Nos acompañan palabras relacionadas con el tiempo numerosas veces al día, pero no nos preguntamos lo suficiente cuál es la naturaleza del tiempo. Marcel Proust lo hizo, a ello dedicó toda su obra y su vida. Su descubrimiento fue poder “aislar un poco de tiempo en estado puro” y lo consiguió cuando el azar hizo que se fundiesen el pasado y el presente al destaparse la parte de la memoria que guarda impresiones olvidadas, tan cotidianas como el sabor de una magdalena mojada en té, el ruido de una cuchara sobre un plato o la sensación de pisar dos losas desiguales. Pero no voy a hablar de Proust sino a trazar a través de unas líneas un dibujo (impreciso será) sobre las diversas concepciones del tiempo y sobre la experiencia.
Al no disponer de un órgano específico que nos haga sentir el tiempo directamente, necesitamos la imaginación para invocar la memoria y anticipar o desvariar sobre el futuro. No todas las culturas y los seres han entendido y vivido la experiencia temporal y espacial de la misma manera. En esta cultura occidental cristiana nuestra, la concepción que tenemos es longitudinal, controlada, medida y remedida en segundos, minutos, horas, días, meses, años, siglos, delimitada siempre en función del aprovechamiento productivo o de la pérdida, por eso se habla tanto del tiempo ganado, gastado, ahorrado o comprado, como si la vida tuviese como finalidad pertenecer a una cadena de montaje y como si el presente solo tuviese sentido siendo eslabón de esa cadena, no como un estado completo. Así concebido el tiempo, no podemos detenerlo, cada etapa de la vida la vivimos solo como un eslabón para ser adulto y viejo, de ahí nuestro miedo a la vejez y a la muerte, y de ahí también la incomprensión hacia niños y jóvenes a los que nos esforzamos en preparar solo para ser “hombres y mujeres del futuro”, no para vivir y disfrutar de su presente. No en vano la palabra infancia viene del latín “infans” (el mudo, el que no habla, el sin voz), o lo que es lo mismo “cuando seas padre comerás huevo”.
Esta obsesión por el tiempo enlatado y encorsetado en bien de una puntualidad para la mejora de la producción en el trabajo, chocaba en mi infancia y adolescencia con mi despiste continuo por cualquier acontecimiento que se me ofrecía a los sentidos. Por las mañanas, camino de la escuela, me resultaba difícil no poder pararme con mis vecinos cuando los veía realizar sus oficios (entonces se trabajaba con las puertas abiertas) para satisfacer mi curiosidad de niña, o no poder mirar despacio las flores de las que emanaban perfumes tan sugerentes desde los jardines próximos (en aquel tiempo las rosas y los alhelíes olían), o tener que separarme de alguna amiga con la que me hubiese quedado hablando, sin que alguien me avisara de que era ya tarde. Se me antojaba que la hora de entrada en la escuela era una imposición contra natura, por eso comencé a odiar los relojes, los horarios y la palabra “adiós” (y no por su origen religioso).
Uno de los lugares donde me refugiaba y escapaba de los relojes, era bajo el arbusto del jazmín que teníamos en el jardín de la casa familiar y donde me escondía siempre con algún libro, intentando liberarme de las horas. Otro espacio era un molino en ruinas desde donde podía ver correr el agua del río en los veranos y donde el día de mi octavo cumpleaños destruí el reloj que me regalaron, porque sentí, como años más tarde me enteré que Cortázar y otros también, que el regalo era yo y el homenajeado era el reloj. Como el anarquista Martial Bourdin que quiso detener el tiempo atentando contra el Observatorio de Greenwich Park y aunque perdió la vida, hizo su batalla. ¡Es tan bello poder detener el tiempo aunque sea en instantes tan breves!
Además de la visión del tiempo longitudinal occidental, existen otras formas de sentirlo y vivirlo. Los humanos primitivos ordenaban los hechos en relación a sucesos próximos, “nació después de los últimos hielos” o “vino cuando florecen los cerezos”.
Para los aymara, habitantes de los Andes, el tiempo y el espacio no se disocian, tienen una concepción holística que recuerda a Einstein, es un tiempo circular y flexible. Lo singular de los aymara es que invierten la flecha interna del tiempo, utilizan el mismo término para referirse al pasado y para nombrar lo que se ve delante, extendiendo los brazos hacia delante cuando se refieren a lo que pasó y hacia su espalda cuando hablan de lo que sucederá, para ellos el futuro está detrás. En general, las culturas latinoamericanas y las orientales, practican la lentitud para vivir los instantes que se nos presentan cada día. Si se llega después de la hora acordada, nadie se enoja, se sabe que una hora de tardanza es un tiempo prudente cuando no depende de ello la vida de alguien.
Borges, apelando a esa concepción circular del tiempo desde la literatura, describe en uno de sus libros la historia del pájaro Goofus, que vuela hacia atrás “porque no le importa adónde va, sino dónde estuvo”. Borges es un gran investigador del tiempo, contó también la historia de Funes el Memorioso, que tenía más recuerdos de los que ha tenido toda la humanidad, pero solo recordaba datos, no abstraía ni pensaba.
Y Ray Bradbury, en su relato “El sonido del trueno”, narra un viaje temporal, preciosa descripción donde se reflexiona sobre lo que puede variar el presente si cambiamos algo del pasado, tras haber pisado una mariposa.
El físico italiano Carlo Rovelli (un continuador de la obra de Stephen Hawking) dice que “si queremos aprender más acerca del universo tenemos que cambiar nuestras visiones sobre el tiempo”. Creer que el tiempo es lineal, como dice la filosofía tradicional cristiana, es pensar en una cuerda estirada con momentos ordenados, medible con relojes, esto es como decir que la tierra es plana. El tiempo no funciona así, aunque nos lo hayan hecho interiorizar de esa forma.
Las preguntas que podemos hacernos dependerán de los ojos nuevos con los que miremos. ¿Se podrá detener de algún modo el tiempo para evitar que el olvido apague nuestra memoria sin convertirnos en el Memorioso? ¿Es el tiempo un río que fluye? ¿Tiene forma? ¿De qué manera podemos liberarnos de la visión tradicional rectilínea y productiva del tiempo? ¿Y si el tiempo es uno con el espacio? ¿Y si el aleteo de una mariposa no solo hace variar las cosas en el espacio sino también en el tiempo?
La imaginación, “el órgano que tenemos para gozar de la belleza” (que diría mi amigo Marcel Proust), ha nutrido el sueño de la humanidad y el afán de científicos, filósofos, poetas y músicos por descubrir de qué material está hecho ese juego de espejos y espejismos que llamamos tiempo. Estoy convencida de que entre las páginas de “En busca del tiempo perdido”, alambiqueando la música contenida en ellas, se halla la respuesta a muchos interrogantes de la ciencia sobre el tiempo.
Eirene