domingo, 9 de diciembre de 2018

Las voces silenciadas


“La abolición del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo.
El hombre empuñó las riendas también en la casa y la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción. Esa baja condición de la mujer,…, ha sido gradualmente retocada, disimulada y, en ciertos lugares, hasta revestida de formas más suaves, pero ni mucho menos ha sido abolida.”
F. Engels: “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”.





Allá por el siglo VI a.C., un tirano llamado Falaris, hizo diseñar un instrumento de tortura, un toro hecho en bronce, con una puerta lateral por la que se introducía a los condenados y se les obligaba a resistir la temperatura que producía una hoguera bajo el toro, como si fuera un horno. Los gritos de la víctima salían por el morro abierto del toro. La característica que quiero resaltar es el hecho de que esos gritos se desfiguraban por medio de un ingenioso sistema de tubos, de tal forma que los alaridos, al salir por la abertura del morro, hacían semejar el sonido armonioso de una trompeta, espectáculo sembrado para silenciar el dolor y el sufrimiento del condenado, desvirtuando sus voces y sus gritos.

Este instrumento de tortura no desapareció, se sofisticó. La forma de silenciar el grito de las víctimas ha sido uno de los objetivos más buscados por dictaduras y sistemas autoritarios, no tanto para evitar el testimonio del delito cometido, pues la mayoría de las veces el sistema judicial protege a quien colabora en la instauración del miedo, sino para asegurar la conservación y normalización de un sistema estructural basado en el dominio de unos sobre otros.

Sobre el silencio sabemos mucho las mujeres, sabemos de la discriminación que hemos sufrido a lo largo de la historia por parte de los sistemas imperantes, la democracia griega no contó con nosotras, la iglesia católica nos consideró serpientes malévolas en sus relatos, creó la Inquisición en el Medievo porque las mujeres albigenses estaban alcanzando cotas de poder en el Languedoc,  la iglesia nos quemó por brujas que amaban al demonio, y nos calificó de voces impuras indignas de cantar en las iglesias (algo que ocurrió hasta bien entrado el siglo XX),  incluso no nos otorgó “alma” hasta el Concilio de Trento, año 1545. Tampoco la Revolución Francesa nos tuvo en cuenta para su declaración de Derechos del Ciudadano, nos siguieron adjudicando el papel doméstico (a Olympe de Gouges la guillotinaron porque lideró a las mujeres luchando por los mismos derechos que los  hombres).

Hombres y mujeres han sido torturados por las dictaduras y regímenes tiranos, pero la mayoría de las mujeres (sirvan de ejemplo las presas de la dictadura uruguaya de los años 70 y 80, o las torturadas por el régimen franquista) fueron condenadas al silencio en el tiempo en el que sus compañeros pudieron dar su testimonio a la sociedad. La causa: el agravante de la tortura sexual y de las violaciones que las dejaron embarazadas, por lo que tuvieron que esperar “a contarlo” cuando sus hijos han crecido y la solidaridad les ha ayudado a hacer públicos sus testimonios. (Quien quiera conocer los detalles, puede leer el Documento de la “Tortura sexual en las cárceles de Uruguay”, donde las mujeres no rompen el silencio y denuncian hasta 2011).

La voz de las mujeres siempre ha estado quebrada. ¿Es que acaso alguien aún piensa que en la historia de la humanidad las mujeres solo han servido para la casa o para el convento? ¿Es que alguien cree todavía que no hubo en la historia pintoras, científicas, médicas, compositoras, que desarrollaron sus trabajos a escondidas y luchando contra las imposiciones de la sociedad que las relegaba al papel de amantísimas y sumisas esposas y madres, y sus obras fueron relegadas al olvido por las instituciones que siempre han regentado los hombres? ¿Quién escondió sus obras? ¿Quién les quebró la voz durante siglos? ¿Quién sigue escondiendo en los almacenes de los museos las pinturas de las mujeres e impidiéndoles los sillones de las Reales Academias?

Esa violencia estructural no la ha eliminado ni la concesión del voto, ni la Carta de Derechos Humanos. Hoy millones de mujeres siguen sufriendo desigualdad, la salida al mundo laboral les ha otorgado un doble trabajo ya que no han podido liberarse del espacio doméstico ni del cuidado exclusivo de la especie, sufren la brecha salarial (obviada por los gobiernos de todo tipo) y el techo de cristal. Siguen  sometidas a violaciones desde niñas, malos tratos psíquicos y físicos, embarazos no deseados, venta de sus cuerpos, esclavitud sexual, trata de blancas, ablación, prostitución… (comparar en igualdad las cifras de agresiones sexuales cometidas por mujeres a las cometidas por varones, es de un total desconocimiento e ignorancia de las cifras reales, solo hay que acudir a la página del Ministerio del Interior).

