No sabemos si los constructores de las vagonetas mineras, el inventor de la máquina de vapor o el propio Stephenson, cuando propició la aparición de la primera locomotora capaz de arrastrar unos vagones sobre unas vías férreas, fueron conscientes de los cambios que el ferrocarril iba a suponer para el mundo hasta entonces conocido.
Con su llegada, las tierras se llenaron de extraños e interminables caminos de hierro por los que discurrieron contenedores de diversa factura y material, cargados de viajeros y de mercancías, resoplantes, chirriantes, al principio; increíblemente veloces y dotados de toda la tecnología que el progreso ha permitido, después.
Esos trenes habrán sido testigos del discurrir de la historia de la humanidad desde esa fecha, y es imposible separarlos en mi imaginación de los pioneros americanos, los asaltos, los vaqueros; no asociarlos al transporte de tropas, a estrategias de guerra en las que volar los puentes o las vías férreas marcaban la diferencia entre ganar o perder; no ligarlos al infame transporte de seres humanos que, como reses al matadero, arribaban a una muerte casi inexorable en los campos de concentración de una Europa enferma por la demencia nazi; no evocar también el lujo y el ocio más glamouroso de los coches-joya en líneas como la del Orient Exprés… o sus antípodas, los trenes de la India, joyas de atestado colorido e inverosímil pasaje, por su número.
El tren y el progreso, como un matrimonio unido, se han retroalimentado. Las líneas se acercarían a los nudos de población, de materias primas y de incipientes industrias… y la cercanía de esas líneas atraería a su vez población y emprendimiento. Pero también atraerían al Arte, en casi todas sus ramas: serían punto de encuentro de las artes.
Junto a las líneas férreas y junto a los convoyes formados por locomotoras y vagones, incluso por encima de ellos, yo diría que están las estaciones ferroviarias. Me parecen lugares donde la mirada no sabe dónde detenerse admirando diseño y belleza, y parecen tener una magia especial para dar a luz nuevos productos artísticos.
Edificios decorados con cerámicas irrepetibles, vidrieras magníficas, forjas espectaculares…
andenes, diques, cruces laberínticos de raíles, escalinatas, cúpulas, mobiliario… No es de
extrañar que se creara en ellas o alrededor de ellas una química que hizo posible un amor
eterno entre el cine y el tren, y más recientemente entre la publicidad y los entornos
ferroviarios.
Todos sus elementos y la fuerza creativa de una máquina desplazándose por praderas y por túneles, con luz o en la oscuridad, en tramas transparentes o siniestras, en la guerra y en la paz, surcando entornos rurales o en vorágines urbanas, han unido para siempre estos dos inventos que en el fondo quizá sean el mismo: el cine y el ferrocarril.
Lo primero que los espectadores vieron cuando los hermanos Lumiére presentaron sus inéditos fotogramas en movimiento, fue la llegada de un tren. Quizá este hecho ya fuera un presagio de lo que habría de ocurrir después entre ambos, no por casualidad. En el cine se suceden fotogramas como en las vías férreas avanzan máquinas y vagones; el giro de unas ruedas lo hace posible y, en ambos casos, nos llevan a un viaje que puede estar cargado de promesas.
Estaciones en mi recuerdo: la de Sao Bento, en Oporto; la de Francia, en Barcelona; la de Canfranc; la de Toledo; la de Aranjuez; la Central, en NY… La del Quai d’Orsay, en París, hecha museo… Hay algo en las estaciones de esperanza y de proyecto, una especie de puerta abierta al cambio y al futuro, el sitio desde el que se huye y se dejan atrás los lastres y desde el que un mañana prometedor saluda. Algo de Torre de Babel, de mezcla de colores y costumbres, de tierra de nadie y de todos…
No puedo citar la infinidad de películas que tienen un lazo indeleble con las estaciones, con las vías férreas o con los vagones, porque es preferible que cada cual traiga las suyas y sus porqués, pero serán incontables los fotogramas que todos recordamos y los spots cuyas imágenes y melodías asociamos a ese mundo de los chémins de fer.
Los años han pasado sobre las vías y sobre las estaciones, sobre los territorios y sobre los hombres que los habitan, y ha pasado ya también su mejor momento. Lo que antaño fue progreso y crecimiento en multitud de lugares ha dado paso a la inactividad, el abandono y el deterioro.
No sabremos nunca qué hubiera sido de muchos territorios de no haber desaparecido la red de caminos de hierro que los surcaba. Es posible que muchos pueblos hayan dejado de estar vivos desde que murieron sus estaciones y dejaron de oírse los silbidos de sus trenes.
Las vías han sido pasto del óxido, las traviesas han sido arropadas por la hierba, las estaciones se han convertido en ruinas fantasmales con el encanto de mansiones indianas… y solo el empeño de algunos las ha transmutado en lo que hoy conocemos por Vías Verdes, paseos bucólicos para caminantes y ciclistas que quizá también amen el cine y los viajes.
zim