viernes, 24 de septiembre de 2021

ELOGIO DEL ODIO

  “Donde el amor rige, no existe el deseo de poder; y donde el poder predomina, falta el amor” (Carl Jung). 

Esta frase me lleva a pensar que si el amor y el “no poder” van unidos y si el ser humano tiene “voluntad de poder” (Nietzsche), podríamos concluir que el ser humano es un ser de odio: voluntad de poder à voluntad de no amor à voluntad de odio. Vale, esta conclusión es retorcida, está traída por los pelos y es un sofisma, pero, ¿y si fuera verdad? 

Hablar de odio es hablar del mal, pero ¿existen el bien y el mal como conceptos categóricos y entidades absolutas? En la filosofía occidental quizás sí, porque está basada en la filosofía griega (Platón y Aristóteles), que sirvió de base para la moral judeo-cristiana (basada en conceptos de culpa y pecado).  Pero para la filosofía oriental (taoísmo, budismo e hinduismo) son entidades relativas, no absolutas. Por eso no establece división entre el bien y el mal (en el taoísmo no hay nada bueno ni malo, todo parte de una raíz y hay que buscar la armonía).  

Yo creo que los binomios amor-odio y bien-mal son personales. Y por eso comparto la idea de Albert Camus de una “ética de situaciones, endógena y pragmática”. Esta idea llevada al extremo podría llevarnos a la aberración de una “ética líquida” en una modernidad líquida sin moral ni convicciones (Zygmunt Bauman). Sin llegar a ese extremo, Schopenhauer decía que el mal tiene su origen en nosotros mismos y forma parte de nuestra naturaleza. Schelling decía que “nosotros albergamos el bien y el mal” y que “en el hombre está el abismo más profundo y el cielo más alto”. A Chesterton le preguntaron si era un demonio y respondió: “soy un hombre, y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios”. Gramsci hablaba del “odio a los indiferentes” porque “vivir significa tomar partido”. Marx, Engels y Lenin reconocen la violencia revolucionaria como única forma de transformación radical de la sociedad. El historiador Jerzy W. Borejsza en su libro “La escalada del odio” analiza los sistemas fascistas en Europa. Y Pablo Iglesias habla de los medios de comunicación que amparan el discurso del odio. 

Por tanto, habría que considerar el odio como una parte más de la condición humana. Dicen que el odio es un sentimiento destructivo para quien lo siente, pero yo creo que hay que ampliar ese concepto. Digo esta boutade porque sin su fuerza e impulso, muchas cosas no hubieran sido posibles (vuelvo al párrafo anterior de “voluntad de poder-odio”).  Mayormente porque el ser humano es un ser que odia (los animales no odian, quizás porque no tienen esa pulsión de poder) y la historia de la Humanidad es una historia de odios. Y de amor, claro, (que no se me olvide). El odio ha sido motor en la formación de imperios y subsiguientes revoluciones para acabar con ellos. El odio es fundamental en el ser humano, en sus narrativas y en su literatura (y el amor también, que se me olvida otra vez). 

La cosa empieza con una odiosa historia fraternal entre Caín y Abel que terminó mal (para Abel, digo). Y después la Biblia nos habla de mucho odio: “el que dice que está en la luz y odia a su hermano, está en tinieblas” (1ª Juan 2:9). Pero como medio mundo odia al otro medio, creo que estamos a oscuras (necesitaríamos una buena empresa eléctrica pública con luz barata). Además, veo difícil que sigamos el ejemplo de San Pablo, que pasó del odio a los cristianos a ser su líder amoroso (todo un ejemplo a no seguir). 

