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Hablemos
del ritmo, ese flujo de movimiento ligado íntimamente a la vida. Cuando solo
somos un embrión, aislados de todo agente exterior en el vientre materno, solo
escuchamos los sonidos rítmicos del cuerpo de la madre, el latido del corazón,
las crepitaciones articulares, el chapoteo del líquido amniótico.
Quizás
la música sea la búsqueda de la emoción que nos provoca el recuerdo de esos
ritmos maternos, y la rastreamos en la memoria genética colectiva, en ese
almacén donde se encuentran los sentimientos y los sueños compartidos más
nobles, almacén que no entiende de jerarquías, pues a veces puede emocionarnos
más una percusión africana o el reencuentro con un arrullo de nuestra infancia
o una canción que ligamos a nuestros primeros amores, más que una sinfonía bien
construida.
Hasta
los enfermos de Alzheimer reconocen canciones ligadas a sus recuerdos, o
incluso aprenden pequeñas canciones nuevas, que recuerdan al día siguiente,
algo que no hacen con las palabras ni con otros recuerdos.
Hoy
se habla mucho de la música como terapia medicinal, algo que ya sabían los
antiguos griegos y cuyos efectos todos hemos experimentado, pero ya se sabe que
solo se tiene en cuenta lo que desde los poderes mediáticos parece que acaban
de inventar. ¿A cuántos niños han calmado el llanto las nanas? ¿Quién no ha
sentido al escuchar un blues una sensación de tranquilidad que le alivia de un
momento de ansiedad, o ha puesto en orden su cerebro con alguna sinfonía, o ha
sentido que se le renovaban las entrañas con Camarón, o se ha llenado de
energía con el rock y de serenidad con la kora, o ha lubricado sus ojos
mientras sonaba un fado, o ha aparcado la depresión por unos momentos con los
latidos de la tierra que le ofrece una percusión africana o …?
Como dice
Tchaikovski, si no fuera por la música habría más razones para volvernos locos.
La
música es además lo único que nos conecta como humanidad. Aún existen pueblos
en los que todos sus miembros son intérpretes activos de los ritmos y de las
danzas y cantos tribales. En el pasado lo mismo sucedía en nuestra sociedad
occidental, la gente cantaba más en la calle, pero actualmente en nuestro
sistema cultural solo participan como actores activos los especialistas, los
profesionales, todos los demás nos hemos convertido en meros oyentes pasivos.
Nos
ponen música en las grandes superficies para que compremos, en el trabajo para
que produzcamos, las discográficas nos venden lo que quieren para hacer
negocio. Y es que también hay una música del poder, un Hamelin al servicio de
los que mandan, unas sirenas que nos engañan, unos ladrones de melodías que nos
cambian la letra y que nos han arrebatado el espacio donde la música la
creábamos entre todos. Ya no cantamos ni tocamos juntos en los acontecimientos
grupales (la iglesia nos gana en esto). Con ello hemos perdido la conmoción
colectiva, esa capacidad de cambiar las formas de entender la vida. No
significa que una canción o un poema hayan cambiado alguna vez el mundo, pero
sí han contribuido a generar cambios en las sociedades.
Hay
cientos de canciones que movieron las conciencias de los pueblos a lo largo de
la historia, y cientos de personas que dieron su vida por alzar la voz con un
ritmo (los esclavos africanos en las plantaciones sureñas, los milicianos
antifascistas en la guerra española, las canciones de los partisanos, los que
se alzaron contra la guerra de Vietnam, las voces y guitarras latinoamericanas
contra las dictaduras, nuestras canciones en la lucha antifranquista, la trova
cubana, o la canción de las casas de cartón a la que hago alusión en el título,
así incontables…).
Una
canción que, además de conmoverme en extremo, considero que define el poder que
la música posee para transmitir y para contar lo que no se puede contar de otro
modo, es “Strange fruit” (Extraño fruto) interpretada por Billie Holiday, que
expresa de un modo sobrecogedor el sentimiento de una imagen, en la que un
grupo de blancos en actitudes triviales y desenfadas rodean un árbol del que
cuelgan dos hombres, a los que han ahorcado por el hecho de tener la piel de
color oscuro.
Nos
preguntamos muchas veces qué nos queda, viendo que la política actual es un
basurero y no soluciona los graves problemas de este mundo. Nos sentimos
huérfanos de referentes para encontrar un camino que nos haga salir de este
atolladero social. ¿Y si fuese la música esa resina que nos ayude a encontrar
el camino para empezar a salir de la decepción, del escepticismo, para
recordarnos que esta tierra es de todos, para decirle a los poderosos que no
jueguen con nuestro mundo, para cantarle juntos a la vida, o sencillamente
sirva para unir los sentimientos que nos identifican como colectividad?
Quizás
la música sea lo único que nos pueda ayudar a destruir los muros, desde nuestro
propio cerebro y en conjunción con los cerebros de los demás. Igual que se crea
una orquesta.
Nadie