Minerva, la protectora de la filosofía, de las artes y de la paz, adoptó como musa a la lechuza, para ayudar a los hombres a encontrar la sabiduría. Este ave rota la cabeza de forma total, por ello puede contemplar también la realidad que hay detrás de la penumbra.
Sirve este mito para plantear algunos de los atributos que los seres humanos hemos ido perdiendo en el devenir de un sistema contrario a la naturaleza, un sistema que ha trastocado nuestras pasiones y afanes y que ha contaminado el material con el que fabricábamos los sueños más nobles.
Quizás siempre hemos sido una suma de deseos mal ordenados, pero poseemos la capacidad de llenar los espacios vacíos con el impulso de los sueños despiertos y con la creatividad.
Aprendimos a soñar desde la infancia, cuando desde nuestro escondite, en el desván o en la copa del árbol, ansiábamos la libertad de recorrer caminos y aventuras buscando la isla del tesoro, recorriendo los mares con los piratas de Salgari, o los subterráneos con Alicia, metiéndonos en los cuentos orientales, o quizás más tarde, en la adolescencia, soñando con ser como el campesino que escribía versos con palabras que jamás había escuchado, o como el músico que tocaba el violín al ritmo del cimbreo de las espigas verdes mientras lloraba por su amor perdido.
Cruzamos la juventud compartiendo sueños colectivos de comunas y mundos más justos y solidarios, amando la rebeldía por encima de todas las cosas, comprendiendo que nada nos es dado sin esfuerzo y sin frustraciones unidas a los pasos hacia adelante. ¿Éramos utópicos en el sentido de ilusión vana o sencillamente ansiábamos más libertad y creíamos en la utopía como lugar lejano posible?
Más tarde nos hicieron creer que la isla del tesoro no existía y que la vida libre que ansiábamos subidos en la frondosa copa del árbol, era una simple ilusión de niños. Desnudos frente a la realidad, vimos cómo la necesidad, la miseria, la desesperanza, fueron acumulando nuestras vidas y las vidas de compañeros, de amigos, de vecinos. Todos podemos recordar los encuentros con los amigos de juventud cuando ya teníamos plateadas canas y después de tardar en reconocernos por tener que quitar capas de tiempo de nuestras caras, qué tristeza comprobar que aquéllos sueños de un mundo más libre, se habían sustituido por un escepticismo al que había que llamar madurez.
El secreto del mundo, dijo aquel poeta olvidado, se puede comparar con una gran cebolla que inunda los ojos de aquél que la mira atentamente, capa a capa. Pero sin convencernos del todo de que el llanto sea un buen final. Ni el llanto ni la indiferencia, dos de las actitudes que se extendieron cuando las altas instancias de la intelectualidad del sistema dijeron que la utopía había concluido, que no eran posibles otros mundos más justos y más igualitarios. El fin de la historia, declararon.
La postmodernidad vino a sujetar esa idea, añadiendo la pasividad del miedo y la asimilación del sistema, haciéndonos creer que solo podemos pintar las paredes del castillo, aún a pesar de que la lechuza de Minerva nos está diciendo que los muros caerán sobre nuestras cabezas, y no habrá más futuro que la devastación si no construimos otro palacio, con esfuerzo y con rebeldía, esas dos palabras que aprendimos en los sueños de juventud.
La sociedad occidental actual se ha transformado en una feria perpetua donde se venden y se compran nuevos impulsos y pasiones, el entretenimiento está asegurado y diseñado, todo es mercancía travestida en atracciones que se renuevan día a día, eliminando el asombro y el goce del conocimiento como tarea vivencial propia y colectiva, y lo que es más peligroso, usando el dolor de muchos para que la feria continúe, como en la película de Wilder “El gran Carnaval”, donde Kirk Douglas se mete en la piel de un ambicioso periodista neoyorquino que, por apropiarse de la noticia, es capaz de movilizar las pasiones más abyectas de la gente, y saltar por encima del más elemental sentimiento de ayuda en la necesidad humana.
Fascinarnos con la capacidad creativa que todos los humanos poseemos, rescatar la utopía que “no se alcanza pero sirve para avanzar”, como dice Galeano, huir de la posición única del llanto y de la indignación infructuosa, no olvidar que hay quien convoca a las sirenas para que llenen nuestros oídos con cantos que nos dirijan hacia derroteros que no hemos elegido libremente, son compromisos de nuestra condición humana. Y sobre todo vencer la indiferencia, ese estado inactivo que nos recuerda a Madame Verdurin, el personaje de Marcel Proust que, leyendo un día la noticia del hundimiento del Lusitania, sigue comiendo plácidamente su croissant con íntima satisfacción.
La historia no ha concluido, los sueños de construir un mundo sin explotación no están enterrados, aunque los voceros del sistema lo griten por todas las plazas y hayan querido arrojarlos al pozo de los desechos, llamándolos teorías viejunas, exhibiendo la postura conformista como la más racional, desperdiciando de ese modo una de las cualidades más definitorias de la condición humana: la posibilidad de soñar de forma colectiva y la facultad que nos aporta la creatividad de abrir nuevos caminos para la humanidad poniendo la vista en el horizonte, cualidades que siguen haciendo luchar al pueblo palestino y al saharaui, o dar la vida a los mártires de Chicago por un trabajo digno para todos, incluso salir a la calle los pensionistas vascos actuales que han convertido los lunes en día de referencia, o los trabajadores franceses que han perdido el miedo ante la represión del poder.
La capacidad de soñar y de construir mundos mejores pensando en las siguientes generaciones ha existido siempre en la historia de la humanidad. Es el mismo impulso que tuvo también el viejo que plantaba dátiles sabiendo que los árboles darían frutos 50 años más tarde, cuando él ya hubiese muerto. No hay mejor ejemplo de compromiso con la colectividad humana que la del viejo datilero.
Concluyo con las palabras que puso Shakespeare en labios de Próspero en “La tempestad”: “Somos del mismo material con el que se tejen los sueños, y nuestra pequeña vida cierra su círculo con un sueño”.
Eirene