El odio religioso es imprescindible para entender la historia. El filósofo francés Michel Onfray dice que “la Torá, la Biblia y el Corán practican el mismo odio en su libro “Tratado de ateología”. Pero tampoco es cuestión de hacerle mucho caso porque, obviamente, es un ateazo que odia la religión (y yo odio las generalizaciones). Además, como el Islam tiene un mensaje del odio al infiel, El Corán es un libro violento lleno de odio y la yihad habla de guerra santa, pues por comparación tampoco estamos tan mal en el Occidente cristiano en cuestión de odio (aunque vamos bien servidos, porque la Biblia tiene muchas historias de odio). Claro que hay división de opiniones, porque, aunque la Iglesia dice que el cristianismo es una religión de amor, el escritor colombiano Fernando Vallejo no opina igual en su libro “La puta de Babilonia”. Lo cual me recuerda la idea del odio del pueblo (perdón, el opio del pueblo). 

En temas de odio el Budismo flojea y pierde con diferencia, porque dice que el odio es un fuego que debemos trabajar porque nos consume (los otros dos son la ignorancia y el apego). Lo dicho, flojea y es demasiado buenista. No me extraña que los hippies, los escritores de la generación beat y alguna estrella de Hollywood lo practiquen (el Dalai Lama es un flojo de la vida:  necesitaría un poco más de odio). 

 La antropología y la neurociencia nos hablan de la agresividad del Mono Sapiens porque tenemos más de chimpancé que de bonobo. Si fuera lo contrario, arreglaríamos los conflictos con más sexo y menos guerras. Pero donde esté una buena guerra, que se quite el sexo y es mejor joder al prójimo que follar bien. Por eso el odio se relaciona con la agresividad (y con el poder, claro). 

Tras el primitivo y rudimentario odio entre las tribus de Homo Sapiens (por territorios, recursos y esas cosillas sin importancia), en la antigüedad el odio se va puliendo y perfeccionando: el odio entre griegos y persas es un clásico, las guerras púnicas empezaron cuando Aníbal juró a su padre odio eterno a Roma y la máxima sofisticación se alcanzó con el Imperio Romano:  estos sí que sabían odiar bien (a los bárbaros y entre ellos mismos). Y esto del odio acabó mal para Viriato (entre otros). 




En todas las revoluciones ha habido mucho odio (vaya mierda de revolución sería si no lo hubiera). Y por eso desde Marx y Engels, el odio de clase (perdón, la lucha de clases), es un concepto fundamental en el materialismo histórico. Por ello un buen marxista debe sentirlo con toda su alma. En el caso de que ésta exista, claro, porque un marxista sabe que el alma es un instrumento de manipulación y dominio por parte de la odiosa clase explotadora, dominante, burguesa y demás cabrones poderosos sobre la clase obrera y proletariado. Y este odio finalizará cuando se llegue a una sociedad sin clases y sin poderosos (o sea, que tenemos odio para un rato y más, porque el ser humano es un ser jerárquico con voluntad de poder-odio).  

En España andamos bien servidos de odio y somos una potencia mundial en PIB de rencor. Ya en la Reconquista (palabra odiada por muchos que dicen que no fue tal) había una buena dosis de odio mutuo. Unos hablaban de “odio al sarraceno” y otros de “odio al infiel”: todo en orden, empate en este tema. Claro que también había historias de colaboración mutua e incluso de amor entre ellos, pero esto no viene al caso (y además, estropearía esta bonita entrada de odio). 

Finiquitado el odioso Islam en España, hacía falta un nuevo motivo para odiar. Y en esto que llegó el odioso Lutero con sus 95 tesis clavadas en las puertas de la iglesia de Wittemberg y se lo puso a huevo al odioso Carlos V, que convocó la Dieta de Augsburgo, en la cual se enfrentaron luteranos y católicos con un odio “comme il faut”. Luego vino el Edicto de Worms y la excomunión de los odiosos luteranos, porque Carlos quería salvaguardar la unidad cristiana. Y para ello hacía falta odio (que no falte). Como respuesta, los luteranos de las “órdenes reformadas”, formaron la “Liga de Esmalcalda de los protestantes”. Luego vino el Concilio de Trento, el inicio de la guerra en 1545, la batalla de Mühlberg, la Paz de Augsburgo, etc. Esta guerra de Calos V contra los príncipes alemanes es el ejemplo perfecto de lo que debe ser una bonita historia de odio (en España sabemos mucho del tema y tenemos una tradición consolidada). 

