Hace algunos años, Lou Marinoff, un profesor de filosofía canadiense, escribió un libro de autoayuda titulado: “Mas Platón y menos Prozac”. Dicho libro animaba a combatir los estados depresivos no con las armas de la industria farmacéutica, sino con la lectura y puesta en práctica de principios filosóficos.
En principio, se me ocurren pocas ideas tan loables como esa. Lo que ocurre es que yo nunca elegiría a Platón como el filósofo más adecuado para un cometido semejante. Me decantaría antes por Séneca, Marco Aurelio o incluso Spinoza. La razón es los puntos de vista que Platón tenía sobre el mundo, la ciencia y la condición humana.
Al igual que los integrantes de otras muchas profesiones, los profesores de filosofía, por no hablar de los gendarmes con cátedra de los que algún pensador ha hablado, suelen funcionar dentro de un sistema de acendrado corporativismo. Aunque sostengan acaloradas discusiones entre ellos –memorable la inquina entre Schopenhauer y Hegel, por ejemplo–, suelen reaccionar con dureza cuando un profano se introduce en sus dominios o cuando un filósofo de gran prestigio es atacado. Y quizá ningún filósofo haya sido tan ensalzado y encumbrado como Platón. Es célebre la cita del filósofo y matemático inglés Alfred N. Whitehead: “Toda la filosofía occidental consistiría en una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica”.
¿Pero cómo y por qué surgió la figura de Platón? ¿Cuál fue su significado dentro del ecosistema intelectual de su época? ¿Cuáles eran sus objetivos? Como Platón ha sido considerado por sus admiradores a lo largo de los siglos como poco menos que un dios, o, al menos, una especie de non plus ultra de la sabiduría universal, sólo unos pocos autores se han atrevido a ponerle peros a sus ideas principales. Entre ellos, autores como Bertrand Russell, Karl Popper o el historiador de la filosofía Benjamin Farrington, en general llamando la atención sobre el radical autoritarismo que se desprende de buena parte de la obra platónica. En este breve artículo, trataré de transmitir mi propia impresión sobre el pensamiento platónico y sus implicaciones. Y un tema principal de mi escrito será tratar de comprender el por qué, a raíz del advenimiento de la Santísima Trinidad Sócrates-Platón-Aristóteles, el pensamiento griego pasó de ser fragmentario y naturalista a ser holístico, dogmático y exageradamente idealista, si bien Aristóteles rescató y profundizó en su obra algunos de estos aspectos de investigación objetiva de la naturaleza.
Quizá la obra más significativa e influyente de Platón fuera “La república”, un intento platónico de crear la ciudad perfecta. Una de las primeras cosas cuando menos paradójicas de este libro es que, aunque el mismo Platón, a través de su portavoz Sócrates, protagonista de la casi totalidad de sus diálogos, parece incluso dudar de la posibilidad de que semejante estado perfecto fuese realizable, en realidad todas o casi todas las cosas que el binomio Sócrates-Platón plantea se habían realizado ya en una ciudad como Esparta. Al igual que Esparta, la república platónica se gobierna por un rígido orden jerárquico, dividido en gobernantes, guardianas y campesinos y/o artesanos, o sea, plebeyos. La necesidad de que esto sea así se justifica en el conocido mito de los metales, según el cual los miembros de cada clase social estarían compuestos de metales acordes a su posición jerárquica. Los gobernantes o filósofos estarían compuestos de oro, los guardianes de plata, y los metales más groseros corresponderían a las clases de los artesanos o campesinos. Dichas categorías habrían sido prefijadas por los dioses –aunque durante toda la obra subyace la impresión de que el Dios en que Sócrates-Platón creen poco o nada tiene que ver con los dioses griegos–, y serían por lo tanto inmutables. La clase superior de los gobernantes-filósofos, además, viviría en una especie de régimen de comunismo, compartiendo incluso mujeres y descendencia, de manera que todos los ciudadanos estuvieran más ligados a sus deberes para con el estado que a sus lazos familiares. Por supuesto, los emparejamientos entre los miembros de las diferentes clases estarían estrictamente prohibidos.
Todo esto, lo mismo que el mito de la Caverna, es sobradamente conocido. A pesar del impreciso y más bien absurdo comunismo que se predica para la clase dirigente, lo que está claro es que, tal y como sucedía en Esparta, el principal objetivo de un sistema semejante es garantizar de manera indefinida el mantenimiento en el poder de un determinado clan. Algo que las reformas democráticas atenienses, empezadas por Clístenes, y ampliadas en gran medida primero por Temístocles y luego por Pericles, amenazaban en gran medida para disgusto de determinados sectores de la oligarquía ateniense que todavía gozaban de un gran poder. Pero quizá más chocante para el lector moderno sea la animadversión visceral de Platón hacia Homero, los grandes dramaturgos clásicos atenienses, y los poetas en general.
