“La abolición
del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el
mundo.
El hombre
empuñó las riendas también en la casa y la mujer se vio degradada, convertida
en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple
instrumento de reproducción. Esa baja condición de la mujer,…, ha sido
gradualmente retocada, disimulada y, en ciertos lugares, hasta revestida de
formas más suaves, pero ni mucho menos ha sido abolida.”
F. Engels: “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”.
Allá
por el siglo VI a.C., un tirano llamado Falaris, hizo diseñar un instrumento de
tortura, un toro hecho en bronce, con una puerta lateral por la que se
introducía a los condenados y se les obligaba a resistir la temperatura que
producía una hoguera bajo el toro, como si fuera un horno. Los gritos de la
víctima salían por el morro abierto del toro. La característica que quiero resaltar
es el hecho de que esos gritos se desfiguraban por medio de un ingenioso sistema
de tubos, de tal forma que los alaridos, al salir por la abertura del morro,
hacían semejar el sonido armonioso de una trompeta, espectáculo sembrado para
silenciar el dolor y el sufrimiento del condenado, desvirtuando sus voces y sus
gritos.
Este
instrumento de tortura no desapareció, se sofisticó. La forma de silenciar el
grito de las víctimas ha sido uno de los objetivos más buscados por dictaduras
y sistemas autoritarios, no tanto para evitar el testimonio del delito
cometido, pues la mayoría de las veces el sistema judicial protege a quien
colabora en la instauración del miedo, sino para asegurar la conservación y
normalización de un sistema estructural basado en el dominio de unos sobre
otros.
Sobre
el silencio sabemos mucho las mujeres, sabemos de la discriminación que hemos
sufrido a lo largo de la historia por parte de los sistemas imperantes, la
democracia griega no contó con nosotras, la iglesia católica nos consideró
serpientes malévolas en sus relatos, creó la Inquisición en el Medievo porque
las mujeres albigenses estaban alcanzando cotas de poder en el Languedoc, la iglesia nos quemó por brujas que amaban al
demonio, y nos calificó de voces impuras indignas de cantar en las iglesias
(algo que ocurrió hasta bien entrado el siglo XX), incluso no nos otorgó “alma” hasta el Concilio
de Trento, año 1545. Tampoco la Revolución Francesa nos tuvo en cuenta para su
declaración de Derechos del Ciudadano, nos siguieron adjudicando el papel
doméstico (a Olympe de Gouges la guillotinaron porque lideró a las mujeres
luchando por los mismos derechos que los
hombres).
Hombres
y mujeres han sido torturados por las dictaduras y regímenes tiranos, pero la
mayoría de las mujeres (sirvan de ejemplo las presas de la dictadura uruguaya
de los años 70 y 80, o las torturadas por el régimen franquista) fueron
condenadas al silencio en el tiempo en el que sus compañeros pudieron dar su
testimonio a la sociedad. La causa: el agravante de la tortura sexual y de las
violaciones que las dejaron embarazadas, por lo que tuvieron que esperar “a
contarlo” cuando sus hijos han crecido y la solidaridad les ha ayudado a hacer
públicos sus testimonios. (Quien quiera conocer los detalles, puede leer el
Documento de la “Tortura sexual en las cárceles de Uruguay”, donde las mujeres
no rompen el silencio y denuncian hasta 2011).
La
voz de las mujeres siempre ha estado quebrada. ¿Es que acaso alguien aún piensa
que en la historia de la humanidad las mujeres solo han servido para la casa o
para el convento? ¿Es que alguien cree todavía que no hubo en la historia pintoras,
científicas, médicas, compositoras, que desarrollaron sus trabajos a escondidas
y luchando contra las imposiciones de la sociedad que las relegaba al papel de
amantísimas y sumisas esposas y madres, y sus obras fueron relegadas al olvido
por las instituciones que siempre han regentado los hombres? ¿Quién escondió
sus obras? ¿Quién les quebró la voz durante siglos? ¿Quién sigue escondiendo en
los almacenes de los museos las pinturas de las mujeres e impidiéndoles los
sillones de las Reales Academias?
Esa
violencia estructural no la ha eliminado ni la concesión del voto, ni la Carta
de Derechos Humanos. Hoy millones de mujeres siguen sufriendo desigualdad, la
salida al mundo laboral les ha otorgado un doble trabajo ya que no han podido
liberarse del espacio doméstico ni del cuidado exclusivo de la especie, sufren
la brecha salarial (obviada por los gobiernos de todo tipo) y el techo de
cristal. Siguen sometidas a violaciones
desde niñas, malos tratos psíquicos y físicos, embarazos no deseados, venta de
sus cuerpos, esclavitud sexual, trata de blancas, ablación, prostitución…
(comparar en igualdad las cifras de agresiones sexuales cometidas por mujeres a
las cometidas por varones, es de un total desconocimiento e ignorancia de las
cifras reales, solo hay que acudir a la página del Ministerio del Interior).