Ya metidos en la época del Imperio español, el odio a la pérfida Albión fue primordial en nuestra historia (ahí empezó el odio al imperio español y la leyenda negra). Luego llegó el odioso Napoleón y el correspondiente odio a los franceses. Y después de odiar a Europa, nos odiamos a nosotros mismos en las guerras carlistas, con un odio fantástico entre carlistas-reaccionarios y liberales-modernizadores. Después llegaron los nacionalismos, con su odio a la malvada España.  Y después la guerra civil española, una odiosa tormenta perfecta.  Luego llegó el odioso franquismo con su odioso relato de la conspiración judeo-masónica-comunista y correspondiente odio fachilla a comunistas, anarquistas y rojillos en general. Y ya en la actual España (con su odiosa polarización), la izquierda nos habla de la odiosa y casposa derecha, connivente con el machismo, xenofobia, homofobia y delitos de odio hacia el colectivo LGTBIQ (en estos temas el Islam nos gana por goleada).  

¿Odia más la izquierda o la derecha? Difícil respuesta, porque el tema está muy reñido, por no decir a la par. La izquierda europea odia su pasado occidental colonial con su correspondiente relato eurocéntrico y occidental de imposición cultural (teoría decolonial). En el caso de España, ese pasado incluye la Hispanidad, el “genocidio indígena”, la añoranza de la II república, su derrota por los golpistas y los odiosos 40 años de franquismo. Por no hablar de la odiosa leyenda negra (con su buena Inquisición incluida). 

En cambio, la derecha europea odia todo aquello que amenace su identidad, su pasado y su historia. Y odia ese revisionismo histórico woke que considera a Occidente culpable de todos los males de la Humanidad. Capitalismo incluido, claro, ese odioso sistema económico y civilizatorio de muerte que destruyó al resto de civilizaciones, cosmogonías e identidades culturales a través de la globalización de su pensamiento único (neoliberal, claro).  

¿Y cómo está el odio en Occidente? Bien, gracias, porque es un valor en alza. El odio occidental tradicional que hubo en sus revoluciones (francesa, inglesa, americana, rusa, etc) y en sus guerras (religiosas, napoleónicas, primera, segunda, de los Balcanes, etc) está bien representado en la actual guerra cultural entre wokistas e identitarios, versión actualizada de las tradicionales izquierda y derecha. 

¿Y el odio en el planeta? Pues también goza de excelente salud. Superada la odiosa guerra fría del siglo XX entre capitalismo y comunismo, en el mundo moderno el odio va por barrios. Así, en el de Oriente Medio, el odio mutuo entre judíos y palestinos es de máxima calidad: Hamás y Hezboláh lo llevan incorporado en sus  Kaláshnikov AK-47 y cohetes katiusha, mientras los colonos judíos y sionistas lo llevan incorporado en su Tashal. O el odio a Occidente de los pirados de Al Qaeda y yihadistas, compensado a su vez por el odio identitario de neofascistas y ultraderechistas occidentales. Por no hablar del odio tribal africano: entre hutus y tutsis de Ruanda, xhosas y zulús de Sudáfrica, dinkas y nuers de Sudán, etc. O el odio entre musulmanes e hindúes en la India. Quizás sea odio entre civilizaciones (choque de civilizaciones, que diría Samuel Huntington). 


 
¿Y el odio hacia uno mismo? Pues depende, porque Occidente se odia a sí mismo por su pasado imperial y colonial, cosa que las demás culturas no hacen. Los turcos no odian la historia del imperio otomano, los rusos no odian su pasado imperial, los japoneses no odian su histórico imperio nipón y los chinos no odian las jugarretas que les han hecho a los uigures y tibetanos (Hong Kong está calentando). Y es difícil encontrar un musulmán que odie la expansión histórica del Islam a sangre y fuego, así como su pasado esclavista con los negros subsaharianos y el esclavismo de los piratas berberiscos. Por eso el Islam dedica todo su odio al exterior, a Occidente, USA, Francia, Inglaterra y demás países europeos coloniales imperialistas (en realidad lo odian desde las odiosas cruzadas). 

