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Qué frágiles
somos. Todos sabemos que cada uno tiene un punto débil que nos puede quebrar,
desarmar, desmoronar. Los griegos clásicos ya nos lo contaron con el talón de
Aquiles. Cuánto se avanzaría si los adolescentes leyeran la mitología, y se
dieran cuenta de que todo está escrito, que sus héroes virtuales son patéticas
caricaturas de la encarnación de las pasiones humanas que existen desde el
principio de los tiempos.
Resulta que
el gran Zeus, el más poderoso dios, vivía sólo para copular con todo lo que
pillara: diosas, humanas, efebos y ninfas. A pesar de sus hermosas y divinas
esposas, era capaz de desencadenar sufrimiento y caos con cada uno de sus
estrambóticos polvos, que se usaron para dar marchamo divino a algunas estirpes
de reyes.
¿En cuántas
ocasiones nosotros, simples mortales, hemos puesto en la cuerda floja una
relación satisfactoria (ninguna perfecta, claro), cuando hemos entrado en el
juego de la seducción con una tercera persona? Pero es que incluso en el mundo
virtual, hay relaciones que se tambalean cuando se coquetea por internet, o
cuando se fantasea con imágenes o vídeos tóxicos que son artificios para el
consumo, alejados de la realidad.
La mitología
griega tiene decenas de relatos de las estupideces que se cometen por ambición,
deseo de poder, curiosidad, inconsciencia. Tantísimos, que se puede entender
mucho mejor como un manual de prevención para la vida humana que como una sarta
de aventuras irreales de seres divinos, semidivinos o humanos alucinados.
Vuelvo a la
fragilidad, pero en el sentido oriental del taoísmo y el budismo. La profunda
lucidez de Lao Tse (fuera real o la personificación de varios pensadores)
plantea que todo es un Tao innombrable e inconcebible. Pero nos hace el favor
de poder intuir las manifestaciones de ese Absoluto: energías de atracción y
repulsión, de armonía y caos, en un equilibro imprescindible para el devenir.
Me fascina que la física cuántica haya demostrado experimentalmente cómo existe
materia y antimateria, cómo la energía de convierte en materia y viceversa. La
obsesión de algunas personas por el Orden, por el Control, por Dominar
intelectualmente el Universo y sus leyes refleja su empeño en levantar un
castillo de arena a la orilla del mar: o se lo lleva la marea, o el invierno, o
el final de la propia vida que no suele alcanzar el siglo.
Y entro en
lo más frágil de todo: el Ego. Un globo que se infla con las definiciones,
positivas y negativas, que nos dan en nuestra infancia. Que se modifica y
amplía en nuestra adolescencia, etapa tan vulnerable que nos deprimimos por un
desamor, dejamos los estudios por un profesor gilipollas o arriesgamos nuestra
salud temerariamente. Un Ego que se suele esclerotizar con los años, donde
acabamos presos de ser el personaje que nos hemos construido: determinado
empleo, familia, posesiones, estatus social, aficiones e ideología. PERO que se
resquebraja, como nuestra autoestima, con cualquier circunstancia: el paro, los
cuernos, la enfermedad…Pero en vez de hacernos más humildes y lúcidos, solemos
volvernos más temerosos e intransigentes y reconstruir “nuestro” Ego (una mera
imagen mental) con mayor afán, casi siempre de una forma más conservadora e
inmovilista.
Nuestra
fragilidad se manifiesta en cualquier situación: un episodio de tráfico nos
convierte en energúmenos dispuestos a morder; una bajada de miligramos en
nuestro nivel de litio nos deprime hasta llegar a incapacitarnos; una palabra
desabrida de quien estimamos nos entristece profundamente y hace cuestionar esa
relación. Que nuestro líder carismático se compre un chalet nos hace dudar de
un movimiento de millones de indignados (y cada líder tiene lo suyo…).
Somos
frágiles física, mental, afectiva y hasta éticamente. En “A puerta cerrada”, de
Sartre, se ve cómo varios personajes han traicionado la más valiosa de sus
respectivas convicciones.
El famoso chiste del comunista que quiere que se
reparta todo, salvo los cerdos, porque él sí tiene dos cerdos. La respuesta
ante el cinismo de la Derecha acaparadora y depredadora, es que se Comparta,
que se Redistribuya, que se cubran las Necesidades antes que las desmesuradas
ambiciones de unos pocos.
PERO también
somos RECIOS, hasta extremos inconcebibles: personas que soportaron torturas
aberrantes sin haber delatado a sus compañeros; superación de adversidades de
todo tipo; logros inconcebibles en el plano físico, artístico, intelectual y
social, por encima de cuantos obstáculos se presentaran. Desde la superación de
un ictus a pintar con la boca o los pies, desde realizar una carrera universitaria
un síndrome de Down a lograr movilizar a una comunidad una sola persona, a
veces una niña: el ejemplo de actualidad es Greta Thumberg, con 15 años y con
espectro autista.
Recios como
la encina son mis padres: nacidos al final del reinado de Alfonso XIII,
superaron la dictadura de primo de Rivera, se ilusionaron como niños (lo eran)
con la Segunda República, sobrevivieron a la guerra in-civil y a la oscura
posguerra. Contribuyeron a construir una España moderna, civilizada y se
asombraron cuando elegimos a quienes creíamos socialistas. Cuando vieron los
politicuchos que medraron en la Transición, asumieron que el Poder seguía
estando en manos de los de siempre, y siguieron ocupándose de sus hijos, nietos
y hasta bisnietos. La vida sigue, pase lo que pase.
Personas
recias, que no tenían tiempo para mirarse el ombligo y deprimirse porque había
que sacar un hogar adelante, que pasaban las enfermedades al pie del cañón, que
exponían sus convicciones con sus actos, sin palabrería vacua. Personas con
inevitables contradicciones pero con un sentido del humor que conservaba su
salud mental.
Personas/encina
que han dado frutos, ofrecido cobijo y sombra, entregado su tiempo y energía.
Irremisiblemente, un día dejarán de respirar, se detendrá su sangre y su savia,
por puro desgaste al cabo de un siglo. Pero sus genes permanecen, las personas
que han aprendido con ellos esta verdad: somos tan frágiles como un beso, pero
el recuerdo de esa ternura incondicional nos hace tan recios como la higuera
centenaria a la que subían ellos para coger los higos frescos, la misma a la
que nos ayudaron a subir de pequeños, la misma que enseñaremos a nuestros
hijos.