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Me he pasado la vida criticando al prójimo y al lejano.
Juzgando según leyes limitadas que han inventado los hombres a partir de
premisas culturales y que se ejecutan siempre en beneficio de quien las
interpreta; en este caso, yo mismo. Yo entendía las cosas en beneficio de mi
Ego, para autojustificarme, para agrandar mi Ego a base de empequeñecer a los
demás, tachándoles de egoístas, o pecadores, o de derechas, o incoherentes…
Afortunadamente, las etiquetas que yo ponía poco afectaban a
los demás. La gente sigue haciendo su vida: no existe el mal de ojo, ni se
cumplen las maldiciones. Pero los prejuicios sí que me perjudicaban a mí. El
odiar, el despreciar es un proceso tóxico, que envenena la propia mente y
endurece el corazón. Y el hecho de coincidir con un grupo que opina como yo
sólo hacía que esa fantasía de superioridad moral se agigantara y nos hiciera
prisioneros de ella.
Porque es mentira que yo sea distinto al otro a quien
critico. Le juzgo porque, en el fondo, me siento reflejado en él. La medida de
mi odio es el grado en el que me identifico con sus defectos. ¿Cuántas veces,
por ejemplo, hemos oído quejarse sobre la prepotencia de alguien, por quien
tiene ese mismo defecto?
Pero, si renuncio a mi Ego ¿qué me queda? Si uno no ES un
profesional, si no se siente definido por sus éxitos y fracasos, por su nivel
de conocimientos, si no tiene la seguridad que le da ser propietario de bienes
y consumidor de servicios, la certeza de sentirse miembro de un colectivo
político, social o ideológico… ¿Qué queda cuando constato la IMPERMANENCIA de
todo?
Lo único que se conserva es la suma de energía y materia,
pero su expresión se va haciendo más compleja: desde las moléculas a la vida, y
ahora hasta el pensamiento abstracto. Ese devenir requiere la muerte de las
existencias previas. Los elementos pesados proceden de una estrella colapsada,
nuestro alimento son seres vivos, la expansión de los mamíferos sólo fue
posible por la desaparición de los dinosaurios. La Humanidad sería inviable si
fuéramos inmortales.
Sólo nos queda la Consciencia. Un tercer nivel en la forma
de mirar, de concebir nuestra existencia:
1º: Uno puede ver
como un animal racional: busca lo que necesita para sobrevivir como individuo y
como especie. Usa lo que le rodea y su inteligencia práctica.
2º: Uno puede mirar
como el individuo que cree ser. Y para conservar esa supuesta esencia”
inventamos a Dios y al alma inmortal.
3º: Uno puede contemplar
el Cosmos con plena humildad, admiración y gratitud. El paso definitivo, a mi entender, es asumir una existencia
limitadísima en el tiempo y en el control que soñamos ejercer sobre lo que nos
rodea y sobre nosotros mismos.
El gran descubrimiento (“Mi Tesoro…”) es que esa derrota del
Ego supone tomar consciencia de que no estamos separados del Universo. No
estamos sometidos a la precaria vida de los animales, y tampoco a la rígida
estructura del pensamiento lineal. En eso consiste mi concepto de libertad, en pensar
y actuar siendo conscientes de la Armonía del Cosmos. Una “acción correcta”
según el budismo, que no es una mera reacción opuesta contra lo que nos rodea,
que suele provocar una consecuencia negativa y estéril.
Para mí, esta intuición de la Consciencia tiene profundas
aplicaciones en nuestra forma de entender la política, la ética, las relaciones
personales y sociales, e incluso los procesos mentales como las emociones y los
sentimientos. Lo relativiza todo. No es que nada tenga importancia, ni supone
una parálisis pasiva. Es una llamada a la acción correcta, sin los intereses
bastardos que pueden ser el enriquecimiento, el gusto del poder o la pretensión
de pasar a la posteridad.
Probablemente, he repetido muchas ideas de mis otras cuatro
entradas: “todo autor escribe siempre el mismo libro”. Pero ya he tocado fondo:
no hay más que rascar. Era todo lo que tenía que aportar. Ojalá haya ayudado a
la reflexión, o la polémica. Gracias por todo.