Y
dejo para el final la violencia en el seno de la familia y la violencia de
género, vergonzosamente generalizada y normalizada aún en sociedades que se
llaman progresistas. Es una violencia estructural que pervive históricamente
por una asimetría del poder, resultante de una sociedad patriarcal que otorgaba
el poder al varón y le ofrecía la violencia como método al que podía recurrir
para sometimiento y obediencia de la mujer. No hay que ignorar que no hace
tantos años que en el código penal español se le otorgaba al padre o pareja el
derecho pleno sobre las mujeres en determinadas circunstancias.
La
terribilidad de esta violencia estructural que aún no se ha eliminado, a pesar
de la incorporación de la mujer a la vida pública, es la dificultad para
exteriorizarla, porque no es solo una violencia física, es también la
imposición que existe detrás del “¿por qué no está la cena?”, “plánchame la
camisa”, “con esa transparencia pareces una puta”, “tráeme el café que voy a
ver el informativo”, “¿no te da vergüenza venir a estas horas y la casa sin
limpiar?”, “acuesta a los niños que no me dejan escuchar la tele”…. , que
deriva en sentimientos de culpabilidad, sometimiento, auto-secuestro, anulación
personal, golpes a los que acaban acostumbrándose y culpándose por ellos,
pérdida de identidad, insultos
continuados, golpes que se minimizan, terror muchas veces, y muerte.
¿Cuántas
mujeres, de todas las edades, pueden decir que no conocen alguno de los sentimientos
expuestos y derivados del trato de dominio por parte de un padre o de una
pareja o ex-pareja? ¿Cuántas no lo han contado? ¿Cuántas ya no pueden contarlo?
¿Quiere
esto decir que todos los hombres son maltratadores? No, por supuesto. Pero sí
exige del hombre que sea capaz de empatizar y comprender que a la violencia
general provocada por el sistema capitalista, que afecta a hombres y mujeres,
se añade la violencia específica que sufren la mayoría de las mujeres en el
seno de las relaciones afectivas de familia y pareja, lo que conlleva la lucha
conjunta por una nueva visión de la sociedad que supere la cuestión del poder
que la sociedad sigue adjudicando a los hombres.
Uno
de los recuerdos de mi infancia más terribles tiene que ver con José “el
sindicalista”, que vivía enfrente de mi casa familiar. Debía conocer el toro de
Falaris, porque sabía distorsionar los gritos y llantos de “su” mujer cuando la
apalizaba. En las primeras horas de la noche, cuando en el barrio ya no había
ruidos, a no ser las persianas que se bajaban para proteger las ventanas del
frío, llegaba el sindicalista con ganas de bronca, volvía de sus reuniones
donde se le consideraba un líder social, y comenzaba a insultar a “su” mujer,
porque la encontraba leyendo un libro y no tenía la cena preparada, o porque la
sopa estaba fría, o porque estaba muy callada, o porque estaba muy alegre, y
dónde habría estado, y qué había hecho, y ya lo sabía él que siempre fue una
puta zorra, una vaga, y estaba loca… Todo esto se oía desde mi casa, apenas nos
separaban unos cuantos metros. Mucha piedad sentíamos por aquella mujer, pues
cada noche se desencadenaba la misma película de terror y cada mañana ella
escondía con un pañuelo los moratones de la cara y disimulaba el dolor de su
golpeado cuerpo.
Si iba algún vecino a picar a la puerta para
intentar mediar, no le abrían, callaban como si no pasara nada, el silencio
olía a terror. Otras veces, el agresor se ponía a silbar, mientras se
escuchaban por detrás los llantos de la pobre mujer. Sí, debía conocer el toro
de Falaris, porque sabía desvirtuar los alaridos de dolor con sus propias
canciones silbadas.
Alguna
vez lo detuvieron por ser sindicalista y rojo, pero nunca detuvieron a aquel
apaleador por agresión, ni siquiera la mañana en la que sus hijos encontraron a
su madre muerta al lado de la cama, día en el que sorprendí a mi infancia
comprendiendo que la muerte a veces es una liberación.
El juez dijo que había
sido una parada del corazón, todo el barrio sabíamos que la mató “porque era
suya”.
Los
gritos y el llanto de aquella mujer sin nombre, que trataba de condenar al
silencio el que silbaba, siguen saliendo de muchas gargantas en el interior de
las casas. Hoy se las sigue apagando, a pesar de los mantras políticos, con la
absoluta y cruel indiferencia de la justicia y con la desconsideración de una
parte de la sociedad que es incapaz de generar empatía para comprender qué
significa:
“violencia estructural y normalizada”.
No
sufren ya las que han muerto, sufren las que lo están viviendo y no pueden o no
saben contarlo.
No
calles.
Nadie