En los medios de comunicación hay mucho odio y últimamente se habla de los “delitos de odio” por raza, religión y orientación sexual. El odio al imperio USA y los  yankees es un clásico. Hollywood no es nada sin una buena historia de odio y venganza. El sanguinolento Tarantino es un aprendiz en este tema, porque las películas clásicas del cine negro americano de los 30 y de los 40 tenían una buena dosis de odio por medio (aunque era un odio mejor tratado que el odio-espectáculo del cine de Hollywood actual). 

En el blog andamos bien surtidos de odio: un forero me dijo “yo te odio” (literal) y hay un forero que lleva el odio en su nick. Mostramos nuestro odio a políticos, partidos, colectivos, instituciones y a todo: supongo que será nuestra pequeña “voluntad de poder” (o sea, de odio). Lo cual que este blog sin su correspondiente dosis de odio e insultos sería un ente empalagoso de paz, amor y plus en el salón. 

Los escritores saben odiar bien. Y con cultura, que no es lo mismo el odio sofisticado de un cultureta que el odio bellotero de un indigente intelectual indocumentado. Yukio Mishima odiaba la imposición del estilo de vida occidental en Japón: este tipo sabía odiar con estilo y hasta el final (así acabó). Ernst Jünger decía que en la guerra había que matar bien al enemigo, pero sin odio (otro flojo de la vida).  Y Bertrand Russell decía que pocas personas consiguen ser felices sin odiar a otra persona, nación o credo. En la música se habla de odio, aunque sea un odio banalizado (como en la canción "Odio" de Alaska y los Pegamoides).

Y para terminar esta odiosa entrada, un poco de ironía y humor. Si hacemos algo, hagámoslo bien. Así que en la odiosa y estupidizada sociedad actual, ya basta de ser influencer, youtuber,  instagramer o gilipoller para intentar convencer al mundo entero de que somo tipos excelentes y positivos. No finjamos buenrollismo y abracemos nuestro odioso lado "hater”. Si decidimos odiar, hagámoslo bien, en condiciones y hasta el final (como diría Bukowski, que no se andaba con remilgos ni medias tintas).


 



Un Tipo Razonable



sábado, 18 de septiembre de 2021

EL BELLO VERANO

 La trama de la breve novela “El bello verano” de Cesare Pavese, probablemente el más chejoviano de todos los autores italianos,  es bien sencilla. La joven Ginia, la protagonista, está obsesionada en ser aceptada por un pequeño grupo de amigos, el núcleo del cual es Guido,  un pintor especializado en retratar mujeres desnudas. Junto con su amiga más mayor Amelia vive una serie de experiencias que podríamos llamar iniciáticas en su camino hacia la edad adulta. Por fin, y tras algunas rupturas, se reconcilia con el grupito en cuestión. Pero más que lo que se cuenta, lo importante es cómo se cuenta. Ese estilo en apariencia distante –también como el de Chejov en muchos de sus relatos- pero con el que Pavese consigue demostrar su empatía hacia sus propios personajes y la importancia en la existencia de cada individuo de sucesos en apariencia insignificantes. 

