¿Eres confiado o desconfiado? Confiar en las personas, a quien no le gustaría. Bueno, quizá me estoy precipitando en sacar conclusiones porque ser confiado de manera ciega, es ingenuidad, y ser confiado sin razones de peso, es temeridad.
¿Confiar en el Ser Humano en general, o confiar en una persona en particular? Habrá que decir que lo primero es algo más que confianza, en realidad. Es sobre todo esperanza. Esperanza en que el lado luminoso del Ser humano prevalezca a la larga sobre su lado oscuro. El lado luminoso existe, lo vemos en muchas ocasiones en infinidad de situaciones y gentes distintas, no es por tanto ingenuidad ciega; pero el oscuro también y así se nos manifiesta en más ocasiones de las que desearíamos, por lo que hay razones para pensar que es temerario confiar siempre y en cualquier circunstancia en la conducta humana, y que al hacerlo no estarás traicionando al lado luminoso, sino siendo prudente.
Confiar en una persona en particular, poner la Fe en ella y no en otra por "x" motivos, es una apuesta. La confianza puede verse defraudada, por supuesto: por eso es una apuesta. Si no te gusta el riesgo, no apuestes y no confies en nadie. Pero tampoco ganarás nunca la satisfacción de ver la confianza depositada recompensada. Y una recompensa siempre es una recompensa, aunque sólo recibas una en toda tu vida después de haber apostado unas ocho mil veces a toda la infinidad de combinaciones posibles entre tipos de personas y situaciones de vida.
Ser desconfiado, si entras en todos los aspectos del concepto, no parece tan malo, quizá incluso resulte recomendable. Una especie de medida de prevención. En principio no pierdes nada por adoptar esta actitud preventiva, y posteriormente según se desarrollen los acontecimientos aquella puede ir mutando a confianza de una manera natural, fluida, a la par que aminora el riesgo de fraude en la apuesta. Ganarse la confianza, que dicen, y ganársela a base de picar piedra duro y constante, día a día, año a año. Hacerse merecedor de ella.
Pedir a los demás que se ganen tu confianza en ellos es respetable y legítimo, no obstante tiene una pega bien gorda: deberás esperar idéntica actitud hacia ti por elemental reciprocidad. Y es muy posible que no te guste: notarás en tus propias carnes la prevención que aplicas a otros, y resulta una sensación como pegajosa, molesta. Y puede acabar siendo erosionante… de la confianza en la Confianza. Por eso es probable que muchos tiren la toalla a mitad de camino. Y es una pena, porque en ocasiones se tirará la toalla cuando ya estabas al final del camino sin saberlo… o sabiéndolo, como si causara un placer morboso ver dilapidado en un segundo un tesoro que tanto esfuerzo y tiempo había costado acumular.
Ser digno de confianza para los demás. Aquí el consenso sí parece absoluto: que se fíen de uno para todo, es una bendición… O pensándolo mejor, quizá tampoco sea tan bueno. En la sociedad en que vivimos el perdón, la compasión, las bajas expectativas, la conmiseración, las segundas (y terceras, y cuartas…) oportunidades tienen un cartel considerablemente positivo. Tan positivo que a la persona no confiable le sale rentable ser así: tiene la confianza en que nunca deberá ganarse ésta por sus méritos, de que como siempre andará con red, directamente ni se molesta en subir a la barra de equilibrios. Tiene la confianza basada en que los demás confían en que siga siendo desconfiable. Qué chachi!
Mickdos
viernes, 27 de diciembre de 2019
viernes, 13 de diciembre de 2019
La lechuza de Minerva y el horizonte
Minerva, la protectora de la filosofía, de las artes y de la paz, adoptó como musa a la lechuza, para ayudar a los hombres a encontrar la sabiduría. Este ave rota la cabeza de forma total, por ello puede contemplar también la realidad que hay detrás de la penumbra.
Sirve este mito para plantear algunos de los atributos que los seres humanos hemos ido perdiendo en el devenir de un sistema contrario a la naturaleza, un sistema que ha trastocado nuestras pasiones y afanes y que ha contaminado el material con el que fabricábamos los sueños más nobles.
Quizás siempre hemos sido una suma de deseos mal ordenados, pero poseemos la capacidad de llenar los espacios vacíos con el impulso de los sueños despiertos y con la creatividad.
