Una de las ideas más exaltadas de la Revolución Bolchevique de 1917 consistía en la creación del llamado “hombre nuevo”. El mismo Trostky escribió en su libro “Literatura y Revolución” que “La especie humana, el perezoso homo sapiens, ingresará otra vez en la etapa de la reconstrucción radical, y se convertirá en sus propias manos en el objeto de los más complejos métodos de la selección artificial (en oposición a la selección natural darwiniana) y del entrenamiento psicofísico. El hombre logrará su meta…para crear un tipo sociobiológico superior, un superhombre…Übermensch, sí se quiere”. Este tipo de hombre medio podría alcanzar las cumbres de un Marx, un Aristóteles o un Goethe, e incluso cotas superiores si su inteligencia fuera superior a la media de la nueva especie.
Por supuesto que este “hombre nuevo” no tenía absolutamente nada que ver con el Übermensch proclamado por Nietzsche, puesto que el Übermensch nietzscheano pertenecía a una élite destinada a dominar a los demás individuos, mientras que el “homus novus “ soviético era “un arquetipo ideal de persona con cualidades socialistas y altruistas”, cuya única motivación principal sería actuar, trabajar y vivir en consonancia con sus semejantes y para el mutuo beneficio. Poco a poco, la grisácea época estalinista, las realidades de la guerra civil y las purgas, y la atroz Segunda Guerra Mundial hicieron que estas ideas quedasen en el olvido, quedando la realidad de un estado soviético crecientemente burocratizado e ineficaz, incapaz de generar una propaganda atractiva hacia las masas occidentales y las propias, y acosado por los cuatro costados por la hostilidad de las potencias capitalistas.
Otra versión del “homus novus”, ésta del todo deprimente y desprovista de cualquier ilusión, serían los individuos alienados, estratificados y categorizados que pueblan las páginas de “Brave New World”, la célebre novela de Aldous Huxley. En ella la perdida de la personalidad individual es casi completa, y cualquier idea de salir fuera del sistema ha sido perseguida hasta la extinción. Las llamadas libertades civiles han desaparecido, y la política como tal es también una cosa del pasado. A este respecto, no deja de ser curioso que tanto Huxley como Orwell dieran a la luz sus obras en Inglaterra, uno de los países que más están avanzando en la creación del actual homus novus. Pero a esto volveré más adelante.
Una de las grandes virtudes del neoliberalismo es no dejar pasar una buena idea, y la del “homus novus” podía servir sus intereses mejor que cualquier otra. O, al menos, con la misma eficacia que el célebre “trickledown economics “ y la muy emparentada curva de Laffer, sin olvidarse de las doctrinas de la sociobiología. Pero claro, iba a ser un homus novus bajo la huella neodarwiniana.
Ya la célebre novela de Ayn Rand “Atlas Shrugged” (La rebelión de Atlas) (1957), perfilaba claramente lo que iba a ser el Übermensch del neoliberalismo. La novela explica los padecimientos de un selecto y pequeño grupo de elegidos , magníficos líderes empresariales, que tienen que sufrir el incordio y el acoso de la muchedumbre de “untermenschen” que les rodean, todo ello en un clima de dirigismo estatal de la economía y de crecientes regulaciones que cercenan la libertad empresarial. Al final, el Mesías aparece en la figura de John Galt, un Übermensch y Überbusinessman que conduce a los héroes de la novela hacia un final victorioso. Junto a las teorías económicas de Milton Friedman y Friedrich Hayek, esta novela se encuentra entre los textos sagrados del evangelio neoliberal.
Todo esto en lo que concernía al Übermensch del neoliberalismo, cuyo espejo en el que mirarse eran los héroes randianos. ¿Pero cómo tenía que ser el “untermensch” del mismo neoliberalismo, la masa de individuos destinados a permanecer para siempre en los estratos inferiores de la escala social y biológica? Podría decirse que estos también estaban prefigurados en la citada novela de Huxley, que en muchos aspectos era más pronóstico y deseo del autor que temor, pero alcanzar tamaño grado de sumisión entre los gobernados es una tarea que no se puede alcanzar en unos pocos años.
Este es un logro que sólo es realizable si previamente se controla por completo todo lo relacionado con la educación y con los medios de información, y dicho control tiene que ser monolítico, no basta con que sea parcial. De ahí que el dominio monopolístico del mass media sea un factor prioritario mediante la oportuna concentración de radios, periódicos y cadenas de televisión en las mismas manos. En los Estados Unidos el presidente Reagan se puso en seguida manos a la obra para llevar la teoría a la práctica, y sus sucesores siguieron sus pasos; en 1983, el 90 por ciento de los medios de comunicación estadounidenses estaban controlados por cincuenta compañías, mientras que en el 2011 el 90% de dichos medios era propiedad de sólo 6 compañías; en el 2017, el número era sólo de cinco, incluyendo el imperio del magnate australiano Rupert Murdoch con su Fox News. Todo esto acompañado de la desaparición progresiva de los periódicos, radios y televisiones locales que pudieran servir en alguna medida de contrapartida a la información monolítica de esos grandes medios.