Aunque Pavese en persona no escribió guiones para los directores del neorrealismo italiano, sus historias habrían encajado perfectamente en los cánones artísticos de este movimiento. De hecho, la cuarta película de Michelangelo Antonioni, “Le amiche”, estaba basado en la novela de Pavese “Tra donne sole”. El neorrealismo, dos de cuyos primeros éxitos más sonados fueron “Roma città aperta”  (1945), de Roberto Rossellini, -un testimonio de los últimos meses de la ocupación alemana y gobierno fascista en Italia- y “Ladrón de bicicletas”  (1948), de Vittorio de Sica, era un estilo de cine nuevo y refrescante, que en mi opinión abriría las puertas de lo que luego sería el “cinema verité” francés, pero que no tenía nada que ver con el cine de Hollywood, con sus enormes gastos en decorados, actores de primera fila y  secundarios y efectos especiales, por no hablar del technicolor, sino que se basaba en narrar las experiencias de gente sencilla que se encontraba en situaciones angustiosas o dramáticas a las que tenía que hacer frente como pudiera. Y para ello, se solía recurrir a actores no profesionales que no sólo resultaban mucho más económicos a la hora de presupuestar la película, sino que, sobre todo, transmitían un mayor aire de autenticidad a lo que se narraba. Una gran diferencia respecto al cine de nuestros días, en el que se ve a “revolucionarias” o presidiarias salidas directamente de las revistas de modas o de la jet set cinematográfica.

 La trama de “Ladrón de bicicletas” es la siguiente: un hombre encuentra un empleo como pegador de carteles, y utiliza una bicicleta para realizar su trabajo. Pero en el primer día de su nuevo empleo, un desconocido le roba su bicicleta. Después de muchas gestiones infructuosas para recuperarla, localiza la bicicleta y al individuo que se la robó, pero el ladrón es protegido por sus compinches del bajo hampa que se unen para protegerlo. Desesperado , el hombre trata a su vez de robar una bicicleta como medio de compensar la pérdida de la suya, pero entonces es interceptado y atrapado por un gentío. Sólo la intervención de su hijo Bruno, un niño de corta edad, consigue evitar que su padre vaya a la cárcel. https://es.wikipedia.org/wiki/Ladri_di_biciclette



“Ladrón de bicicletas” lleva décadas apareciendo en casi todas las listas de las mejores películas de la historia del cine. Pero la acogida del público italiano distó bastante de ser tan calurosa. A muchos no les gustaba una película que retrataba una sociedad en la que todavía persistía tanta miseria, y las demás películas neorrealistas, como por ejemplo “Alemania año cero” (1948), de Rossellini, que explica la historia de un niño que ejecuta una especie de eutanasia sobre su propio padre bajo la influencia de la ideología nazi, trataban también temas incómodos que en general se prefería olvidar o no mencionar. https://es.wikipedia.org/wiki/Alemania,_a%C3%B1o_cero . Este cine neorrealista, de izquierdas casi por definición, apoyaba las diferentes  luchas de los partidos de progreso en Italia. Se trataba sobre todo de un cine de denuncia social, en las que se trataba  lo mismo de la pobreza que la especulación inmobiliaria o la corrupción de las clases dirigentes. Las películas de los primeros directores del neorrealismo fueron seguidas por cineastas que partían de unos supuestos estéticos ya diferentes pero que proseguían con esa filiación izquierdista; Visconti, Pasolini, Rosi, Pontecorvo, Antonioni, Scola, Bertolucci, Cavani, por citar sólo unos pocos entre una larga lista. Algunos de ellos se convirtieron en auténticas leyendas , pero poco a poco este brillante cine italiano fue devorado  no sólo por la competencia hegemónica del juggernaut hollywoodense, sino por algo mucho más cercano y bastante hortera; la propia televisión italiana. Este proceso ya había empezado en los años 70 y 80, pero cuando de verdad tomó un cariz irreversible fue con la televisión de Silvio Berlusconi y su profusión interminable de “velinas”, con la erotización y el embrutecimiento generalizado de un espectáculo televisivo que ya era de por si banal antes de la llegada del “Cavaliere”. https://www.elperiodicodearagon.com/vida-y-estilo/gente/2011/02/14/velinas-acusan-silvio-berlusconi-47664747.html 

 

