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El modelo social resultante de la revolución industrial brindó un
esquema de productores desposeídos frente a inversores poseedores que creó el
caldo de cultivo para el surgimiento de la filosofía del marxismo. La primera
filosofía que, ciertamente de manera brillante a la par que sencilla y
atractiva, venía a establecer un relato integrador y dinámico de todo lo
concerniente a las condiciones materiales de la Humanidad.
Pero en su visión dinámica de la Historia, el Marxismo falló en preveer
el futuro desarrollo de aquel esquema que a mediados de siglo XIX tan claro se
presentaba. Porque a la profunda y estricta división en compartimentos sociales
de un sucio Liverpool de 1850 que allanaba su análisis científico, le empezaban
a brotar incómodas aristas en un sucio pero ya no tanto Berlín o Milán de 1900,
menos explicable para la nueva ciencia social, y no digamos en el complejo
crisol cosmopolita de un Nueva York o París de 1925.
Y no porque la profunda brecha de desigualdad comenzara a menguar. El
capitalista de 1914 era sustancialmente más rico que el de 1850; ocurre que el
trabajador de 1914, una vez adquirida una notable destreza especializada en su
tarea, también, en la escala de sus modestas posibilidades. En definitiva, la
creciente desigualdad contemporánea de una sociedad industrial avanzada no
traía la revolución proletaria por la sencilla razón que las condiciones
materiales del trabajador de 1914 eran mucho mejores que la del que conoció
Marx, por mucho que su patrón nadara en una abundancia que el de 1850 no podía
imaginar.
¿Por qué sucede esto si el poseedor no tiene ninguna intención de
repartir lo poseído, sino al contrario llevar al desposeído a una condición
cada vez mayor de desposesión?
En primer lugar, la sociedad nacida de las revoluciones decimonónicas
deja la puerta abierta a la movilidad social (y geográfica, mental, cultural
...). Difícil o casi imposible, evidente, ascender de la desposesión material
absoluta a una posesión que otorgue una posición relativamente desahogada.
Pero no imposible porque las reglas de la comunidad lo impidan expresamente, algo que sí había ocurrido con las castas medievales y similares. Y menos imposible cuanto más se "agita" el viejo anquilosamiento europeo y asiático de tantos siglos, como se comprobará en numerosos casos, entrado el siglo XX.
Pero no imposible porque las reglas de la comunidad lo impidan expresamente, algo que sí había ocurrido con las castas medievales y similares. Y menos imposible cuanto más se "agita" el viejo anquilosamiento europeo y asiático de tantos siglos, como se comprobará en numerosos casos, entrado el siglo XX.
En segundo lugar: el poseedor capitalista es ante todo, como señalé al
principio, un inversor. El inversor no acumula para consumir o vivir de las rentas, sino para producir,
para crear. Crear para poseer más por un afán codicioso, sí, pero en esta
intención egoísta por tener más el proceso resultante es un círculo virtuoso
-tener para invertir, invertir para tener-, no para ser más iguales, claro que
no, sino en el que todos poseen más, en la medida que lo permite su situación
previa en el proceso y las situaciones cambiantes que otorgan algunas
oportunidades, oportunidades propiciadas por y para la movilidad antes
indicada.
Y en tercer lugar: allí donde se ensayan revoluciones igualitaristas,
Rusia y China como ejemplos supremos, se demuestra que un objetivo igualitario
acaba igualando hacia abajo en todas las capas sociales, por lo que el
socialismo occidental, cuyo proletario concienciado ya de por sí tiene menos
razones para revolverse que el productor oriental, entiende implícitamente -de forma explícita no pueden ni quieren por
mantener la fe en el esquema marxista-
que su lucha por igualar, si pretende que esté dirigida hacia arriba,
debe basarse en dejar libertad a la dinámica de la creación económica, y actuar
a posteriori sobre la redistribución del producto de esa creación mediante las
legislaciones públicas.
Mickdos