por alzar la voz con un ritmo (los esclavos africanos en las plantaciones sureñas, los milicianos antifascistas en la guerra española, las canciones de los partisanos, los que se alzaron contra la guerra de Vietnam, las voces y guitarras latinoamericanas contra las dictaduras, nuestras canciones en la lucha antifranquista, la trova cubana, o la canción de las casas de cartón a la que hago alusión en el título, así incontables…).

Una canción que, además de conmoverme en extremo, considero que define el poder que la música posee para transmitir y para contar lo que no se puede contar de otro modo, es “Strange fruit” (Extraño fruto) interpretada por Billie Holiday, que expresa de un modo sobrecogedor el sentimiento de una imagen, en la que un grupo de blancos en actitudes triviales y desenfadas rodean un árbol del que cuelgan dos hombres, a los que han ahorcado por el hecho de tener la piel de color oscuro.  

Nos preguntamos muchas veces qué nos queda, viendo que la política actual es un basurero y no soluciona los graves problemas de este mundo. Nos sentimos huérfanos de referentes para encontrar un camino que nos haga salir de este atolladero social. ¿Y si fuese la música esa resina que nos ayude a encontrar el camino para empezar a salir de la decepción, del escepticismo, para recordarnos que esta tierra es de todos, para decirle a los poderosos que no jueguen con nuestro mundo, para cantarle juntos a la vida, o sencillamente sirva para unir los sentimientos que nos identifican como colectividad?

Quizás la música sea lo único que nos pueda ayudar a destruir los muros, desde nuestro propio cerebro y en conjunción con los cerebros de los demás. Igual que se crea una orquesta.

Nadie