viernes, 21 de febrero de 2020

----- Los Fossevall -----

       Christine y Peter Fossevall formaban una pareja perfecta. Era suecos, altos, guapos, rubios y con ojos azules. Llevaban varios años casados y, pese a que buscaban los hijos con entusiasmo, éstos no llegaban. Libres de obligaciones y dependencias, aparte de las laborales, viajaban con frecuencia y en uno de los viajes al continente africano fueron a visitar un orfelinato. Los bebés estaban en condiciones miserables, penosas. De repente uno de ellos, casi implorando, clavó sus ojos de azabache en los celestes de Christine y tras mantener varios segundos la mirada, ella lo tomó en sus brazos. El niño parecía estar a gusto, feliz, apoyando su cabecita en el hombro femenino, como si allí hubiera encontrado una tibia y cómoda almohada. A los pocos minutos, cuando prentendió dejarlo en su lugar, el niño comenzó a llorar desesperadamente. Lo cogía y se calmaba, lo dejaba y otra vez igual y, así cada vez que lo cogía y después iba a dejarlo, el niño armaba un escandaloso berrinche. Sólo quería estar con ella. Imposible deshacerse de él. Christine no tuvo la oportunidad de elegir un bebé: fue él quien la eligió. 

       Ante tan enternecedora situación decidieron prohijarlo. Hicieron las gestiones pertinentes y… ¡A Suecia! Bien nutrido, bien cuidado, bien querido, el pequeño Peter crecía fuerte, potente, física y mentalmente. Sus gritos y risas llenaron la casa de alegría. Aprendió precozmente a andar y a hablar. Poco tiempo después no sólo corría como una flecha, sino que sin ningún aprendizaje, daba vistosos brincos y volteretas en el jardín de la casa.

       Seguía creciendo y, cuando se miraba al espejo, veía que no era como los otros niños y también veía que no era como sus papás y ahí empezaron las preguntas ¡Ay, las preguntas de los niños!
       —¿Qué podemos hacer, Peter? Yo creo que todavía no debemos contarle la verdad, es demasiado pequeño para decirle que no somos sus padres. A un niño tan tierno se le puede crear un trauma. Mejor será esperar a que sea un poco mayor y, tal vez, hacer un viaje a África para que vea que hay muchos niños como él y, así, ir diciéndoselo poco a poco, para que pueda ir asimilándolo…
       —El caso es que ha venido a la fábrica un técnico afroamericano, Frederick, y le puedo pedir que nos ayude.
       —Me parece bien como primer paso.

       Al niño le dijeron que era así porque se parecía al tío Frederick y que el tío vendría a casa para conocerlo. El niño estaba impaciente, ansioso, y cuando el tío Frederick entró por la puerta de casa y el niño comprobó que aquel alto, aquel atlético hombre era igual que él y que al poco rato de levantarlo en sus brazos lo manejaba como si fuera una pluma, un brillo especial iluminó los ojos del alborozado niño y cesaron las preguntas.

       Tío Frederick era un miembro más de la familia, una persona muy querida por todos, estaba en casa con frecuencia, comía con ellos, llevaba al niño al parque, nadaba con él en la piscina,  pero… la dicha no dura siempre. Al tío Frederick se le terminó su relación laboral en la fábrica y hubo de regresar a Estados Unidos, donde otros quehaceres le esperaban. El niño se quedó desconsolado, sumido en una profunda y preocupante tristeza. Lloraba, no quería comer, adelgazaba y un aire de melancolía inundó la casa. Empezaron las visitas a médicos y sicólogos, pero nada, no remontaba. Por suerte, esta lamentable situación no fue duradera y la alegría brilló de nuevo en los ojos del pequeño Peter, pues al poco tiempo mamá le trajo un hermanito que también se parecía al tío Frederick.



Desde que pasó, ha llovido…

No he escrito algo “al uso”, ni serio, porque de reflexiones, de profundidades y de “caldo de cabeza” ya estamos bien surtidos a diario. He tirado de humor y he contado esta historieta basándome en una que leí, allá… a principios de la década de los sesenta, rellenando a mi manera la estructura que retengo en la memoria con palabrería de mi cosecha, para darle cuerpo. Lo hago en agradecimiento a los buenos ratos que me hizo pasar con la lectura de sus artículos quien la contó,  el escritor italiano Dino Segre, que escribía bajo el seudónimo de Pitigrilli en la revista “La Codorniz” –“La revista más audaz para el lector más inteligente”–. Quiero también rendir mi pequeño homenaje a esa revista, pues algo de bueno me habría dejado aquel pájaro de papel,  además de ser en su día un agradable bálsamo, un eficaz lenitivo de las penas que nos atosigaban en aquel interminable y negro túnel, donde todos estábamos atrapados.

En esa época en que leí el cuento de Pitigrilli, las “suecas” estaban de moda. Oleadas de mujeres nórdicas invadieron las costas de la peninsula Ibérica, preferentemente el este y el sur, y tendieron sus hermosos cuerpos al sol, ligeramente cubiertos con un par de diminutos trapos uno por encima de la cintura y otro por debajo. Una indecencia. Fraga Iribarne en la semana santa del año 1965, se quejó con resignación “En España hay más bikinis que nazarenos”. Aquí, independientemente de cuáles fueran sus países de origen, todas aquellas bellezas vikingas eran “suecas” y los nativos parecían mimetizarse. A las graves recomendaciones y reiterados sermones de la Santa Madre Iglesia acerca de los peligros que les acechaban, ni caso, se hacían los suecos. Entre aquellas suecas y los nuevos suecos... ¡Menudos escándalos! Díos mío de mi vida y mi corazón…


En aquellos no tan lejanos tiempos, para mitigar la precaria situación en que aquí se vivía, mujeres y hombres de media España cogieron sus maletas, muchas de ellas viejas maletas atadas con cuerdas, y emigraron a Francia, Alemania, Suiza… en busca de horizontes más halagüeños.

Cuando ahora permitimos que se ahoguen en el estrecho de Gibraltar los “familiares” africanos del niño de nuestro cuento, parece que nos olvidamos de aquella época en que las chicas del servicio doméstico de esos países europeos se solían llamar Carmen o Lola.

El turismo de las “suecas” y las suculentas pesetas que los trabajadores emigrados enviaban a sus familias, ayudaron a nuestro querido Generalísimo Don Francisco a mejorar considerablemente la economía de SU país y... ni que decirlo, a acrecentar el patrimonio del que todavía goza la numerosa prole de Carmencita.




Al hilo de este revoltijo de palabras y de historias, que cada uno aporte lo suyo, que haga las críticas, risas, mofas o me dedique las reprimendas que le vengan a la cabeza. Prometo no sólo no inmutarme, sino felicitar de antemano a quien mejore lo que he escrito, algo, por otra parte, nada difícil.

Maria Orkin