Aprendimos a soñar desde la infancia, cuando desde nuestro escondite, en el desván o en la copa del árbol, ansiábamos la libertad de recorrer caminos y aventuras buscando la isla del tesoro, recorriendo los mares con los piratas de Salgari, o los subterráneos con Alicia, metiéndonos en los cuentos orientales, o quizás más tarde, en la adolescencia, soñando con ser como el campesino que escribía versos con palabras que jamás había escuchado, o como el músico que tocaba el violín al ritmo del cimbreo de las espigas verdes mientras lloraba por su amor perdido.
Cruzamos la juventud compartiendo sueños colectivos de comunas y mundos más justos y solidarios, amando la rebeldía por encima de todas las cosas, comprendiendo que nada nos es dado sin esfuerzo y sin frustraciones unidas a los pasos hacia adelante. ¿Éramos utópicos en el sentido de ilusión vana o sencillamente ansiábamos más libertad y creíamos en la utopía como lugar lejano posible?
Más tarde nos hicieron creer que la isla del tesoro no existía y que la vida libre que ansiábamos subidos en la frondosa copa del árbol, era una simple ilusión de niños. Desnudos frente a la realidad, vimos cómo la necesidad, la miseria, la desesperanza, fueron acumulando nuestras vidas y las vidas de compañeros, de amigos, de vecinos. Todos podemos recordar los encuentros con los amigos de juventud cuando ya teníamos plateadas canas y después de tardar en reconocernos por tener que quitar capas de tiempo de nuestras caras, qué tristeza comprobar que aquéllos sueños de un mundo más libre, se habían sustituido por un escepticismo al que había que llamar madurez.
El secreto del mundo, dijo aquel poeta olvidado, se puede comparar con una gran cebolla que inunda los ojos de aquél que la mira atentamente, capa a capa. Pero sin convencernos del todo de que el llanto sea un buen final. Ni el llanto ni la indiferencia, dos de las actitudes que se extendieron cuando las altas instancias de la intelectualidad del sistema dijeron que la utopía había concluido, que no eran posibles otros mundos más justos y más igualitarios. El fin de la historia, declararon.
La postmodernidad vino a sujetar esa idea, añadiendo la pasividad del miedo y la asimilación del sistema, haciéndonos creer que solo podemos pintar las paredes del castillo, aún a pesar de que la lechuza de Minerva nos está diciendo que los muros caerán sobre nuestras cabezas, y no habrá más futuro que la devastación si no construimos otro palacio, con esfuerzo y con rebeldía, esas dos palabras que aprendimos en los sueños de juventud.
La sociedad occidental actual se ha transformado en una feria perpetua donde se venden y se compran nuevos impulsos y pasiones, el entretenimiento está asegurado y diseñado, todo es mercancía travestida en atracciones que se renuevan día a día, eliminando el asombro y el goce del conocimiento como tarea vivencial propia y colectiva, y lo que es más peligroso, usando el dolor de muchos para que la feria continúe, como en la película de Wilder “El gran Carnaval”, donde Kirk Douglas se mete en la piel de un ambicioso periodista neoyorquino que, por apropiarse de la noticia, es capaz de movilizar las pasiones más abyectas de la gente, y saltar por encima del más elemental sentimiento de ayuda en la necesidad humana.
Fascinarnos con la capacidad creativa que todos los humanos poseemos, rescatar la utopía que “no se alcanza pero sirve para avanzar”, como dice Galeano, huir de la posición única del llanto y de la indignación infructuosa, no olvidar que hay quien convoca a las sirenas para que llenen nuestros oídos con cantos que nos dirijan hacia derroteros que no hemos elegido libremente, son compromisos de nuestra condición humana. Y sobre todo vencer la indiferencia, ese estado inactivo que nos recuerda a Madame Verdurin, el personaje de Marcel Proust que, leyendo un día la noticia del hundimiento del Lusitania, sigue comiendo plácidamente su croissant con íntima satisfacción.