Pero el público, en su gran mayoría, prefirió la puerilización y vulgarización –cuando no degradación- de contenidos al cine en general, y, en especial, al cine de calidad y ya no digamos comprometido. Hoy en día, el cine europeo  –no sólo el italiano- ha abandonado toda pretensión artística y ya no digamos la de crear nuevas corrientes cinematográficas, porque eso ha quedado “old-fashioned”, demodé, en el marco del pensamiento único actual, que abarca también todo lo relacionado con las artes. Los nuevos Viscontis, Antonionis, Truffauts, Goddards, brillan por su ausencia, con quizá rarísimas excepciones que procuran ser lo menos molestas posibles.  Este cine europeo de las últimas décadas se limita en su gran mayoría a tratar de reproducir los esquemas norteamericanos, aunque en algunas producciones todavía puedan apreciarse rasgos diferenciales europeos. De ahí el revuelo que causa una película como “La Grande Bellezza”, de Paolo Sorrentino, ganadora de un Oscar a la mejor película extranjera, con sus obvias influencias fellinianas. Aunque cabe decir que, si bien Fellini bebió en sus orígenes del mismo manantial del neorrealismo –La Strada (1954) por ejemplo-, en el conjunto de su carrera fue un cineasta brillantísimo pero seguramente el menos politizado de su generación. 

En el conjunto de la historia del cine, ese brillante período del cine italiano que duro casi tres décadas quizá sea sólo un bello verano irrepetible como el de la breve novela de Pavese. El propio Pavese se suicidaría en el año 1950 a consecuencia de un serio desengaño sentimental con la actriz norteamericana Constance Dowling. El cine engendrado y concebido en su época todavía le sobreviviría bastantes años. 


Veletri


viernes, 10 de septiembre de 2021

LA HUIDA

 “A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco” (Michel de Montaigne). 

“Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir” (Kafka). 

Dos puntos de vista, dos opciones vitales: huir o quedarse. Y esto ya lo sabían Homero y su personaje, Ulises, cuya odisea representa el viaje de la vida (tema recurrente en la literatura). También la literatura es, de algún modo, un viaje,  una huida. 

El hombre es un ser que huye y la historia de la Humanidad es una historia de viajes y huidas sin fin. O no, porque quedarse en el lugar al que uno pertenece es una opción. La historia humana es una dicotomía entre atrevidos y cobardes, inquietos e inmóviles, aventureros y conformistas, Montaignes y Kafkas. 

Está claro que esto de la huida empezó hace cientos de miles de años cuando el hombre apareció en África y desde allí “huyó” por lo ancho y largo del planeta, empezando por Asia y después Europa y Oceanía. Esto es muy conocido, pero pocos conocen la historia de los bantúes (originarios del antiguo Lago Chad), que desarrollaron durante el segundo milenio A.C. unas capacidades agrícolas y un dominio de la metalurgia que originaron un aumento de población y la necesidad de emigrar. Esto les enfrentó a pueblos cercanos,  que tuvieron que huir. Se ve que  esto de la huida, como  el  rascar, todo es empezar (y no conoce de etnias ni culturas).  

Las huidas bárbaras (perdón, las invasiones bárbaras), son un clásico. Los alemanes llaman a este periodo  “Völkerwanderung” (migración de gentes) y los anglosajones “The Migration Period” (periodo de migraciones). Lo cual que godos, suevos, vándalos, anglos, sajones, jutos, francos, lombardos, burgundios  y demás,  huían mientras emigraban y se empujaban unos a otros (además de a los romanos, claro). Huidas que conformaron esa Europa a la que hoy quieren venir los huidos del hambre y la miseria.

El descubrimiento de América supuso una buena huida para mucha gente sin oficio ni beneficio: entre 1820 y 1930 más de 50 millones de europeos huyeron a América. Voluntariamente, claro, porque  la migración forzada de esclavos entre los siglos XVII y XIX, llevó a millones de africanos a América, cosa que inauguró España en el año 1501 cuando llevó a los primeros esclavos africanos a la isla de La Española. En apenas 350 años entre 12 y 15 millones de africanos cruzaron el Atlántico para ser esclavizados en América. A esto habría que sumar los más de millón y medio que murieron en el transporte.



