viernes, 21 de agosto de 2020

STARS WARS

No creo que sea una exageración decir que “2001, una odisea del espacio” (1968) fue la gran película de ciencia ficción de los años 60. Vista ahora, parece una película cargada de optimismo y un quizá ingenuo humanismo. La película no previo la desaparición de la URSS, cuyas naves y astronautas aparecen de refilón en el argumento, pero sobre todo mandaba un mensaje de confianza en el futuro de la especie: la raza humana proseguiría la exploración del espacio y llegaría a Júpiter y de allí quizá al infinito.
Pero todos sabemos que lo que de verdad ocurrió en el año 2001 fue muy diferente. En un planeta Tierra que ya estaba a merced de la única superpotencia, el hecho más reseñable de aquel año fueron los atentados –¿reales o de falsa bandera?– del 11-S en Estados Unidos que sirvieron para reavivar la llama belicista de ese país y, de paso, el PNAC –Plan for a New American Century– que acariciaba el Pentágono. Toda una retahíla de países fueron invadidos, intervenidos o acosados y saboteados por Estados Unidos –Afganistán, Iraq, Somalia, Irán, Siria, más tarde Libia con diferentes excusas y la complicidad del Reino Unido y Francia– mientras se imponían supuestas democracias a bombazo limpio. También sirvieron para sentar las bases del estado policial doméstico pergeñado en la célebre Patriot Act y otras leyes complementarias de la misma y cuya materialización estamos viendo en ciudades como Portland, Kansas o Chicago.
Pienso que el cine ha sabido detectar este cambio, esta regresión de la esperanza y del optimismo antropológico –ese del que hablaba ZP– desde ese mítico y mitificado 1968 hasta nuestros días. Las películas de ciencia ficción de las últimas décadas son sombrías, hurañas, carentes de esperanza, incluso claustrofóbicas. Nada que ver con las utopías/fantasías cósmicas de Asimov o Arthur C. Clarke, que con todos sus aspectos sombríos siempre ponían su esperanza en la ciencia. Por ejemplo, “Elysium” (2013) muestra un futuro situado en el año 2154 en el que los ricos ya han abandonado la Tierra –seguramente el sueño de Elon Musk– y viven en una estación espacial avanzada y aclimatada que les permite contemplar con más desdén todavía los dramas que acontecen en el planeta que han abandonado, convertido en una especie de El Salvador o Guatemala o en una gigantesca favela a escala mundial. Aunque no esté en la misma línea de crítica social, me gustaría también señalar la película “Ad Astra”, en la que el protagonista anda en busca de su padre, un creyente en la vida extraterrestre que se ha instalado con los restos de su nave en los confines del Sistema Solar tras haber asesinado a toda su tripulación en la búsqueda inútil de vida extraterrestre. Una historia muy en la línea del “Heart of Darkness” de Joseph Conrad llevado al cine por Coppola en Apocalypse Now. Moraleja: estamos solos en este universo, y cualquier esperanza de encontrar algún día una civilización mejor o más avanzada que la nuestra es vana. Para un integrista religioso esta idea puede ser confortadora; confirma el mensaje de la Biblia respecto a la supremacía humana en el universo. Pero para un auténtico humanista, desde Giordano Bruno hasta Carl Sagan, la conclusión es desoladora. Esta idea de nuestra soledad cósmica parece refrendada por las investigaciones científicas más recientes, que examinan con creciente pesimismo las posibilidades de proliferación de la vida inteligente a través del cosmos. Un ejemplo a este respecto es el libro “Rare Earth: Why Complex Life Is Uncommon In the Universe”, del geólogo Peter D. Ward y el astrónomo Donald Brownlee.
Y sin embargo, quizá no vamos a tener viajes espaciales con grandes descubrimientos, pero sí que vamos a tener una Star Wars. La Star Wars soñada por Reagan hace ya casi 40 años y que la actual administración de Trump quiere poner en práctica. Y por supuesto, será una Star Wars tan maniquea como la de la saga de George Lucas. No en vano King Covid se ha retirado de todos los acuerdos sobre armas nucleares que habían respetado sus sucesores como Obama, Clinton, los dos presidentes Bush o el mismísimo Reagan. como por ejemplo el “Intermediate Range Nuclear Forces“ (tratado de fuerzas nucleares de alcance intermedio), con el que se había conseguido la mayor destrucción de misiles que en ningún otro tratado de la historia. Más recientemente, el mismo Trump también rompió de manera unilateral el tratado “Open Skies”, que era una especie de vigilancia mutua consentida entre las grandes potencias nucleares. También se salió Trump del “Antiballistic Missile Treaty” (ABM) que habían firmado otros presidentes republicanos antes de él. Por último, no hay señales de que Trump quiera renovar o extender el tratado START, negociado por la administración Obama, el cual significó una importante reducción en lanzadores y ojivas nucleares.