La historia no ha concluido, los sueños de construir un mundo sin explotación no están enterrados, aunque los voceros del sistema lo griten por todas las plazas y hayan querido arrojarlos al pozo de los desechos, llamándolos teorías viejunas, exhibiendo la postura conformista como la más racional, desperdiciando de ese modo una de las cualidades más definitorias de la condición humana: la posibilidad de soñar de forma colectiva y la facultad que nos aporta la creatividad de abrir nuevos caminos para la humanidad poniendo la vista en el horizonte, cualidades que siguen haciendo luchar al pueblo palestino y al saharaui, o dar la vida a los mártires de Chicago por un trabajo digno para todos, incluso salir a la calle los pensionistas vascos actuales que han convertido los lunes en día de referencia, o los trabajadores franceses que han perdido el miedo ante la represión del poder.
La capacidad de soñar y de construir mundos mejores pensando en las siguientes generaciones ha existido siempre en la historia de la humanidad. Es el mismo impulso que tuvo también el viejo que plantaba dátiles sabiendo que los árboles darían frutos 50 años más tarde, cuando él ya hubiese muerto. No hay mejor ejemplo de compromiso con la colectividad humana que la del viejo datilero.
Concluyo con las palabras que puso Shakespeare en labios de Próspero en “La tempestad”: “Somos del mismo material con el que se tejen los sueños, y nuestra pequeña vida cierra su círculo con un sueño”.
Eirene
Sirve este mito para plantear algunos de los atributos que los seres humanos hemos ido perdiendo en el devenir de un sistema contrario a la naturaleza, un sistema que ha trastocado nuestras pasiones y afanes y que ha contaminado el material con el que fabricábamos los sueños más nobles.
Quizás siempre hemos sido una suma de deseos mal ordenados, pero poseemos la capacidad de llenar los espacios vacíos con el impulso de los sueños despiertos y con la creatividad.
Aprendimos a soñar desde la infancia, cuando desde nuestro escondite, en el desván o en la copa del árbol, ansiábamos la libertad de recorrer caminos y aventuras buscando la isla del tesoro, recorriendo los mares con los piratas de Salgari, o los subterráneos con Alicia, metiéndonos en los cuentos orientales, o quizás más tarde, en la adolescencia, soñando con ser como el campesino que escribía versos con palabras que jamás había escuchado, o como el músico que tocaba el violín al ritmo del cimbreo de las espigas verdes mientras lloraba por su amor perdido.
Cruzamos la juventud compartiendo sueños colectivos de comunas y mundos más justos y solidarios, amando la rebeldía por encima de todas las cosas, comprendiendo que nada nos es dado sin esfuerzo y sin frustraciones unidas a los pasos hacia adelante. ¿Éramos utópicos en el sentido de ilusión vana o sencillamente ansiábamos más libertad y creíamos en la utopía como lugar lejano posible?
Más tarde nos hicieron creer que la isla del tesoro no existía y que la vida libre que ansiábamos subidos en la frondosa copa del árbol, era una simple ilusión de niños. Desnudos frente a la realidad, vimos cómo la necesidad, la miseria, la desesperanza, fueron acumulando nuestras vidas y las vidas de compañeros, de amigos, de vecinos. Todos podemos recordar los encuentros con los amigos de juventud cuando ya teníamos plateadas canas y después de tardar en reconocernos por tener que quitar capas de tiempo de nuestras caras, qué tristeza comprobar que aquéllos sueños de un mundo más libre, se habían sustituido por un escepticismo al que había que llamar madurez.
El secreto del mundo, dijo aquel poeta olvidado, se puede comparar con una gran cebolla que inunda los ojos de aquél que la mira atentamente, capa a capa. Pero sin convencernos del todo de que el llanto sea un buen final. Ni el llanto ni la indiferencia, dos de las actitudes que se extendieron cuando las altas instancias de la intelectualidad del sistema dijeron que la utopía había concluido, que no eran posibles otros mundos más justos y más igualitarios. El fin de la historia, declararon.
La postmodernidad vino a sujetar esa idea, añadiendo la pasividad del miedo y la asimilación del sistema, haciéndonos creer que solo podemos pintar las paredes del castillo, aún a pesar de que la lechuza de Minerva nos está diciendo que los muros caerán sobre nuestras cabezas, y no habrá más futuro que la devastación si no construimos otro palacio, con esfuerzo y con rebeldía, esas dos palabras que aprendimos en los sueños de juventud.