 Pero no pensemos que esto de la “huida” forzada de esclavos es cosa del “malvado hombre blanco eurocéntrico, occidental y dominante” que apareció con el descubrimiento de América. En absoluto, porque ya los egipcios utilizaron el Nilo como ruta de esclavitud (que fue utilizada más tarde por otras civilizaciones). Después le llegó el turno de los omaníes, quienes pusieron en Zanzíbar el mayor nudo comercial de esclavos de la época. Y después los negreros musulmanes, que trabajaban a destajo (17 millones  de esclavos), más que los negreros europeos (11 millones). Por no hablar de los piratas berberiscos, que hicieron “huir”  a europeos al norte de África: hasta un millón y cuarto de cristianos europeos que capturaron en las costas del Mediterráneo, llegando a Paises Bajos, Inglaterra e incluso Islandia  (que se lo cuenten a Cervantes, que estuvo “huido” en Argel). Por no hablar de la esclavitud prehispánica de los mayas, aztecas e incas (supongo que les incrustarían a sus esclavos su relato dominante “mayacéntrico, aztecocéntrico e incacentrico” mientras los “huían”). Ah, y los chinos también (para los admiradores del ascenso geopolítico de China que hablan con victimismo de su opresión colonial por Occidente). 

Habría que citar la huida del exilio republicano tras la Guerra Civil Española hacia Francia y América (un millón de españoles). Y la de los judíos que salieron de Europa (principalmente Alemania y Austria) cuando Hitler llegó al poder y que huyeron a Israel tras el holocausto (siglos antes los españoles ya les habíamos hecho huir). Y los alemanes que huyeron de Polonia, Rusia o Ucrania a la nueva Alemania tras cambiar las fronteras después de la Segunda Guerra Mundial (14 millones). Y los 30 millones de desplazados tras dicha guerra. Y la huida de  los griegos de Turquía y turcos de Grecia antes, durante y después de la Primera Guerra Mundial. Y la huida de musulmanes e hindúes de India y Pakistán tras la partición de 1947. 

La huida sigue hoy en las guerras en Siria,  Afganistán, Irak, Somalia, Libia Yemen, Eritrea  y muchos otros países. Y en las huidas de emigrantes que buscan una nueva vida en Europa y Estados Unidos. Y las huidas de españolitos del campo a las ciudades en los 50, 60 y 70 del siglo pasado. 

Las huidas de las que he hablado son colectivas, grupales, externas. Pero hay otras individuales, internas e inherentes al ser humano: las huidas personales, de nosotros mismos. Son huidas dolorosas de recuerdos traumáticos del pasado, de un amor no correspondido, de una familia poco cariñosa, de una religión que no nos llenó, de un ideal político que nos decepcionó. Huidas en busca de un nuevo yo con una nueva vida. Estas huidas van con una sensación de no lugar en el mundo, de sentido perdido o nunca encontrado, de la inutilidad de cualquier propósito humano.  

Muchas personas se pasan la vida huyendo. Creen que evolucionan, que crecen, que mejoran, pero en realidad huyen de su mediocridad, miedos, fracasos y frustraciones. Huidas existenciales de una vida aburrida y predecible tras esperar demasiado tiempo a Godot. Huidas de responsabilidades y obligaciones, huidas por dejación y abandono de la lucha vital. Huidas de la realidad real para sumergirse en una realidad virtual de pantallas, monitores e Internet que nos acoge en la sociedad del espectáculo. Huidas del yo real al yo idealizado de Photoshop y Facebook. Por no hablar de la huida final: el suicidio, muy frecuente en este Occidente opulento.

Sea exógena o endógena,  la huida forma parte de nuestra vida. Aunque no sepamos hacia donde, como decía Montaigne. Claro que la alternativa es quedarse estático y fosilizado. No sé qué es peor. Como decían The Clash, ¿debería quedarme o debería irme? 

Un Tipo Razonable