El binomio Sócrates-Platón no se anda por las ramas, y afirma sin el menor titubeo que los poetas deben ser desterrados de la república perfecta cuyos trazos principales Sócrates va desgranando ante el continuo asentimiento, más propio de un angelsíseñor o de una groupie, de su interlocutor Glaucón. La razón alegada por Sócrates para el destierro de los poetas es que, según él, se encuentran en un lugar muy inferior en el orden natural de la creación. En el primero estaría Dios, quien concibe a través de sus ideas todo lo que existe en el Universo, en el segundo, los artesanos, quienes con sus imitaciones dan forma corpórea a las ideas divinas, y en el tercero y por tanto del todo desdeñable, se encuentran los pintores y los poetas. Muy especialmente, los ya citados Homero, Esquilo, Sófocles y, quizá el más ínfame de todos, Eurípides, quien es, junto con Homero, quien más lejos ha llegado en la tarea de humanizar y envilecer a los dioses. Unos dioses que deben servir de ejemplo a los jóvenes, los ciudadanos del mañana, pero que, desfigurados por los retratos que de ellos hacen los poetas, se convierten en poco menos que objeto de escarnio. Pero ya antes de los ataques obsesivos a los poetas en el libro décimo de “La república”, en el libro octavo, Platón hace una observación todavía más sorprendente a propósito de los poetas, tomando como pretexto un pasaje de Eurípides: “Seguro que los poetas nos perdonan el que no les acojamos en nuestra república por ser cantores de la tiranía”.
Como mola, ¿verdad? El presuntamente más grande de los filósofos defiendo la libertad frente a las alabanzas de los poetas hacía los tiranos. Pero quizá eso ya no “mola” tanto si consideramos que para la clase oligárquica griega, como para la actual de nuestros países occidentales, todo aquel que atacase sus privilegios era susceptible de ser acusado de tiranía. Y es verdad que alguno de los tiranos que pasaron por Atenas, como por ejemplo Pisistrato, tomó medidas a favor de las clases populares a fin de ganar partidarios en sus disputas con otros clanes de la oligarquía. Con el paso del tiempo, el mismo Pericles sería acusado de tiranía por dichos oligarcas. Y de hecho, era poco probable que el elitista Platón, sobrino de unos de los, estos sí, Treinta Tiranos, que fueron encumbrados al poder en Atenas por Esparta después de su victoria en la guerra del Peloponeso, sintiera muy poca simpatía por Esquilo, cuya obra “Los persas”, era una loa mal disimulada a la política de Temístocles, uno de los líderes demócratas e ideador de la armada ateniense, como tampoco por el poco ortodoxo Sófocles, cuya Antígona ofende gravemente al poder del estado, y ya no digamos del bastante iconoclasta y decidido partidario de Pericles Eurípides. Quizá el único poeta griego de relieve aceptable para Platón habría sido el tebano Píndaro, un poeta que se limitó prácticamente a escribir himnos celebrando la grandeza de su ciudad y de determinadas hazañas del mundo helénico, sin entrar en la creación de personajes y quien, al igual que Platón, detestaba la idea de democracia, y a los filósofos naturalistas, racionalistas y atomistas jónicos como Anaxágoras, Leucipo, Demócrito y otros. ¿Es acaso demasiado atrevida la idea de que la filosofía del binomio Sócrates-Platón no fuera sino una ofensiva reaccionaria de la clase oligárquica ateniense tras el enorme pánico que les causó el llamado siglo de Pericles? ¿Es casual la sustitución de la filosofía tentativa, dialogante y fragmentaria de los filósofos presocráticos por la filosofía cerrada, dogmática y holística propugnada por la Santísima Trinidad Sócrates-Platón Aristóteles?
El libro décimo de “La República”, como ya hemos dicho, empieza con una oleada de ataques a los poetas, pero su conclusión sea quizá aún más sorprendente para el lector contemporáneo. En unas pocas frases, Sócrates convierte a angelsíseñor Glaucón de incrédulo respecto a la inmortalidad del alma en un fervoroso creyente en una justicia divina y una inmortalidad de inspiración pitagórica basada en la transmigración de las almas. Porque de hecho toda la filosofía platónica, su piedra angular, es una reelaboración de la filosofía pitagórica, que cree en la reminiscencia como casi única vía del conocimiento, pues nada se aprende salvo lo ya aprendido en vidas anteriores.
Con ello, en mi opinión, Platón convertía al ser humano en una especie de marioneta de la Divinidad, un autómata o caja de resonancia, ya que todas su creatividad consistía en desarrollar las ideas que el Supremo Hacedor había formulado, empezando por la famosa mesa que construye el carpintero platónico. De la misma forma que ya había hecho en el Crátilo, donde Platón trata del origen del lenguaje, y niega la capacidad del común de los individuos para desarrollar esa actividad que más distingue a los hombres de los animales, ya que atribuye a las mismas palabras un origen enraizado en la Divinidad.
Todo ello convierte a Platón, a mi modo de ver, en el filósofo más inhumano y misántropo de la Historia. Es evidente que un hombre con sus ideas, afectado además de una obvia necrofobia, debía aborrecer a filósofos como Demócrito y sus ideas naturalistas y atomistas, que implicaban la desaparición de su propio intelecto tras la muerte. Pero para mí, lo más nefasto de Platón es su confusión deliberada de las categorías del conocimiento, al presentar lo deseable como si fuera lo real. Un vicio iniciado por Pitágoras pero que probablemente se habría perdido en la noche de los tiempos si él no lo hubiera rescatado –y posteriormente la tradición cristiana impuesto– para dejarlo como lastre y legado a la filosofía occidental. Por no hablar del enorme provecho que las clases dirigentes de todas las épocas le han sacado a la idea de “la mentira beneficiosa” para la comunidad, o noble mentira, razonada en el libro tercero de “La república”, y un tema de enorme actualidad en nuestra época. Pero todas estas cosas podrían ser el tema de varios artículos o entradas. Esta ya es lo bastante larga.
Lo más triste de la frase de Whitehead es que es en gran medida cierta.