La sociedad occidental actual se ha transformado en una feria perpetua donde se venden y se compran nuevos impulsos y pasiones, el entretenimiento está asegurado y diseñado, todo es mercancía travestida en atracciones que se renuevan día a día, eliminando el asombro y el goce del conocimiento como tarea vivencial propia y colectiva, y lo que es más peligroso, usando el dolor de muchos para que la feria continúe, como en la película de Wilder “El gran Carnaval”, donde Kirk Douglas se mete en la piel de un ambicioso periodista neoyorquino que, por apropiarse de la noticia, es capaz de movilizar las pasiones más abyectas de la gente, y saltar por encima del más elemental sentimiento de ayuda en la necesidad humana.
Fascinarnos con la capacidad creativa que todos los humanos poseemos, rescatar la utopía que “no se alcanza pero sirve para avanzar”, como dice Galeano, huir de la posición única del llanto y de la indignación infructuosa, no olvidar que hay quien convoca a las sirenas para que llenen nuestros oídos con cantos que nos dirijan hacia derroteros que no hemos elegido libremente, son compromisos de nuestra condición humana. Y sobre todo vencer la indiferencia, ese estado inactivo que nos recuerda a Madame Verdurin, el personaje de Marcel Proust que, leyendo un día la noticia del hundimiento del Lusitania, sigue comiendo plácidamente su croissant con íntima satisfacción.
La historia no ha concluido, los sueños de construir un mundo sin explotación no están enterrados, aunque los voceros del sistema lo griten por todas las plazas y hayan querido arrojarlos al pozo de los desechos, llamándolos teorías viejunas, exhibiendo la postura conformista como la más racional, desperdiciando de ese modo una de las cualidades más definitorias de la condición humana: la posibilidad de soñar de forma colectiva y la facultad que nos aporta la creatividad de abrir nuevos caminos para la humanidad poniendo la vista en el horizonte, cualidades que siguen haciendo luchar al pueblo palestino y al saharaui, o dar la vida a los mártires de Chicago por un trabajo digno para todos, incluso salir a la calle los pensionistas vascos actuales que han convertido los lunes en día de referencia, o los trabajadores franceses que han perdido el miedo ante la represión del poder.
La capacidad de soñar y de construir mundos mejores pensando en las siguientes generaciones ha existido siempre en la historia de la humanidad. Es el mismo impulso que tuvo también el viejo que plantaba dátiles sabiendo que los árboles darían frutos 50 años más tarde, cuando él ya hubiese muerto. No hay mejor ejemplo de compromiso con la colectividad humana que la del viejo datilero.
Concluyo con las palabras que puso Shakespeare en labios de Próspero en “La tempestad”: “Somos del mismo material con el que se tejen los sueños, y nuestra pequeña vida cierra su círculo con un sueño”.
Eirene
viernes, 6 de diciembre de 2019
APOSTAR POR LA HUMANIDAD
Hoy mismo es la manifestación contra el Cambio Climático. Viernes 6 de diciembre desde las seis de la tarde. Allí estaremos miles, espero que muchas decenas de miles, ojalá más de cien mil. Mi hijo dice que uno más no pinta nada, que no merece la pena. Pero no lo hago "para" que sirva de algo, sino "porque" es mi apuesta personal y social. Mi presencia no va a obligar a los políticos a firmar un compromiso definitivo y drástico que detenga el cambio climático. Los políticos han venido al servicio de multinacionales que les van a contratar en pocos años con salarios mucho mejores que los actuales, no por su gran capacidad empresarial futura, sino por los favores que ahora les están prestando. Pero lo de las puertas giratorias es tan patente que me da asco mencionarlas.
Estaré en la manifestación porque es una forma de comprometerme a seguir actuando contra el cambio climático. Hoy toca estar un par de horas en la calle, con los jóvenes, con los mayores, por los niños que no se merecen crecer rodeados de dióxido de nitrógeno, comer pescado con microplásticos, sufrir un clima extremo de sequías e inundaciones, contemplar las migraciones masivas causadas por el hambre.
La hemeroteca muestra que todo es palabrería vacua: después de 30 años de denunciar el problema, la situación sólo se ha agravado, y las únicas beneficiadas son las multinacionales que han diversificado su negocio hacia las energías limpias, y obtienen enormes privilegios fiscales concedidos por los gobiernos que desean maquillar su propia incompetencia y cobardía para cambiar en profundidad.
