No creo que sea una exageración decir
que “2001, una odisea del espacio” (1968) fue la gran película de ciencia
ficción de los años 60. Vista ahora, parece una película cargada de optimismo y
un quizá ingenuo humanismo. La película no previo la desaparición de la URSS,
cuyas naves y astronautas aparecen de refilón en el argumento, pero sobre todo
mandaba un mensaje de confianza en el futuro de la especie: la raza humana
proseguiría la exploración del espacio y llegaría a Júpiter y de allí quizá al
infinito.
Pero todos sabemos que lo que de
verdad ocurrió en el año 2001 fue muy diferente. En un planeta Tierra que ya
estaba a merced de la única superpotencia, el hecho más reseñable de aquel año
fueron los atentados –¿reales o de falsa bandera?– del 11-S en Estados Unidos
que sirvieron para reavivar la llama belicista de ese país y, de paso, el PNAC
–Plan for a New American Century– que acariciaba el Pentágono. Toda una
retahíla de países fueron invadidos, intervenidos o acosados y saboteados por Estados Unidos –Afganistán, Iraq,
Somalia, Irán, Siria, más tarde Libia con diferentes excusas y la complicidad
del Reino Unido y Francia– mientras se imponían supuestas democracias a bombazo
limpio. También sirvieron para sentar las bases del estado policial doméstico pergeñado
en la célebre Patriot Act y otras leyes complementarias de la misma y cuya
materialización estamos viendo en ciudades como Portland, Kansas o Chicago.
Pienso que el cine ha sabido detectar
este cambio, esta regresión de la esperanza y del optimismo antropológico –ese
del que hablaba ZP– desde ese mítico y mitificado 1968 hasta nuestros días. Las
películas de ciencia ficción de las últimas décadas son sombrías, hurañas,
carentes de esperanza, incluso claustrofóbicas. Nada que ver con las utopías/fantasías
cósmicas de Asimov o Arthur C. Clarke, que con todos sus aspectos sombríos
siempre ponían su esperanza en la ciencia. Por ejemplo, “Elysium” (2013)
muestra un futuro situado en el año 2154 en el que los ricos ya han abandonado
la Tierra –seguramente el sueño de Elon Musk– y viven en una estación espacial
avanzada y aclimatada que les permite contemplar con más desdén todavía los
dramas que acontecen en el planeta que han abandonado, convertido en una
especie de El Salvador o Guatemala o en una gigantesca favela a escala mundial.
Aunque no esté en la misma línea de crítica social, me gustaría también señalar
la película “Ad Astra”, en la que el protagonista anda en busca de su padre, un
creyente en la vida extraterrestre que se ha instalado con los restos de su
nave en los confines del Sistema Solar tras haber asesinado a toda su
tripulación en la búsqueda inútil de vida extraterrestre. Una historia muy en
la línea del “Heart of Darkness” de Joseph Conrad llevado al cine por Coppola
en Apocalypse Now. Moraleja: estamos
solos en este universo, y cualquier esperanza de encontrar algún día una civilización mejor o más avanzada que la nuestra es vana. Para un integrista religioso esta idea
puede ser confortadora; confirma el mensaje de la Biblia respecto a la
supremacía humana en el universo. Pero para un auténtico humanista, desde
Giordano Bruno hasta Carl Sagan, la conclusión es desoladora. Esta idea de
nuestra soledad cósmica parece refrendada por las investigaciones científicas
más recientes, que examinan con creciente pesimismo las posibilidades de
proliferación de la vida inteligente a través del cosmos. Un ejemplo a este
respecto es el libro “Rare Earth: Why Complex Life Is Uncommon In the
Universe”, del geólogo Peter D. Ward y el astrónomo Donald Brownlee.
Y sin embargo, quizá no vamos a tener viajes espaciales con grandes
descubrimientos, pero sí que vamos a tener una Star Wars. La Star Wars soñada
por Reagan hace ya casi 40 años y que la actual administración de Trump quiere
poner en práctica. Y por supuesto, será una Star Wars tan maniquea como la de
la saga de George Lucas. No en vano King Covid se ha retirado de todos los
acuerdos sobre armas nucleares que habían respetado sus sucesores como Obama,
Clinton, los dos presidentes Bush o el mismísimo Reagan. como por ejemplo el
“Intermediate Range Nuclear Forces“ (tratado de fuerzas nucleares de alcance
intermedio), con el que se había conseguido la mayor destrucción de misiles que
en ningún otro tratado de la historia. Más recientemente, el mismo Trump
también rompió de manera unilateral el tratado “Open Skies”, que era una
especie de vigilancia mutua consentida entre las grandes potencias nucleares.