Y dejo para el final la violencia en el seno de la familia y la violencia de género, vergonzosamente generalizada y normalizada aún en sociedades que se llaman progresistas. Es una violencia estructural que pervive históricamente por una asimetría del poder, resultante de una sociedad patriarcal que otorgaba el poder al varón y le ofrecía la violencia como método al que podía recurrir para sometimiento y obediencia de la mujer. No hay que ignorar que no hace tantos años que en el código penal español se le otorgaba al padre o pareja el derecho pleno sobre las mujeres en determinadas circunstancias.
La terribilidad de esta violencia estructural que aún no se ha eliminado, a pesar de la incorporación de la mujer a la vida pública, es la dificultad para exteriorizarla, porque no es solo una violencia física, es también la imposición que existe detrás del “¿por qué no está la cena?”, “plánchame la camisa”, “con esa transparencia pareces una puta”, “tráeme el café que voy a ver el informativo”, “¿no te da vergüenza venir a estas horas y la casa sin limpiar?”, “acuesta a los niños que no me dejan escuchar la tele”….   ,  que deriva en sentimientos de culpabilidad, sometimiento, auto-secuestro, anulación personal, golpes a los que acaban acostumbrándose y culpándose por ellos, pérdida de identidad,  insultos continuados, golpes que se minimizan, terror muchas veces, y muerte.

¿Cuántas mujeres, de todas las edades, pueden decir que no conocen alguno de los sentimientos expuestos y derivados del trato de dominio por parte de un padre o de una pareja o ex-pareja? ¿Cuántas no lo han contado? ¿Cuántas ya no pueden contarlo?
¿Quiere esto decir que todos los hombres son maltratadores? No, por supuesto. Pero sí exige del hombre que sea capaz de empatizar y comprender que a la violencia general provocada por el sistema capitalista, que afecta a hombres y mujeres, se añade la violencia específica que sufren la mayoría de las mujeres en el seno de las relaciones afectivas de familia y pareja, lo que conlleva la lucha conjunta por una nueva visión de la sociedad que supere la cuestión del poder que la sociedad sigue adjudicando a los hombres.

Uno de los recuerdos de mi infancia más terribles tiene que ver con José “el sindicalista”, que vivía enfrente de mi casa familiar. Debía conocer el toro de Falaris, porque sabía distorsionar los gritos y llantos de “su” mujer cuando la apalizaba. En las primeras horas de la noche, cuando en el barrio ya no había ruidos, a no ser las persianas que se bajaban para proteger las ventanas del frío, llegaba el sindicalista con ganas de bronca, volvía de sus reuniones donde se le consideraba un líder social, y comenzaba a insultar a “su” mujer, porque la encontraba leyendo un libro y no tenía la cena preparada, o porque la sopa estaba fría, o porque estaba muy callada, o porque estaba muy alegre, y dónde habría estado, y qué había hecho, y ya lo sabía él que siempre fue una puta zorra, una vaga, y estaba loca… Todo esto se oía desde mi casa, apenas nos separaban unos cuantos metros. Mucha piedad sentíamos por aquella mujer, pues cada noche se desencadenaba la misma película de terror y cada mañana ella escondía con un pañuelo los moratones de la cara y disimulaba el dolor de su golpeado cuerpo.

 Si iba algún vecino a picar a la puerta para intentar mediar, no le abrían, callaban como si no pasara nada, el silencio olía a terror. Otras veces, el agresor se ponía a silbar, mientras se escuchaban por detrás los llantos de la pobre mujer. Sí, debía conocer el toro de Falaris, porque sabía desvirtuar los alaridos de dolor con sus propias canciones silbadas.
Alguna vez lo detuvieron por ser sindicalista y rojo, pero nunca detuvieron a aquel apaleador por agresión, ni siquiera la mañana en la que sus hijos encontraron a su madre muerta al lado de la cama, día en el que sorprendí a mi infancia comprendiendo que la muerte a veces es una liberación. 
El juez dijo que había sido una parada del corazón, todo el barrio sabíamos que la mató “porque era suya”.

Los gritos y el llanto de aquella mujer sin nombre, que trataba de condenar al silencio el que silbaba, siguen saliendo de muchas gargantas en el interior de las casas. Hoy se las sigue apagando, a pesar de los mantras políticos, con la absoluta y cruel indiferencia de la justicia y con la desconsideración de una parte de la sociedad que es incapaz de generar empatía para comprender qué significa: 
“violencia estructural y normalizada”.
No sufren ya las que han muerto, sufren las que lo están viviendo y no pueden o no saben contarlo.
No calles.   

Nadie