Los datos geológicos muestran que los problemas son gigantescos: el Polo Norte se derrite, y eso hace que, en vez de haber hielo blanco que refleje la radiación, el agua líquida absorba el calor del sol y la retenga, modificando la salinidad y las corrientes que regulan el clima. El deshielo de la tundra y otras zonas subárticas liberará el metano de las turberas, disparando el efecto invernadero. La Amazonia ya no es el pulmón verde de la Tierra sino una factoría de carne de vacuno para Occidente.
Los números son demoledores: un norteamericano genera el doble de CO2 que un europeo, que ya consumimos bastante irresponsablemente bienes y energía. Los dos mil millones de chinos e indios no están pensando en el futuro del planeta, sino en poder acceder al "bienestar" que "disfrutamos" en Occidente. Y aún hay mil millones de personas hambrientas en este mundo, que se ven obligadas a arrancar cuanto puedan a una tierra ya esquilmada y empobrecida. Para cuadrar las cuentas hasta los 7.500 millones de seres humanos que deambulamos por este planeta extraordinario, hay que contar con otros 3.000 millones entre africanos, latinoamericanos y asiáticos que son, a su modo, “clase media” en sus países, que no pasan hambre pero apenas llegan a fin de mes, consumiendo cuanto les alcanza, según el patrón que les marca la publicidad omnipresente en nuestras vidas. Pero insatisfechos, pues esa es la intención del Sistema: que sintamos que nunca es suficiente, que nos falta “algo” para ser felices.
La tentación es tirar la toalla, asumir que todo está perdido y dejar que los poderosos nos lleven a caer en ese abismo que tan gustosamente han mandado profundizar y que hemos cavado sin ser conscientes de que sería nuestra tumba.
"¿Qué puede hacer una sola persona, o algunos miles, frente a un Sistema perfectamente engrasado para el consumismo despiadado e incapaz de frenar esa caída que les podría suponer menos beneficios, algo herético para el capitalismo neoliberal?"
Lo primero, asumir nuestra pequeñez: un trabajador sabe que es sólo una persona, mientras que nuestros políticos se inflan cual globo de feria pensando que "son más" que una persona, creyéndose depositarios de la voluntad de millones de votantes. Y esa pequeñez nos hace mucho más libres que esos títeres a quienes envidiamos su Falcon, su casoplón, su pensión vitalicia.
Lo segundo, asumir nuestra impermanencia: dentro de unas décadas habremos muerto, nosotros y los engolados del Poder.
Tercero, entender la vida como un juego, como un papel que representar. Los ingleses usan "play" para unir ambos conceptos.
Por mi parte, con esa serenidad de ser pequeño e impermanente, elijo un papel que me gusta. No voy a ser el corderillo que va sumiso al matadero, y que colabora con los verdugos para ganar unos años más o hierba más fresca. No voy a ser el lobo que se aprovecha del clima de terror para medrar y vivir cómodamente a costa del sufrimiento de mucha gente explotada. Me gusta el papel de Diógenes que iba buscando, con su candil encendido en pleno día, un hombre de verdad por toda Atenas. Para eso hay que desapegarse de la opinión de los demás, y del deseo de vivir cómodo sin sobresaltos ni incomodidades. Incluso liberarse de la fantasía que uno puede controlar lo que será de uno mismo dentro de diez años, porque la Vida nos da tantas sorpresas… quizás lo más difícil es tener que renunciar a "construir" un futuro seguro para MIS hijos, dejarles bien posicionados para un mundo tan competitivo.
Pero es que "el futuro, o es de todos, o no será de nadie". Una Tierra inhóspita no será habitable para la mayoría, y la minoría poderosa vivirá sólo para defender con uñas y dientes sus mezquinos privilegios de tener agua potable y algún tipo de alimento. No es ese el futuro que quiero para mis hijos.
Apostar por la Humanidad es creer en la parte más positiva de las personas: su capacidad de ser creativos, solidarios, generosos, incluso austeros, con sentido del humor y capacidad de renuncia a lo presente por un bien común alcanzable. Puede ser que uno no alcance a ver los frutos deseados, pero no viviré con la vergüenza de ser cómplice de un presente basado en la desconfianza y el cinismo, en espera de un futuro desastroso para todos.
“¿Y ese “buenismo” sirve para algo más que para autocomplacerse o autojustificarse?