También se salió Trump del “Antiballistic Missile Treaty” (ABM) que habían firmado
otros presidentes republicanos antes de él. Por último, no hay señales de que
Trump quiera renovar o extender el tratado START, negociado por la
administración Obama, el cual significó una importante reducción en lanzadores y ojivas nucleares.
Lo que le entusiasma al King
Covid es el relanzamiento de la Star Wars –o Strategic Defense Initiative– de
Ronald Reagan, un carísimo proyecto de armas laser estacionadas en el espacio
para cubrir el riesgo de una supuesta ofensiva soviética –hoy en día, rusa o
china–.
A Trump y a sus secuaces les
importa muy poco el hecho de que Estados Unidos gaste más en armamento que los
diez siguientes países del mundo. Su obsesión es utilizar el inmenso poder del
estado para asegurar el predominio del imperio americano durante todo el siglo
XXI y más allá, amenazando a la vez desde el espacio a las posibles potencias
que quisieran constituir un orden multipolar en el planeta. Mientras tanto, los
mismos Estados Unidos se parecen cada día más a los desoladores paisajes terrestres que presenta la película Elysium.
Ciudades y pueblos empobrecidos, miles de personas sin hogar que acaban
atrincherándose en tiendas de campaña, roulottes o incluso en sus coches, o
simplemente durmiendo en la calle. Algo que también es cada vez más frecuente,
por ejemplo, en ese país llamado España. En la América de Trump no hay dinero
para la sanidad –en plena pandemia–, para las infraestructuras, para las
escuelas, pero nunca falta para cualquier juguete que puedan desear los militares. El
presupuesto armamentístico se engrandece e hincha de año en año con una
regularidad digna de un reloj digital de alta gama. Más de 780.000 millones de
dólares en el año fiscal que se avecina, con el consentimiento y apoyo roqueño
y sin fisuras de los dos grandes partidos.
¿Significa todo eso que la actividad humana en el espacio quedará
limitada a las operaciones bélicas abandonando toda idea de exploración del
cosmos que nos rodea? También para esto los mantras del neoliberalismo han
encontrado una solución. A partir de ahora, como ha manifestado el astrónomo de
la Casa Real británica Martin Rees, serán las grandes empresas privadas como
Space X o Blue Origin las que se ocuparán de la exploración espacial.
Este tipo de exploración será demasiado costosa para los estados neoliberales
del siglo XXI, que volverán a los postulados del estado policía del siglo XIX
–esa famosa mano derecha del estado de la que hablaba Pierre Bourdieu–, cuyos
únicos mandatos eran mantener el orden público para el feliz desenvolvimiento
de la economía privada y fortalecer el
ejército. El tipo de estado que siempre le ha gustado al gran capital. Habrá
viajes turísticos a Marte, pero serán como los viajes que ahora realizan
algunos excéntricos con los medios necesarios a los polos o al desierto del
Sahara. Lo que hay que descartar son las perspectivas optimistas de revertir lo
descubierto en la conquista del espacio en mejoras para la vida común de la
Humanidad. Serán los Elon Musk y los Richard Bransons del futuro los que
decidan hasta donde debe llegar la investigación de los orígenes del cosmos,
y dilucidar nuestro lugar en el
universo, si es que tenemos alguno. En cuanto a los estados y, sobre todo, la
superpotencia por excelencia, dedicarán sus esfuerzos a vigilarse y quizá
combatirse los unos a los otros en el espacio inmediatamente circundante a
nuestro planeta, con el consiguiente riesgo de un conflicto nuclear. El
neofeudalismo capitalista ha ido parcelando todas las competencias de los
estados, vendiéndolas no siempre al mejor postor, y ahora la ciudadanía tiene
que hacer un reciclaje masivo para aprender lo que era la vida en tiempos de Dickens o Perez Galdós, cuando la
sociedad, como le gustaba a la Thatcher,
no existía, y cada individuo o cada familia tenía que enfrentarse a los
infortunios de la vida con sus escasas fuerzas.
Nunca el sacrificio de Laika ha parecido tan estéril.
Veletri