De manera pareja a este desguace de la pluralidad informativa, fue necesaria también una reforma en profundidad de la educación. Se vio que la enseñanza de materias como la filosofía, el arte, la literatura, la historia, y últimamente incluso la física o la química, eran del todo superfluas e incluso dañinas para el tipo de sociedad que todavía está en proceso de culminación. Era preciso que los estudiantes se concentrasen en unas pocas materias perfectamente valorables por medio de porcentajes que no dejasen ningún resquicio a una subjetividad que se escapara a la ortodoxia neoliberal o que , menos aún, pudieran de alguna manera abrir a las nuevas generaciones senderos de pensamiento que pudiesen llevar a cuestionar el sistema. En Estados Unidos, las escuelas públicas que no cumplieran estos requisitos perderían cualquier derecho a una subvención del estado y se verían abocadas a la desaparición, un hecho frecuente, en especial entre las comunidades más pobres, a la par que se favorecía y subvencionaba la educación privada. Y así fue como numerosos magnates del mundo empresarial, empezando por el omnipresente Bill Gates, vieron satisfechos como sus directrices en el tema de la enseñanza se cumplían. Todo ello apuntalado por la aparición huracanada de unas nuevas tecnologías que potencien el narcisismo, una falsa sensación de poder, y la necesidad de ser aceptado por los coetáneos a través de constantes “likes”. Una redes sociales que eventualmente sirvieran para sustituir y arrasar con cualquier vestigio de cultura anterior, y que completaran la competitividad de las gentes menudas entre sí, desviando la atención de las siempre dañinas reivindicaciones sociales.
En Europa nadie ha trasladado a la práctica todo este entramado ideológico como Berlusconi, quien se ha declarado partidario de que la escuela debe dedicarse únicamente a enseñar unas pocas materias básicas, tales como nociones de ciencia empresarial, informática, English y matemáticas. Es de suponer que la lengua italiana también se vea agraciada con su beneplácito. En cuanto al control de los medios de información, pocos magnates en Europa han amasado tantos como él. Pero por supuesto Berlusconi ha tenido sus émulos en todos ellos.
El control de todo lo que esté relacionado con el conocimiento debe servir para que el homus novus acceda poco a poco a ver rebajada su propia condición. Debe reforzarse de todas las maneras posibles la idea de que el pináculo social está construido a la perfección, de que , como dijera en su día el inefable Francis Fukuyama, se ha llegado al “final de la Historia”, y que cualquier cambio que no sea solidificar y consolidar las estructuras presentes sería contraproducente para toda la especie humana.
Por si faltara poco para redondear la exquisita perfección del plan, la oportuna pandemia, probablemente -¿deseablemente?- acompañada de otras futuras, o bien perpetuada en el tiempo y en la Historia, ha venido a ilustrar y magnificar la miríada de virtudes de todo el proceso. Ya resulta muy difícil imaginar que, por ejemplo, los universitarios o incluso los bachilleres de dentro de diez o veinte años establezcan lazos de amistad o convivencia con sus pares, al menos no en la manera en que lo hicieron las generaciones futuras aún ajenas al homus novus neoliberal, ya que su único contacto con sus congéneres será virtual a través del Zoom o quizá el Jitsi Meet. Pero algunos países, como por ejemplo la Gran Bretaña orwelliana del campechano Boris Johnson, controlan y regulan la entrada en los locales de ocio a fin de, se dice, evitar la posible expansión de la pandemia, en una manera que recuerda a la supuesta “excepcionalidad” de la famosa Patriot Act norteamericana que sigue plenamente en vigor veinte años después de su promulgación. Y por supuesto, todo el debate político se limita a dos partidos casi intercambiables que no toleran de ninguna de las maneras la aparición de ovejas negras como el finiquitado Jeremy Corbyn o cualquier otra figura con un mínimo potencial de disidencia.
Tampoco el hogar será un recinto de libertad íntima, no cuando menos cuando la estancia en el mismo coincida con el horario laboral. Porque el trabajador que tenga la suerte de no haber sido sustituido todavía por un robot, probablemente trabaje desde su casa, y en ese caso se hallará bajo el control del mismo ordenador que es su herramienta de trabajo. Pero el mundo laboral futuro sería de por sí el tema de otro artículo.
Lo que el neoliberalismo sí ha dejado enterrado es el ya superfluo ideal de la felicidad, esa quimera consagrada en la Constitución de los Estados Unidos. Seguro de la durabilidad de su victoria y, sobre todo, de la ausencia de enemigos ideológicos que pudieran comprometer su dominio, ya tiene las manos libres para regir el mundo como mejor le apetezca mediante la propagación del pánico constante; el miedo al cambio climático –reservándose el derecho a ser negacionista cuando convenga- , el miedo al enemigo –en la actualidad, China, Rusia e Irán-, sin el cual no podrían justificarse los beneficios delirantes del complejo militar industrial denunciado en su día por el mismo presidente Eisenhower, y, como guinda del pastel, el recién descubierto pánico a la pandemia. ¿Quién quiere la revolución permanente o el mundo feliz cuando se puede gobernar mediante la pesadilla permanente?
Bibliografía:
https://www.counterpunch.org/2020/09/24/bill-gates-global-agenda-and-how-we-can-resist-his-war-on-life/
https://blogs.publico.es/otrasmiradas/38027/la-pandemia-de-covid-19-resucita-el-miedo-a-la-robotizacion/
https://www.counterpunch.org/2020/10/02/how-the-u-s-military-deformed-science/
https://www.counterpunch.org/2020/09/24/corona-fied-employers-spying-on-remote-workers-in-their-homes/
https://off-guardian.org/2020/09/20/the-end-of-reality/
El hombre nuevo soviético (Wikipedia)
Veletri