Pues apostar por MI Humanidad, por la parte positiva que hay en mí, me sirve para mantener a raya la parte mezquina, egoísta, incluso violenta que todos tenemos dentro. Para no participar en la orgía del “sálvese quien pueda”, de pillar cacho pisoteando a los demás, viviendo con orejeras ante la injusticia y la falta de oportunidades que demasiada gente sufre. No acepto una postura maniqueo del bien frente al mal. Tenemos muchísimas facetas, no sólo “santo o diablo”. Pero para simplificar no podemos quedarnos con esas dos, hay que reconocer los matices.
Un matiz es la agresividad, necesaria para defender la propia vida e integridad. También para luchar por la dignidad colectiva, porque la injusticia genera violencia por parte de los explotados, y esa violencia va a perjudicar mucho más a la clase media que a la Casta que está blindada en sus barrios residenciales, como sabemos que sucede en tantos países y se va extendiendo al resto del mundo. Es puro egoísmo, procurar que no estalle la desesperación.
Mucho más que otro matiz, sino la actitud esencial que planteo insistentemente, es la serenidad: saber que este día presente es el único en que puedo participar en el mundo. Sentir que lo que pienso, siento y hago en este instante es lo Correcto, lo que decido desde una intuición que es la suma armónica de pensamiento y emoción. Creo que esa es la forma de ser fiel a uno mismo, mucho más que pretender serlo a cualquier ideología.
En el libro “A puerta cerrada”, de Sartre, se describe cómo la verdadera tortura es haber traicionado la propia convicción personal, ese valor final que justificaría nuestra vida ante nuestro propio juicio. No quiero que eso me suceda, pues el juez más duro es uno mismo. Bastaría que cada persona supiera escuchar su propio interior para que se liberara del ruido ajeno que le lleva a correr en pos de un “rayo de luna” como Bécquer describe en su leyenda 6.
Sentido común
Estaré en la manifestación porque es una forma de comprometerme a seguir actuando contra el cambio climático. Hoy toca estar un par de horas en la calle, con los jóvenes, con los mayores, por los niños que no se merecen crecer rodeados de dióxido de nitrógeno, comer pescado con microplásticos, sufrir un clima extremo de sequías e inundaciones, contemplar las migraciones masivas causadas por el hambre.
La hemeroteca muestra que todo es palabrería vacua: después de 30 años de denunciar el problema, la situación sólo se ha agravado, y las únicas beneficiadas son las multinacionales que han diversificado su negocio hacia las energías limpias, y obtienen enormes privilegios fiscales concedidos por los gobiernos que desean maquillar su propia incompetencia y cobardía para cambiar en profundidad.
Los datos geológicos muestran que los problemas son gigantescos: el Polo Norte se derrite, y eso hace que, en vez de haber hielo blanco que refleje la radiación, el agua líquida absorba el calor del sol y la retenga, modificando la salinidad y las corrientes que regulan el clima. El deshielo de la tundra y otras zonas subárticas liberará el metano de las turberas, disparando el efecto invernadero. La Amazonia ya no es el pulmón verde de la Tierra sino una factoría de carne de vacuno para Occidente.
Los números son demoledores: un norteamericano genera el doble de CO2 que un europeo, que ya consumimos bastante irresponsablemente bienes y energía. Los dos mil millones de chinos e indios no están pensando en el futuro del planeta, sino en poder acceder al "bienestar" que "disfrutamos" en Occidente. Y aún hay mil millones de personas hambrientas en este mundo, que se ven obligadas a arrancar cuanto puedan a una tierra ya esquilmada y empobrecida. Para cuadrar las cuentas hasta los 7.500 millones de seres humanos que deambulamos por este planeta extraordinario, hay que contar con otros 3.000 millones entre africanos, latinoamericanos y asiáticos que son, a su modo, “clase media” en sus países, que no pasan hambre pero apenas llegan a fin de mes, consumiendo cuanto les alcanza, según el patrón que les marca la publicidad omnipresente en nuestras vidas. Pero insatisfechos, pues esa es la intención del Sistema: que sintamos que nunca es suficiente, que nos falta “algo” para ser felices.
La tentación es tirar la toalla, asumir que todo está perdido y dejar que los poderosos nos lleven a caer en ese abismo que tan gustosamente han mandado profundizar y que hemos cavado sin ser conscientes de que sería nuestra tumba.
"¿Qué puede hacer una sola persona, o algunos miles, frente a un Sistema perfectamente engrasado para el consumismo despiadado e incapaz de frenar esa caída que les podría suponer menos beneficios, algo herético para el capitalismo neoliberal?"