Lo que le entusiasma al King Covid es el relanzamiento de la Star Wars –o Strategic Defense Initiative– de Ronald Reagan, un carísimo proyecto de armas laser estacionadas en el espacio para cubrir el riesgo de una supuesta ofensiva soviética –hoy en día, rusa o china–.


      A Trump y a sus secuaces les importa muy poco el hecho de que Estados Unidos gaste más en armamento que los diez siguientes países del mundo. Su obsesión es utilizar el inmenso poder del estado para asegurar el predominio del imperio americano durante todo el siglo XXI y más allá, amenazando a la vez desde el espacio a las posibles potencias que quisieran constituir un orden multipolar en el planeta. Mientras tanto, los mismos Estados Unidos se parecen cada día más a los desoladores paisajes terrestres que presenta la película Elysium. Ciudades y pueblos empobrecidos, miles de personas sin hogar que acaban atrincherándose en tiendas de campaña, roulottes o incluso en sus coches, o simplemente durmiendo en la calle. Algo que también es cada vez más frecuente, por ejemplo, en ese país llamado España. En la América de Trump no hay dinero para la sanidad –en plena pandemia–, para las infraestructuras, para las escuelas, pero nunca falta para cualquier juguete que puedan desear los militares. El presupuesto armamentístico se engrandece e hincha de año en año con una regularidad digna de un reloj digital de alta gama. Más de 780.000 millones de dólares en el año fiscal que se avecina, con el consentimiento y apoyo roqueño y sin fisuras de los dos grandes partidos.
¿Significa todo eso que la actividad humana en el espacio quedará limitada a las operaciones bélicas abandonando toda idea de exploración del cosmos que nos rodea? También para esto los mantras del neoliberalismo han encontrado una solución. A partir de ahora, como ha manifestado el astrónomo de la Casa Real británica Martin Rees, serán las grandes empresas privadas como Space X o Blue Origin las que se ocuparán de la exploración espacial.
Este tipo de exploración será demasiado costosa para los estados neoliberales del siglo XXI, que volverán a los postulados del estado policía del siglo XIX –esa famosa mano derecha del estado de la que hablaba Pierre Bourdieu–, cuyos únicos mandatos eran mantener el orden público para el feliz desenvolvimiento de la economía privada y fortalecer el ejército. El tipo de estado que siempre le ha gustado al gran capital. Habrá viajes turísticos a Marte, pero serán como los viajes que ahora realizan algunos excéntricos con los medios necesarios a los polos o al desierto del Sahara. Lo que hay que descartar son las perspectivas optimistas de revertir lo descubierto en la conquista del espacio en mejoras para la vida común de la Humanidad. Serán los Elon Musk y los Richard Bransons del futuro los que decidan hasta donde debe llegar la investigación de los orígenes del cosmos, y dilucidar nuestro lugar en el universo, si es que tenemos alguno. En cuanto a los estados y, sobre todo, la superpotencia por excelencia, dedicarán sus esfuerzos a vigilarse y quizá combatirse los unos a los otros en el espacio inmediatamente circundante a nuestro planeta, con el consiguiente riesgo de un conflicto nuclear. El neofeudalismo capitalista ha ido parcelando todas las competencias de los estados, vendiéndolas no siempre al mejor postor, y ahora la ciudadanía tiene que hacer un reciclaje masivo para aprender lo que era la vida en tiempos de Dickens o Perez Galdós, cuando la sociedad, como le gustaba a la Thatcher, no existía, y cada individuo o cada familia tenía que enfrentarse a los infortunios de la vida con sus escasas fuerzas.
Nunca el sacrificio de Laika ha parecido tan estéril.

Veletri