Lo primero, asumir nuestra pequeñez: un trabajador sabe que es sólo una persona, mientras que nuestros políticos se inflan cual globo de feria pensando que "son más" que una persona, creyéndose depositarios de la voluntad de millones de votantes. Y esa pequeñez nos hace mucho más libres que esos títeres a quienes envidiamos su Falcon, su casoplón, su pensión vitalicia.
Lo segundo, asumir nuestra impermanencia: dentro de unas décadas habremos muerto, nosotros y los engolados del Poder.
Tercero, entender la vida como un juego, como un papel que representar. Los ingleses usan "play" para unir ambos conceptos.
Por mi parte, con esa serenidad de ser pequeño e impermanente, elijo un papel que me gusta. No voy a ser el corderillo que va sumiso al matadero, y que colabora con los verdugos para ganar unos años más o hierba más fresca. No voy a ser el lobo que se aprovecha del clima de terror para medrar y vivir cómodamente a costa del sufrimiento de mucha gente explotada. Me gusta el papel de Diógenes que iba buscando, con su candil encendido en pleno día, un hombre de verdad por toda Atenas. Para eso hay que desapegarse de la opinión de los demás, y del deseo de vivir cómodo sin sobresaltos ni incomodidades. Incluso liberarse de la fantasía que uno puede controlar lo que será de uno mismo dentro de diez años, porque la Vida nos da tantas sorpresas… quizás lo más difícil es tener que renunciar a "construir" un futuro seguro para MIS hijos, dejarles bien posicionados para un mundo tan competitivo.
Pero es que "el futuro, o es de todos, o no será de nadie". Una Tierra inhóspita no será habitable para la mayoría, y la minoría poderosa vivirá sólo para defender con uñas y dientes sus mezquinos privilegios de tener agua potable y algún tipo de alimento. No es ese el futuro que quiero para mis hijos.
Apostar por la Humanidad es creer en la parte más positiva de las personas: su capacidad de ser creativos, solidarios, generosos, incluso austeros, con sentido del humor y capacidad de renuncia a lo presente por un bien común alcanzable. Puede ser que uno no alcance a ver los frutos deseados, pero no viviré con la vergüenza de ser cómplice de un presente basado en la desconfianza y el cinismo, en espera de un futuro desastroso para todos.
“¿Y ese “buenismo” sirve para algo más que para autocomplacerse o autojustificarse?
Pues apostar por MI Humanidad, por la parte positiva que hay en mí, me sirve para mantener a raya la parte mezquina, egoísta, incluso violenta que todos tenemos dentro. Para no participar en la orgía del “sálvese quien pueda”, de pillar cacho pisoteando a los demás, viviendo con orejeras ante la injusticia y la falta de oportunidades que demasiada gente sufre. No acepto una postura maniqueo del bien frente al mal. Tenemos muchísimas facetas, no sólo “santo o diablo”. Pero para simplificar no podemos quedarnos con esas dos, hay que reconocer los matices.
Un matiz es la agresividad, necesaria para defender la propia vida e integridad. También para luchar por la dignidad colectiva, porque la injusticia genera violencia por parte de los explotados, y esa violencia va a perjudicar mucho más a la clase media que a la Casta que está blindada en sus barrios residenciales, como sabemos que sucede en tantos países y se va extendiendo al resto del mundo. Es puro egoísmo, procurar que no estalle la desesperación.
Mucho más que otro matiz, sino la actitud esencial que planteo insistentemente, es la serenidad: saber que este día presente es el único en que puedo participar en el mundo. Sentir que lo que pienso, siento y hago en este instante es lo Correcto, lo que decido desde una intuición que es la suma armónica de pensamiento y emoción. Creo que esa es la forma de ser fiel a uno mismo, mucho más que pretender serlo a cualquier ideología.
En el libro “A puerta cerrada”, de Sartre, se describe cómo la verdadera tortura es haber traicionado la propia convicción personal, ese valor final que justificaría nuestra vida ante nuestro propio juicio. No quiero que eso me suceda, pues el juez más duro es uno mismo. Bastaría que cada persona supiera escuchar su propio interior para que se liberara del ruido ajeno que le lleva a correr en pos de un “rayo de luna” como Bécquer describe en su leyenda 6.
Sentido común
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